La famosa sentencia que condenó en España a nueve años de prisión por abusos sexuales a un grupo conocido como «la manada» desencadenó una serie de reacciones desproporcionadas. Como impulsadas por un resorte, enormes muchedumbres salieron a la calle, atacando imprudentemente a los jueces por considerar demasiado leve la condena.

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Las redes sociales se inundaron de insultos e improperios, de argumentos absurdos, de razonamientos incoherentes, de ideas que no resisten el más mínimo escrutinio. Incluso de propuestas que, aun cuando podrían implicar el deterioro de los derechos y libertades, fueron esgrimidas con una contundencia y un grado de vehemencia que no sólo escandaliza y asusta; también desorienta pues resulta complicado encontrar una explicación plausible a tanta irracionalidad.

Sin embargo, hay un elemento que ofrece la pista crucial de este tipo de arrebatos de ira y ofuscación: suelen tener una dinámica colectiva, todos rabian al mismo tiempo y por el mismo motivo. Y, casi siempre, por algún suceso difundido, aireado, repetido hasta la nausea con extremado morbo por los medios, especialmente por la televisión.

Asistimos a una manipulación interesada de la plebe para demoler los últimos mecanismos de control del poder

No se trata en realidad de una nueva «rebelión de las masas» sino de una manipulación interesada de la plebe, como si de títeres o marionetas se tratase. Presenciamos una tergiversación de la realidad, teledirigida por el poder político, en connivencia con los grandes medios de comunicación, para demoler los últimos mecanismos de control del poder que todavía existen en España.

Pero la pregunta que queda en el aire es ¿por qué resulta tan sencillo manipular a tanta gente? La estupidez, la necedad o la ignorancia no son buenas respuestas pues muchos de los que esgrimen este grado de irracionalidad son inteligentes y cultos. La manipulación tiene otro fundamento: se trata de crear un estado emocional tan intenso que nuble completamente la razón.

Las debilidades del cerebro humano

En Risk: the Science and Politics of FearDan Gardner explica los motivos por los que impulsos y emociones prevalecen en demasiadas ocasiones sobre la razón: el cerebro humano se formó en el Paleolítico y no ha tenido tiempo suficiente para evolucionar y adaptarse completamente al mundo moderno. En cierto sentido, seguimos siendo hombres de las cavernas o, al menos, compartimos los mismos impulsos. Por ello, cometemos errores de apreciación y somos tan vulnerables a la manipulación interesada.

La evolución estableció una mente con dos sistemas para procesar la información: dos cerebros distintos con funcionamiento dispar. Primero surgió un cerebro primitivo, o cerebro de reptil, que se localiza en la amígdala. Es la patria del instinto, las emociones, los gustos, los impulsos. Y funciona con gran celeridad, de manera inconsciente, en términos de «bueno o malo», «me gusta o me repele», «me asusta o me atrae».

Es un cerebro que opera con fuerte carga emocional y obtiene conclusiones muy rápidas con muy poca información. Aunque genera notables sesgos de apreciación, resultaba muy útil para sobrevivir hace miles de años en entornos muy peligrosos. Permitía huir o reaccionar de forma instintiva en momentos en los que unas décimas de segundo podían suponer la diferencia entre la  supervivencia y la muerte.

Mucho después apareció el cerebro racional, patrimonio del pensamiento consciente y calculador, que actúa con mucha más lentitud, procesando cuidadosamente mucha más cantidad de información. Pero lo curioso es que el cerebro primitivo no desapareció sino que, en gran medida, también permaneció. Por eso, hoy tenemos dos sistemas cerebrales distintos para procesar la información y alcanzar conclusiones: el rápido, impulsivo, de primera impresión frente al razonado y meditado.

Así, ante cualquier acontecimiento, primero actúa el cerebro primitivo, generando un impulso, una emoción: buena o mala, agradable o desagradable. Y después entra en acción el cerebro racional que, con mucha más calma, información y argumentos, debería corregir o matizar estas apreciaciones iniciales.

El conflicto interno surge cuando cada sistema conduce a una conclusión distinta o contradictoria. El problema, sostiene Gardner, es que en estos casos, el cerebro racional no suele refutar la primera impresión: difícilmente contradice completamente al cerebro primitivo, a la emoción, cuyos marcadores tienden a prevalecer, implicando un fuerte anclaje.

