Da la impresión —a ver si esta vez es la buena— de que tras el folletín madrileño-murciano queda poca gente que crea que con este sistema vamos a alguna parte. Se nos pudre la democracia de medradores y arribistas, de chamarileros y sociópatas. Por supuesto, hay políticos honrados que hacen lo que pueden; pero son pocos, están aislados y no dirigen la nave nodriza. Visto el modo en que se alejan cada día más de la polis, convirtiendo la política, en nuestra peor hora, en un mercadeo de poder infame, es hora de que la sociedad civil dé un paso al frente y diga que hasta aquí hemos llegado, en defensa propia.

Publicidad

Como un ciudadano más, me corresponde pensar soluciones, que nunca serán definitivas, aunque sí pueden ser ambiciosas sin dejar de ser plausibles. Mi propuesta es que haya listas abiertas en todos los aspirantes al gobierno. Los militantes de los partidos pueden seguir eligiendo a sus líderes, y estos las listas, pero será la ciudadanía la que escoja las personas que ocupan los primeros puestos, ya sea al frente de la nación, de las comunidades autónomas o de los ayuntamientos. Ganará, como siempre, el partido más votado, pero dirigirá quien decida el demos, esto es, ese pueblo del que solo se acuerdan los salvapatrias para ocultar su ominosa primera persona.

La asfixiante burocratización de los partidos, que propicia el auge de la mediocracia, es una avería democrática cuya reparación ya no podemos seguir demorando

Algunos dirán que si lo hacemos perderán poder los militantes. Sea. A ojos vista está que eligen negligentemente: padecemos la peor generación de políticos de nuestra reciente historia democrática. A fin de cuentas, importa la regla de las mayorías, no el poder que tengan quienes militan. A quien sostenga que «hay que demostrar compromiso militando» le digo que se equivoca. Tener carné y asistir a mítines no puntúa más en ciudadanía que pensar independientemente, instruirse, argumentar y exponerse a la crítica ajena. Además, atajar este estropicio nos obligaría a militar en todas las siglas, pues en todas cuecen habas.

Los partidos políticos tienden dos caras, una imprescindible y otra cochambrosa. De un lado, son un instrumento necesario para que existan democracias modernas en las que no hay esclavos, como en la ancestral Atenas, que puedan dispensarnos de trabajar para vivir por entero en la esfera pública. De otra parte, son estructuras de poder que compiten en un mercado demagógico que han creado en beneficio propio. En esta segunda vertiente están carcomiendo la democracia, han dejado de ser la solución y forman parte del problema.

Lo cierto es que en los partidos hay muchas sensibilidades, y que no da lo mismo ocho que ochenta. Más allá de la —crucial— cuestión del liderazgo, pocas personas dudan de que el Ciudadanos de Arrimadas no sería el de Girauta si este no hubiese desistido, que el PP de Pablo no es el de Cayetana y que el PSOE sería totalmente distinto con cualquier otra persona al frente que tuviese escrúpulos. Otro tanto puede decirse de Vox (¿cómo va a ser lo mismo Ortega Smith que Espinosa de los Monteros?), y en cuanto a Podemos, debe haber otras voces más allá de su monarquía peronista, si es que no las han exterminado ya todas. La pluralidad es el oro de la buena política, y abriendo las listas aumentaría. A lo que nos aboca el actual esquema es a una estructura piramidal llena de malas artes y peores intenciones, un amasijo de intereses espurios que haría temblar al mismísimo Maquiavelo.

Piense además el lector en cómo mejoraría la exposición pública de los políticos con este giro. Los militantes podrían elegir a los líderes, a los que se llevan los focos y presiden los actos, pero eso ya no sería un chollo. Imaginemos un debate electoral en televisión en el que el amado líder no pudiese permitirse el lujo, como ahora, de insultar la inteligencia de los telespectadores, a sabiendas de que existe la sana competencia interna en su propio partido (no mientras se decide su liderazgo para después cobrarse el cheque en blanco, sino siempre). Y pensemos en lo que se le exigiría en sus intervenciones públicas, cuando su futuro sillón en la casa consistorial o en las Cortes no estuviese ya asegurado. Necesitamos desesperadamente que suba el nivel actual, y este podría ser un modo efectivo.

