En una época que valora tanto los sentimientos y que se burla, sin el menor reparo, de cualquier racionalidad fría, es normal que se acabe acogiendo al fanatismo como una forma simple y, en el fondo, moralmente leve de la exageración. Siempre me ha parecido que la desatención a los números y a sus calidades, que, como afirma el dicho español, nos dé igual ocho que ochenta, es la antesala intelectual del fanatismo, una actitud de desprecio a los hechos, a los significados comunes, a lo que es obvio para cualquiera menos para el fanático.
El fanático es una especie de gourmet que desprecia todo lo que no está conforme con su sabiduría, se asquea ante la moderación y se crece ante las opiniones equivocadas, las de todos los demás menos las de su banda, con frecuencia mínima, pero en ocasiones muy amplia, como ocurre con ciertas formas de la afición al deporte o con esa manera de entender la política en la que la lucha a muerte contra el enemigo es todo lo que importa. Como se dice que pasa con ciertos toros de lidia, el fanático se crece ante la adversidad y cifra su dignidad en negar la luz del día cuando sea preciso.
El fanatismo político es inevitable cuando no se acepta que los demás hagan o piensen cosas que no nos gusten, cuando no se soporta lo que Hayek describió como un ejemplo claro de lo que significa que exista la libertad
La política, en general, debiera ser un ámbito vetado a los fanáticos, aunque, por desgracia, abundan los que quieren convertirla en unas olimpiadas permanentes del fanatismo, con lo que trae consigo de odio, de saña y de venganza porque para el político que fanatiza siempre hay algo de lo que resarcirse, porque cree que el mundo está lleno de malvados y criminales que quieren confundirlo, arruinarlo y quitarle todo lo que posee. Igual que a ese enemigo canalla al que hay que destruir, el fanático odia a cualquiera que trate de atenerse a una regla distinta a la del embudo. Para el fanático la política está llena de traidores, los que están enfrente, y de cobardes, los que dicen estar a su lado, pero son auténticos infieles.
Cuando se renuncia a comprender las razones de otros, cuando se considera que cualquiera que no comulgue con nuestras ruedas de molino es un enemigo del pueblo, el fanatismo se convierte en sinónimo de coraje, de valentía y de virtud. El fanatismo político es inevitable cuando no se acepta que los demás hagan o piensen cosas que no nos gusten, cuando no se soporta lo que Hayek describió como un ejemplo claro de lo que significa que exista la libertad. Es precisamente lo que sucede cuando el poder no entiende de razones y sólo valora las astucias, las trampas y el uso cínico de las ventajas que se logran al ser capaz de no creer en nada salvo en el propio interés.
En la situación que vivimos en España es común denunciar la aparición, a derecha e izquierda, de formas, con frecuencia exaltadas, del populismo que no deja de ser un término demasiado general, un mantra que evita otras formas de análisis un poco más precisas. Por ejemplo, el abuso de poder, que tanto se lleva entre nosotros, no es populismo es algo más grave, supone un uso ilegítimo del poder que se pretende justificar con la posesión del poder mismo, con el sofisma de que el poder carece de límites y no puede ser compartido con nadie, con la práctica que busca reducir la división de poderes, algo esencial para no caer en una dictadura despótica, a una especie de mito infantil, una actitud que casa muy bien con las tiranías pero que es destructiva para la democracia.
No creo que el fanatismo tenga marca ideológica, quiero decir que se puede ser fanático de izquierdas tanto como de la derecha, pero el lector me concederá que el fanatismo se da con mayor facilidad entre los que profesan una visión dogmática de la política que entre los que defendemos una visión liberal, los que admitimos con facilidad que no existen dogmas absolutos y que lo importante de una política no son sus presunciones ideológicas sino sus formas de hacer posible la libertad y la convivencia. Se puede ser más o menos dogmático en una serie de convicciones y no ser fanático, pero es más fácil evitar el fanatismo si se toma en serio la falibilidad de casi cualquier opinión o doctrina, por bien fundada que pueda parecer.
