Uno de los pilares de la cultura es el conocimiento, y éste halla su administración al máximo nivel en esos templos del conocimiento llamados universidades. Otras manifestaciones culturales encuentran su equivalente administrador en escuelas y organismos de varios oficios: escuelas de arte, conservatorios de música, centros de investigación, fundaciones, museos, academias cinematográficas, centros culturales, etc. A todos ellos se les aplica el mismo precepto: administrar no es crear, y crear con patrones de corte establecidos por el Statu Quo no es arte sino artesanía. Preservar y otras acciones museísticas tampoco es alta cultura, sino labor de oficiantes de segunda o tercera categoría que viven del cuento de la cultura.

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Por más museos que se abran, por más interpretaciones que se hagan de las sinfonías de Beethoven (porque los bodrios que producen nuestros compositores contemporáneos no llenan las salas de conciertos), y se hagan másteres y remásteres y tesis doctorales y toda la parafernalia de la industria cultural, todo eso no es más que ruido. Las nueces han sonado en el pasado, entre nuestros clásicos, entre mentes brillantes que han abierto brechas creativas, de entendimiento o pensamiento, de expresión al máximo nivel intelectual de una civilización. Lo que hoy tenemos bajo el nombre de cultura es industria, es vida burguesa, es labor de entretenimiento de masas o modus vivendi de funcionarios de una anodina actividad de baja categoría intelectual. No obstante, hay que reconocer el valor educativo de universidades, museos y otros centros que acercan al gran público las grandes obras. Y, por supuesto, hay que reconocer que se forman buenos y necesarios profesionales en las universidades: abogados, médicos, arquitectos, ingenieros, y otras profesiones muy útiles a nuestra sociedad. Ahora bien, desde el punto de vista intelectual, crear, lo que se dice crear cultura…

La masificación de los organismos culturales ha contribuido a aumentar esos jocosos y míseros balbuceos de los entendidos: masas que han devorado la poca dignidad que quedaba en el mundo del intelecto

Si nos ceñimos al mundo académico, uno se puede preguntar cuándo ha salido algo de gran mérito intelectual de primer orden de una universidad u organismo oficial. Sí hubo profesores universitarios que realizaron grandes obras, pero eso es porque creaban más allá de su deber académico y al margen de éste. Hay casos, sí, como Ortega y Gasset por ejemplo, que daba clases de lo mismo que luego escribía en sus ensayos. Pero son casos excepcionales no promovidos por la atmósfera burocrática universitaria sino por el ímpetu creador libre de grandes personalidades que, a pesar de estar en una universidad, han sabido zafarse del redil y dar luz a sus ideas. Aquel que maneja las ideas como un medio y no como un fin —léase típico profesor de universidad que identifica el pensar con el trabajar para sacar un sueldo, que es en realidad su fin— no penetrará en las ideas del mismo modo que el pensador por libre, y será incapaz de extraer nada interesante de las mismas.

Unamuno, quien fue catedrático y rector de la Universidad de Salamanca a principios del s. XX, se ganaba los garbanzos con sus clases de lenguas clásicas, una labor bien distinta de la que desarrolló en sus obras literarias y filosóficas. También, por cierto, estaba algo harto de la Universidad como lo demuestran sus palabras en una carta a Ortega y Gasset: “Y me ahogo, querido Ortega, me ahogo; me ahogo en este ambiente de ramplonería y mentira. He pensado seriamente en largarme… ¿a dónde? Pero no, éste es mi puesto”.

Nietzsche, otro filólogo de universidad, no tuvo tanta paciencia y sí encontró a dónde irse, lejos del ambiente nefasto y rancio de las universidades, en su caso tras la experiencia en la Universidad de Basilea en Suiza. Decía éste a uno de sus colegas en una carta: “Con el tiempo he ido reconociendo el acierto de la doctrina schopenhaueriana sobre la sabiduría universitaria. Una verdad absolutamente radical resulta aquí de todo punto imposible y nunca podrá constituirse esto en punto de partida de nada verdaderamente revolucionario”. Se refiere Nietzsche aquí sobre todo al capítulo “Sobre la filosofía de Universidad” del Parerga y Paralipómena de Schopenhauer, donde se afirma que los que enseñan filosofía en la universidad viven de la filosofía para disfrutar de prestigio y una posición social y económica con que mantenerse él y su familia. Según Schopenhauer, en las universidades se hace filosofía de Estado disfrazada con expresiones abstractas sin sentido, palabrería hueca, y se cierra el paso a todo aquel que vive para la filosofía, por la verdad, y no acepta las reglas de su juego, pues amenaza con destruirlos a todos ellos. Paraliza y no deja ni nacer cualquier pensamiento que vaya contra los intereses de los superiores. Son los profesores sofistas, prostitutas del saber.