Cuando las emociones y la razón resultan contradictorias, mucha gente elabora razonamientos engañosos que justifiquen sus impulsos

El dilema es comprensible; cuando los impulsos y emociones nos conducen en un sentido pero la razón en el contrario, caemos en una especie de disociación, en una contradicción que debemos resolver. Y la tentación más fuerte es resolverlo falsa y cómodamente, engañándonos, elaborando razonamientos que, aun resultando muy dudosos, justifiquen nuestros impulsos, sensaciones y emociones iniciales.

Pero la resolución correcta requiere ser consciente de la contradicción y aceptar que nuestras emociones pueden ir por un lado y nuestra razón por otra. Salir de la trampa de las intensas emociones, juzgar con objetividad, requiere un enorme esfuerzo de racionalización, que no todo el mundo está dispuesto a acometer.

La famosa sentencia y la manipulación del público

La sentencia que ha generado tanta polémica tiene todos los elementos para provocar esa enorme reacción emocional capaz de nublar la razón. La calaña de los sujetos juzgados, su carácter, sus costumbres, sus acciones, su estilo de vida provoca instantáneamente en cualquier persona un fuerte sentimiento de repulsión. El cerebro primitivo resulta espoleado, generando rabia, ira, ansias de venganza.

Pero el cerebro racional procesa la información en otros términos: hoy día no son las hordas quienes se toman la justicia sino un sistema judicial que debe ser independiente y guiarse por unos principios que, de entrada, favorecen al acusado: la presunción de inocencia, la necesidad de probar cualquier delito más allá de toda duda razonable.

La razón acepta que, con estos principios, muchos culpables serán absueltos por falta de pruebas sólidas. Es el precio que ha de pagarse para garantizar que difícilmente algún inocente será encarcelado con pruebas inconsistentes o, todavía peor, sin pruebas pero bajo la presión de la opinión pública.

Sin embargo, en las condiciones que se han presentado en España, con medios de comunicación, políticos y activistas agitando la opinión pública, apelando a los más bajos instintos, el cerebro primitivo prevaleció en determinadas multitudes, que acabaron aceptando argumentos absurdos para justificar sus impulsos. Como, por ejemplo, que debe lincharse mediáticamente o encausar a unos jueces por dictar una sentencia que, con la ley en la mano, es severa pero que, naturalmente, no colma la ira, las ansias de venganza de una turba manipulada.

El predominio de las emociones impide comprender a la turba que presionar a la Justicia es una de las acciones más irresponsables que pueden llevarse a cabo

El predominio de las emociones impide comprender a toda esta turba  que presionar a la Justicia, poniendo en tela de juicio su independencia, es una de las acciones más irresponsables que  pueden llevarse a cabo. Mucho más grave cuando esta presión proviene de dirigentes políticos o, incluso, de algún miembro del gobierno.

Ciertamente, no todos los jueces son justos, honrados o competentes. Pero para eso están las apelaciones, la supervisión de los tribunales superiores. Sin embargo, esta operación de agitación contra la Justicia permite a los políticos, con la ayuda y el concurso de una masa enardecida, ir desactivando las dosis de independencia del Poder Judicial que todavía permanecen.

Es necesario ser consciente de que el cerebro primitivo y el racional pueden llevarnos a conclusiones opuestas, un conflicto que debe resolverse con prudencia. Las emociones y los impulsos estarán siempre presentes en nuestras vidas pero deben interferir lo menos posible en aquellos asuntos que requieren el dominio de la razón, especialmente cuando afectan a la convivencia, la organización social o al Estado de derecho.

De cualquier modo, evitaremos gran parte de estos conflictos internos si practicamos la sana desconfianza de todo aquello que pregonen los medios de comunicación de masas, especialmente la televisión, o los políticos. Porque todos ellos viven de manipular nuestro cerebro primitivo.


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Juan M. Blanco
Estudié en la London School of Economics, donde obtuve un título de Master en Economía, que todavía conservo. Llevo muchos años en la Universidad intentando aprender y enseñar los principios de la Economía a las pocas personas interesadas en conocerlos. Gracias a muchas lecturas, bastantes viajes y entrañables personas, he llegado al convencimiento de que no hay verdadera recompensa sin esfuerzo y de que pocas experiencias resultan más excitantes que el reto de descubrir lo que se esconde tras la próxima colina. Nos encontramos en el límite: es momento de mostrar la gran utilidad que pueden tener las ideas.