Decía Ramón Llull que la palabra es el arma más poderosa. No en vano se dice que hay palabras que se clavan en el alma y que hieren más que un bofetón. La palabra es tan eficaz que no nos conformamos con que alguien se disculpe con acciones, sino que exigimos que nos pida perdón cuando ha obrado mal contra nosotros. Tanta fuerza tiene la palabra que dudamos del amor cuando no nos dicen nunca “te quiero”.

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No podemos confundir palabra con comunicación. Al contrario que lo primero, la comunicación no es algo exclusivo del ser humano. En el reino animal sí existen algunas formas de comunicación, pero la palabra solo pertenece a la especie humana, la cual tiene la virtud de utilizar el lenguaje para algo más que para comunicar. Ascendiendo en la escala evolutiva, la palabra sirve también para acercar, separar, influir y manipular.

Tanto decir “tumbar” ha hecho que “revocar”, “anular” o “no ratificar” pierdan su significado. Dentro de poco asistiremos a otros verbos que permitan acercar la noticia al ciudadano, como la excusa perfecta para seguir destrozando el idioma y, de forma subconsciente, el respeto a la autoridad

Dicen que si cambias la forma de hablar puedes llegar a cambiar tu interior de una forma más profunda. En esto se basan muchos coaches y gurús del management para “ayudar” a otros a mejorar sus vidas o su rendimiento profesional. Ya que no siempre puedes cambiar lo que sucede a tu alrededor, te invitan a cambiar la forma en la que te influyen las cosas y buscan que te afecten de forma más positiva para así provocar cambios. Apelan a adecuar el lenguaje, cambiando “fracaso” por “oportunidad”, borrando “los errores” que cometes para convertirlos en “retos” a los que enfrentarte.

La manipulación consciente del lenguaje está orientada, por tanto, a cambiar la realidad a través de la forma en la que nos relacionamos con ella, pero olvidan que las cosas no son tan sencillas y que coartando el lenguaje hacia lo políticamente correcto también privamos a los individuos de poderosas válvulas de escape, consiguiendo en ocasiones el efecto contrario. La censura del lenguaje hacia la corrección política impide en cierta manera un debate racional y sereno porque si no se puede llamar a las cosas por su nombre, si no se puede describir la cruda realidad -aunque nos duela- por temor a ofender, no se podrá analizar lo que verdaderamente sucede y hallar soluciones. La impostura lingüística “borra” el mundo físico y nos obliga a manejarnos en el limbo de las ideas prefabricadas. No voy a detenerme más en esta cuestión porque ocuparía todo este artículo, pero es algo que me preocupa por artificioso, ya que la corrección política huye del uso popular del lenguaje, prescindiendo de la realidad de que es la sociedad la que lo construye a lo largo de la historia como vehículo de comunicación entre las personas.

Me centraré en lo que me ha traído hasta aquí, en la utilización del lenguaje como forma de manipulación de masas, algo tan antiguo como la humanidad, aunque desde la existencia de medios de comunicación social su potencial se ha visto incrementado. En un interesante artículo de Luis Muiño aparecido en La Vanguardia, haciendo referencia al libro del psiquiatra J.A.C. Brown, «Técnicas de persuasión: de la propaganda al lavado de cerebro» (2004), se habla de las cinco distintas formas de manipular a través de la comunicación social. La primera consiste en esconder los hechos bajo construcciones artificiosas -recordemos cómo la ministra Trujillo en 2005 se refería a las “soluciones habitacionales” cuando hablaba de infraviviendas de 30 m2 para la VPO, por ejemplo-. La segunda (y muy de moda entre los populismos) consiste en convertir en visceral cualquier materia apelando a conceptos grandilocuentes y exagerados que produzcan reacciones emocionales en el receptor (“Sola y borracha quiero llegar a casa”, “Un MENA 4.700 euros al mes, tu abuela 426 euros pensión/mes”, “me ha emocionado ver a alguien jugársela frente a un antidisturbios”). La tercera sería disponer de un metalenguaje propio que identifique mediante su uso a los miembros de determinado colectivo y así fomentar el sentido de pertenencia (“derechita cobarde”, “perroflautas”, “feminazis”, “señoro”, “todes juntes”). La cuarta, hablar sin decir nada, eso que yo denomino el “juntaletrismo”, que consiste en decir muchas palabras pero no comunicar nada nuevo, dar circunloquios vacuos que mantengan al emisor al margen de críticas. Suele ser utilizado por aquellos a quienes no les interesa el enfrentamiento directo, bien porque tienen a otros que hacen el trabajo sucio, bien porque los tiempos políticos lo desaconsejan en determinado momento. Este discurso suele estar plagado de palabras bonitas que no significan nada en su conjunto: “este gobierno siempre ha velado porque se respeten las distintas realidades en beneficio de una convivencia democrática”. Humo. Y la quinta, afirmar sin argumentar, dando por sentadas las cosas como irrefutables, algo muy habitual para desacreditar a un colectivo o a un sector de la sociedad “los jueces de este país son los herederos del franquismo y por esto hay que proceder a una urgente renovación del Consejo General del Poder Judicial”. En esta técnica de manipulación suelen mezclarse churras con merinas. Yo diría que de esto último se trata, en realidad.