Schopenhauer y Nietzsche mostrarían su desencanto con la cultura universitaria en sus obras, como así lo reflejan las citas:

“Sólo aquel que se interesa directamente en una cosa, y que la practica por amor, con amore, la tomará completamente en serio. De esta clase de hombres, y no de los mercenarios, han salido siempre las mayores iniciativas” (Schopenhauer, “La erudición y los eruditos”, Parerga y Paralipómena).

“El pasto, en la cuadra del oficio de profesor, es el que más conviene a los rumiantes. Por el contrario, los que reciben su alimento de manos de la naturaleza, se encuentran mejor al aire libre” (Schopenhauer, “La erudición y los eruditos”, Parerga y Paralipómena).

“En consecuencia, el que esté interesado en el conocimiento, y no en la filosofía del Estado ni en la filosofía de broma, el que esté interesado por tanto en la búsqueda seria y sin contemplaciones de la verdad, que se dirija a cualquier parte menos a las universidades, porque aquí su hermana, la filosofía ad normam conventionis, ejerce el mando y es la que dicta los platos del menú” (Schopenhauer, “Sobre la filosofía de Universidad”, Parerga y Paralipómena).

“…la cultura auténtica desdeña contaminarse con un individuo necesitado y lleno de deseos: sabe escurrirse astutamente de las manos de quien quiera apoderarse de la cultura como de un medio para sus fines egoístas. (…) no cambiéis esta cultura, esta diosa etérea, de pie ligero, por esa útil doméstica que a veces recibe incluso la denominación de ‘la cultura’. (…) una educación que haga vislumbrar al fin de su recorrido un empleo, o una ganancia material, no es en absoluto una educación con vistas a esa cultura a que nosotros nos referimos” (Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas).

“Nuestros universitarios ‘independientes’ viven sin filosofía y sin arte” (Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas).

“…interpretad ahora lo que entiendo por institución de cultura auténtica y comprended las razones por las que en la Universidad no reconozco ni siquiera de lejos semejante institución” (Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas).

“Quien explica el pasaje de un autor de un modo más profundo que la concepción original, no explica a dicho autor sino que lo oscurece” (Nietzsche, El caminante y su sombra).

“Entre productores y consumidores es deseable que haya el menor número posible de personas, pues los intermediarios adulteran sin pretenderlo el alimento que transmiten; además, en pago a su mediación, exigen demasiado para ellos: interés, admiración, tiempo, dinero y otras cosas de las que privan, consiguientemente, a las personas originales y productivas. Hay que considerar siempre al profesor como un mal necesario, al igual que hacemos con el comerciante; un mal que hay que reducir todo lo posible” (Nietzsche, El caminante y su sombra).

Otras citas de otros pensadores del s. XVIII-XX sobre lo mismo:

“Los hombres de letras que han prestado los mayores servicios al reducido número de seres pensantes repartidos por todo el mundo son los sabios aislados, los verdaderos sabios, esos que se encierran en su gabinete y nunca han disputado en los bancos de la Universidad ni han dicho verdades a medias en las academias: y éstos casi siempre sufrieron persecución” (Voltaire).

“Traficaba con opiniones ajenas. Era profesor de filosofía” (Lichtenberg, Aforismos).

“Hoy en día hay profesores de filosofía, pero no filósofos. […] Ser un filósofo no es una mera cuestión de tener pensamientos sutiles, ni de encontrar una escuela, sino de amar la sabiduría lo suficiente para vivir acorde a lo que dicta, una vida de simplicidad, independencia, magnanimidad, y confianza” (Thoreau, Walden).