Cabe pensar en complementos interesantes a esta idea. El primero sería penalizar la disciplina de partido; desalentarla, ya que prohibirla no es posible. Hay diversos métodos para lograrlo, aunque tal vez el más simple sea multar a los partidos. Cuando estos voten en bloque, que les duela el bolsillo; de nuevo, para ganar en pluralidad, y en probabilidad de que se vote en conciencia, para animar a la clase política a que la saque del desván y vuelva a usarla. El segundo sería reducir los cargos de designación directa y que gran parte de los puestos de alta dirección en los ministerios no sean adjudicados a «personas de confianza» (ya sabemos lo que esto significa). Cuanto menos disponga el cortoplacista gobierno de turno, tanto mejor.

«Pero seguiría habiendo partidos»; naturalmente. No obstante, las reglas que configuran los sistemas son decisivos. Basta conocer algo de psicología social y filosofía política para entender que el funcionamiento de cualquier organización o ecosistema viene determinado por los mecanismos mediante los que se accede a los puestos de privilegio. La asfixiante burocratización de los partidos, que propicia el auge de la mediocracia, es una avería democrática cuya reparación ya no podemos seguir demorando. En las empresas se sabe desde hace mucho que las meritocracias no brotan solas, sino que se siguen de las reglas establecidas para la selección de personal, su promoción y posterior desarrollo. Es ofensivo que lo que para el Management es una verdad trivial sea negado por los mandatarios de los partidos patrios, que despachan toda propuesta de alteración de sus reglas del juego al grito de «¡antipolítica!».

A quienes digan que con estas propuestas los partidos tendrían menos estabilidad puedo ofrecerles una doble respuesta. La primera es que esa estabilidad, de suyo, nada importa a la ciudadanía. Estas entidades no son la democracia, sino meros instrumentos. La segunda es que el resultado de esa supuesta inestabilidad acrecentada no puede ser más dantesco que el de ahora, cuando nos gobierna un presidente que fue repudiado por su propio partido y además lo hace apoyado en quienes aspiran a quebrar la nación y en los antisistema que hace dos días a él mismo le quitaban el sueño.

En cuanto a cómo habría de conseguirse esto en la práctica, en realidad es muy simple (que no fácil). Si estas ideas son buenas, mucha gente terminará apoyándolas. Habrá que llevar el debate a los medios y después a las calles. Que nadie venga con lo de los poderes fácticos: hoy en día hay innumerables medios para ganar tracción, viralidad o como queramos llamarlo, y sin quemar ni un solo contenedor se pueden lograr muchos cambios. No importa lo que piensen ellos: los políticos no son sino servidores del pueblo (es decir, deberían serlo), y alguien habrá que enarbole esas banderas, y después las transforme en leyes que nos permitan concebir esperanzas.

Considero que esta es una proposición decente, del latín decens, «convenir, estar bien, ser honrado». No sé si será suficiente, pero sí que es un principio. Todo país tiene un límite de indecencia que puede permitirse, un nivel de humillación por debajo del cual se ciernen las sombras tiránicas. El esperpento político que llevamos soportando desde hace un año, doce meses de muerte, desolación y miseria, nos pone al borde de la quilla en cuanto a la convivencia. Y quedan meses y años extraordinariamente difíciles que requieren un liderazgo honesto, generoso y laborioso del que no hay —a los hechos me remito— ni un atisbo en el horizonte. Si en el mundo empresarial se dice que hoy es «innovar o morir», qué no necesitaremos inventar en un ámbito, el de la res publica, que nos avergüenza a diario.

Querido lector: la función se acaba. Estamos siendo testigos de un desmoronamiento tan patente del juego político y de un intento de desprestigio tan sangrante de las instituciones que ya no cabe mirar a otro lado. Es la hora de la sociedad civil, de las ideas y luego de las propuestas, y más tarde del cambio impulsado pacíficamente en las calles o donde corresponda. Cambiemos democráticamente las reglas del juego antes de que quienes llevan la voz cantante en este gremio traspasen la última línea y aparezca en pantalla el GAME OVER. Solo así conseguiremos lo que Lincoln reclamaba sobre el campo de batalla de Gettysburg: «que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no desaparezca de la faz de la tierra».


Por favor, lee esto

Disidentia es un medio totalmente orientado al público, un espacio de libertad de opinión, análisis y debate donde los dogmas no existen, tampoco las imposiciones políticamente correctas. Garantizar esta libertad de pensamiento depende de ti, querido lector. Sólo tú, mediante el pequeño mecenazgo, puedes salvaguardar esa libertad para que en el panorama informativo existan medios nuevos, distintos, disidentes, como Disidentia, que abran el debate y promuevan una agenda de verdadero interés público.

Become a Patron!