En un clima de normalidad en el que impere el respeto al pensamiento libre el fanatismo lo tendría difícil, pero hay que advertir que cuando el fanático se encalabrina y se cisca en las opiniones ajenas, inmediatamente procede a algo todavía más grave, a poner en cuestión cualquier afirmación sensata y objetiva acerca de los hechos. El fanatismo se roza y hasta se confunde con el relativismo, una posición que en el fondo es cómica, cuando ambos coinciden en que cualesquiera hechos deben ceder frente a las interpretaciones, en resumen, al criterio que el fanático busca imponer si es necesario a sangre y fuego.
Para ser un buen fanático no hace falta, por cierto, desmelenarse, puede ser útil simular la máxima serenidad, de forma que no hay que reconocer a los fanáticos por sus aspavientos sino por dos características que son imprescindibles. La primera es la intolerancia con las ideas que no coinciden con las suyas, la segunda es el menosprecio a la lógica más común y, con ello, a la manera correcta de aducir los hechos en favor de cualquier idea: el fanático siempre necesita hechos alternativos por emplear la frase que puso de moda el primer trumpismo al afirmar, contra toda evidencia, que había muchísimas más personas en la toma de posesión de Trump que en otros acontecimientos similares.
Acabaré mi exposición con un ejemplo de ayer mismo. Un personaje que no se despeina cuando habla es nuestro presidente, el simpar Pedro Sánchez, que tiene la virtud de observar una compostura de aire tranquilo y desapasionado, tal vez salvo el rictus que asoma en su semblante cuando algo le afecta. Pues bien, este buen señor afirmó ayer mismo en Bruselas que quienes habían mantenido sospechas sobre la implicación de “su” Fiscal en un delito de revelación de secretos debieran pedirle perdón una vez que un informe de la UCO había revelado que en su teléfono móvil no quedaban mensajes que acreditasen tal conducta. Pongo esta afirmación de Sánchez como paradigma de fanatismo por dos razones.
En primer lugar, Sánchez pretende que la no existencia de algo que podría ser una prueba es lo mismo que probar lo contrario. De hecho, es mucho más razonable suponer que, si no hay mensajes en ese terminal, cosa extraña de por sí, bien pudieron haber sido borrados, entre otras razones porque solo de la Fiscalía podría haber salido la información que llegó a la sala de trompetas de la Moncloa, cosa probada. Sánchez le pega un buena coz a la lógica para defender a quien parecer ser su compinche y espera que una mayoría de tontos y fanáticos acoja su argumento con la satisfacción que ha de darles golpear a la muy perversa Díaz Ayuso, ennoviada con un individuo al que consideran facineroso, gravísimo delito para una mujer que encima no es feminista.
La segunda razón es tal vez más grave que la tontuna argumental que ha proferido el presidente. Resulta que él no es quién para interferir en un proceso judicial y no tiene la menor autoridad para señalar quién es el malvado de la película. He aquí dos limitaciones que no soporta el fanático, que él no tenga la última palabra y que haya quienes se atrevan a pensar de manera contraria a sus intereses. Con aparente serenidad, Sánchez ha dado muestras de un fanatismo que dejaría como prodigio de objetividad el juicio del hincha futbolero que considera que una patada alevosa al contrario en mitad del área no es penalti, precisamente porque lo ha cometido uno de los suyos. Tal cual.
Foto: Hermes Rivera.
¿Por qué ser mecenas de Disidentia?
En Disidentia, el mecenazgo tiene como finalidad hacer crecer este medio. El pequeño mecenas permite generar los contenidos en abierto de Disidentia.com (más de 3.000 hasta la fecha), que no encontrarás en ningún otro medio, y podcast exclusivos (más de 250) En Disidentia queremos recuperar esa sociedad civil que los grupos de interés y los partidos han silenciado.
Ahora el mecenazgo de Disidentia es un 10% más económico al hacerlo anual.