“Las academias suelen ser cementerios donde se glorifica a los hombres que ya han dejado de existir para su ciencia o para su arte. Es natural que a ellas lleguen los muertos o los agonizantes; dar entrada a un joven significaría enterrar a un vivo” (José Ingenieros, El hombre mediocre).

“Las ciencias conviértense en mecanismos oficiales, en institutos y academias donde jamás brota el genio y al talento mismo se le impide que brille: su presencia humillaría con la fuerza del contraste. Las artes tórnanse industrias patrocinadas por el Estado, reaccionario en sus gustos y adverso a toda previsión de nuevos ritmos o de nuevas formas; la imaginación de artistas y poetas parece aguzarse en descubrir las grietas del presupuesto y filtrarse por ellas. En tales épocas los astros no surgen. Huelgan: la sociedad no los necesita; bástale su cohorte de funcionarios” (Ingenieros, El hombre mediocre).

“…el absurdo trabajo de profesor de filosofía… es un tipo de muerte viviente” (Wittgenstein, carta a N. Malcolm, 1945).

“Para mí el axioma de Emerson, según el cual los buenos libros sustituyen a la mejor universidad, no ha perdido vigencia, y sigo convencido hasta hoy de que se puede llegar a ser un extraordinario filósofo, historiador, filólogo, jurista y cualquier otra cosa sin tener que ir a la Universidad, ni siquiera al instituto […] Por muy práctica, útil y provechosa que pueda parecer la actividad académica para los talentos medianos, yo la encuentro superflua para los espíritus creadores, en los que puede incluso tener un efecto contraproducente” (Stefan Zweig, El mundo de ayer).

No hace falta que explique lo que significan estas citas tan claras. Se habla aquí más bien de la filosofía, pero también es aplicable a otras áreas todo lo que se dice. No son de extrañar estas posturas. Sólo las mentalidades mediocres afirman que las universidades son verdaderamente panaceas del saber compuestas por mentes inquietas. En verdad, los ojos de sus individuos se suelen mostrar chispeantes y sus almas inquietas, pero sólo cuando se habla de una plaza que ganar, un examen con el que alcanzar altas puntuaciones o un ascenso que conseguir. Max Weber afirmaba en La profesión de científico que los métodos de selección de las universidades e institutos hacen que estas instituciones se llenen de mediocres, y que con la influencia norteamericana se estaban convirtiendo, ya a principios del s. XX, en empresas de capitalismo de Estado, donde se separan los trabajadores y los medios de producción que el Estado pone a su disposición.

Es siempre la misma historia: el joven critica las organizaciones gobernadas por un Statu Quo casi anciano; se pasa la vida intentando llegar a la cúpula para poder cambiar las cosas, pero cuando llega ya está cansado y su mente adaptada al sistema, con lo que se limita a imitar la conducta, privilegios y estilo de vida de sus predecesores

Dentro de la academia y el mundo de los profesionales de la cultura, si hubiese algún individuo con ideas realmente valiosas, éste estaría totalmente aislado y olvidado. Salvo raras excepciones, no son los mejores pensadores u hombres de cultura los que destacan, puesto que suelen ser otros los que escriben en los suplementos culturales de los periódicos, los que intervienen en los debates televisivos, los que van de gira por las universidades de verano, los que asesoran a los ministerios, etc. Y, claro, estos hombres públicos, estos mercaderes de la cultura, con lo ocupados que están en sus ajetreos, tienen aún menos tiempo para pensar. Se preocupan más por las relaciones públicas, el tráfico de influencias y el halago a los responsables de las subvenciones del Estado, y son, claro, los que alcanzan la fama en vida como hombres de cultura.