El lenguaje importa, como decía al inicio. En muchas ocasiones, tras una inocente y aparentemente inocua afirmación, se esconde la voluntad de pervertir aquel para cambiar las ideas de las personas. Y si no hay intención consciente, entonces hay una dejadez preocupante por implicarse en mantener la confianza en el sistema.

A menudo los profesionales de la comunicación se han convertido en el brazo ejecutor consciente (o no) del desprestigio de las instituciones a través de la aceptación de la vulgarización del lenguaje. Bajo la pátina de la encomiable voluntad de hacer comprensible la información a todas las personas, se oculta la banalización de las cosas más serias, aquellas que afectan al sistema democrático.

Quienes me conocen saben que inicié una absurda (y perdida de antemano) guerra contra la generalización de la utilización del verbo “tumbar” para referirse periodísticamente a las decisiones de los órganos judiciales cuando revocan la decisión de un órgano inferior o cuando no ratifican las medidas que adoptan las administraciones y que requieren de autorización judicial. Me preocupa que se haya convertido este verbo prácticamente en el único utilizado por la prensa para comunicar el resultado de una decisión judicial, no tanto porque sea un vulgarismo -que yo comparo con decir “cepillarse a alguien” cuando lo despiden o “dar un zasca a alguien” cuando se rebate un argumento-, como por lo que el vocablo implica. Tumbar a alguien es noquearle en una liza pugilística por lo que si un órgano judicial “tumba” una sentencia o una resolución, ha ganado la pelea. Los periodistas defienden el uso de este verbo con el argumento doble de la escasez de caracteres de los titulares en prensa y de su elocuencia, capaz de explicar en una palabra algo que todo el mundo puede entender. Pero insisto en que no es un verbo inocente: también anular o revocar son verbos expresivos y han dejado de ser utilizados en pro del populista “tumbar”. Tras la aparentemente inofensiva expresión de moda, se esconde la idea que va calando y transmitiéndose a los ciudadanos de que el Poder Judicial y el Ejecutivo están enfrentados y se toman sus respectivos trabajos en términos de competencia a ver quién la tiene más larga. Incluso es utilizado por unos y otros para atacar a la administración correspondiente cuando no es de nuestro color político. Revocar una resolución o anular un acuerdo ejecutivo forma parte del normal juego democrático, es una garantía de los ciudadanos y muestra clara de la salud jurídica del Estado. Si vilipendiamos el funcionamiento constitucional de las instituciones, estaremos contribuyendo poco a poco a su destrucción.

Junto a tumbar nos encontramos con desafortunadas frases como “varapalo judicial” o los vergonzosos titulares aparecidos este verano que hablaban de “Catalunya, Madrid y Andalucía en el podio de la violencia de género” o “Goleada de los jueces contra el pase COVID en bares: 4-0”. La degradación del lenguaje como punta del iceberg de la pérdida absoluta del respeto hacia el sistema democrático.

Tanto decir “tumbar” ha hecho que “revocar”, “anular” o “no ratificar” pierdan su significado. Dentro de poco asistiremos a otros verbos que permitan acercar la noticia al ciudadano, como la excusa perfecta para seguir destrozando el idioma y, de forma subconsciente, el respeto a la autoridad. Esperando estoy a que alguien diga que el Tribunal de Justicia de algún lugar ha jodido a algún presidente de Comunidad Autónoma, que el Constitucional ha flipado con el zasca de amparo o que el Supremo ha crujido a alguien en costas. Como si lo viera.

Foto: engin akyurt.


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Natalia Velilla
Soy licenciada en derecho y en ciencias empresariales con máster universitario en Derecho de Familia. Tras un breve periplo por la empresa privada, aprobé las oposiciones a las carreras judicial y fiscal, entrando en la Carrera Judicial en 2004. Tras desempeñar mi profesión en las jurisdicciones civil, penal y laboral en diversos juzgados de Madrid y Alicante y una época como Letrada del Gabinete Técnico de la Sala Primera del Tribunal Supremo, en la actualidad trabajo como magistrada de familia. He sido docente en la Universidad Carlos III, Universidad Europea de Madrid, Escuela Judicial, Instituto Superior de Derecho y Economía y otras entidades y a ratos escribo artículos de arte, derecho y opinión en Expansión, Vozpópuli, El Confidencial, El Español y Lawyerpress. Autora del ensayo “Así funciona la Justicia: verdades y mentiras de la Justicia española”, editada por ARPA.