Hay quien piensa que lo que la academia necesitaría es una renovación de vez en cuando y que eso la haría funcionar. Pero la realidad es que el modo de producir difícilmente puede cambiarse, por las propias condiciones sociales que se dan en la misma. Observaba con gran acierto Thornten Veblen, economista y sociólogo del s. XIX, que en la academia, los que se van acercando al poder social y económico intentan imitar la conducta, privilegios y estilo de vida de sus antecesores. Esto lleva a que conductas muy arraigadas en el ente sean muy difíciles de disipar como no sea reestructurando a golpe de nuevas fuerzas todo lo que se refiere al poder y sus cargos en la academia, una especie de golpe de Estado pero en las universidades. Pensar que las nuevas generaciones que han subido a base de méritos según el actual sistema van a cambiarlo y desahogarlo es erróneo. Es siempre la misma historia: el joven critica las organizaciones gobernadas por un Statu Quo casi anciano; se pasa la vida intentando llegar a la cúpula para poder cambiar las cosas, pero cuando llega ya está cansado y su mente adaptada al sistema, con lo que se limita a imitar la conducta, privilegios y estilo de vida de sus predecesores, al tiempo que lucha por mantener el orden tal y como está ante las nuevas generaciones que vienen empujando detrás de la suya.

Los datos también hablan por sí solos: una minoría de los alumnos de las universidades públicas en España entran en la carrera que escogieron como primera candidata. ¡Qué gran logro el de la democracia, que permite ejercer a todo el mundo el derecho al estudio! Todos tienen derecho a estudiar una carrera, aunque no sea la que se quiere, para poder colgar el título de licenciado en algún lugar vistoso de su casa.

La educación no implica cultura, es condición necesaria pero no suficiente. A quien posee alma de mercader, no hay profesor que le haga entender los valores de la cultura con independencia de la industria. Es la cultura misma la que elige a sus súbditos.

El flujo de la cultura no puede ser encauzado por la mediocridad mayoritaria. La genialidad brota sin esperar a que lleguen las subvenciones del Estado.

Imaginaos, tratad de imaginar por un momento, a Nietzsche, por ejemplo, pidiendo una subvención para escribir y publicar su Así habló Zaratustra. Escribiría un anteproyecto explicando su intención de crear una nueva moral, la del superhombre. El escrito llegaría a manos de mediocres, que se reirían de él antes de llamarle arrogante y mandarlo a paseo. Pensemos en la creación de la obra científica de Galileo Galilei. En su época, la ciencia que se enseñaba en las universidades estaba anclada en el feudalismo (Aristóteles…), reacia a la nueva ciencia. Si todos los científicos de la historia fuesen, no como Galileo, sino como la inmensa mayoría de los actuales, es decir, adeptos a los patrones que les marcan sin desafiar nunca al sistema, no habríamos salido de la edad de piedra.

Uno puede quedar deslumbrado por la verborrea y las colecciones de datos, pero la sabiduría no consiste en eso. Pudieran parecer sabios por lo meticuloso de sus apreciaciones, por la finura de sus correcciones y matizaciones; yo, sin embargo, pienso más bien, como Lichtenberg, que

“Descubrir pequeños fallos ha sido desde siempre el rasgo distintivo de aquellas cabezas que se encuentran poco o nada por encima de la mediocridad. Los sensiblemente superiores callan o sólo dicen algo contra el conjunto, y los grandes espíritus se limitan a crear y no critican”.

Eso hacen los sabios de las academias: corregir pequeñeces; pasan el tiempo discutiendo por cuestiones lingüísticas o por detalles insignificantes. Ahogan con su carga pesada a las almas más inquietas; todo es senil y arrugado en las viejas academias jerarquizadas. Acaban con la paciencia de un santo. Intentan hacer creer que en sus instituciones se hace algo y, por ello, se aferran a la meticulosidad en sus pequeñas cosas. La masificación de los organismos culturales ha contribuido a aumentar esos jocosos y míseros balbuceos de los entendidos: masas que han devorado la poca dignidad que quedaba en el mundo del intelecto.

“Porque el afán de lucro arrastra hacia las universidades y escuelas especiales, y un turbión de gente obstruye todos los caminos y ahoga con su masa las personalidades más enérgicas” (Azorín, La voluntad [novela]).

El deslumbre que produce la cultura oficial viene en parte porque hacen creer a la gente que son los herederos de la tradición de elocuencia en Occidente. Sus filósofos dicen ser continuadores de la obra de Nietzsche; sus científicos continuadores de Newton o Darwin; sus hombres de letras continuadores de la tradición de la gran prosa castellana; sus artistas de la facultad de Bellas Artes continuadores de Miguel Ángel o Beethoven;… Como están continuamente hablando de ellos, puede parecer que la cultura es suya y que ellos son la cultura en vivo. Lo cierto es que si hablan de los clásicos es porque es su negocio y viven de eso. No hay mal que por bien no venga, y gracias a su afán de lucro se consigue que cualquier persona tenga acceso a los clásicos, pero no debemos olvidar que sólo son unos mercenarios que trafican con las obras que los primeros crearon. Aprovechan la grandeza de los hombres magnánimos para vivir a su costa. Las sombras que no tienen un cuerpo propio usurpan el de los demás. Venden libros que no han escrito a los que añaden una introducción y unas notas a pie de página, casi siempre innecesarias, para cobrar su comisión, para robar al autor original lo que la sociedad ya no le puede pagar. Poco se diferencian de los tenderos que venden camisetas o llaveros con fotografías o cuadros de los grandes creadores.

Hay incluso universidades que ofertan licenciaturas o grados con cursos sobre fotografía, asistencia matrimonial, gestión hotelera o administración de campos de golf

A las consideraciones generales sobre la Universidad en cualquier época y lugar, con excepciones notables, hay que añadir además el declive que la acompaña en nuestros tiempos, lo que hace incluso parecer a la academia de antaño como el parnaso del saber y del desarrollo del conocimiento. Hay incluso universidades que ofertan licenciaturas o grados con cursos sobre fotografía, asistencia matrimonial, gestión hotelera o administración de campos de golf; o cursos complementarios sobre peluquería canina o similares, temas que nada tienen que ver con la cultura sino con oficios profesionales. Y aun en las carreras tradicionalmente serias es evidente que las cosas ya no son lo que eran.

Sin mayores comentarios, creo que los siguientes testimonios explican bien algunos de los problemas de fondo generales:

“Asistimos a un período de rebajas, en que cada vez ponemos más baratos los títulos, los exámenes, las calificaciones, los créditos académicos. […] el nivel tiene que ser revisado una y otra vez a la baja. El absentismo de los estudiantes es cada día más general; su incapacidad o falta de motivación para leer libros (aunque sea el manual de la asignatura), también. Lo de las faltas de ortografía ya ha dejado de ser motivo de escándalo. […] El surgimiento y desarrollo inflacionario de agencias evaluadoras de variado alcance y jurisdicción, hace que la vida universitaria se desenvuelva en un clima cada vez angosto de mediatizaciones que siempre dejan de lado la calidad intrínseca del trabajo realizado y priman en cambio requisitos meramente formales, tales como redacción de memorias, cumplimiento de formularios, preparación de dossiers informativos, visitas de evaluadores, sesiones de discusión, etc. etc. etc. Mi propia experiencia, contrastada con la de otros colegas, es que todo ello sólo sirve para aumentar desproporcionadamente el trabajo administrativo y favorecer a los expertos en los tejemanejes burocráticos” (Juan Arana [catedrático de Filosofía en la Universidad de Sevilla], “Sobre la situación actual de la Universidad. Problemas y soluciones”).

“La docencia no era el único criterio de evaluación. La investigación era otro y, de cara a ascender en tu carrera, más importante. Siendo la docencia cada vez más decadente, la investigación era a la vez una válvula de escape y un medio de asegurarse un ascenso. Los mandamases a cargo de la educación decretaron que la investigación debería ser evaluada, y eso implicaba cuantificar cosas. Qué cosas medir y cómo hacerlo no estaba claro, pero la actitud general fue que cuanto más escribías, mejor eras. Así que el profesorado universitario comenzó a garabatear frenéticamente, produciendo un artículo tras otro como una granja de gallinas ponedoras haciendo horas extra, lo que supuso incluso un agobio creciente para los bibliotecarios que tenían que buscarles sitio. Florecieron nuevas publicaciones y conferencias y éstas últimas pasaron a ser un medio de autopromoción. Poco importaba si tu trabajo sólo lo leían tus colegas y tú. Ahí estaba y eso bastaba. […] Puedes encontrar bastantes profesores con más de un centenar de artículos publicados y maravillarte ante estos paradigmas de creatividad humana. Esta gente, pensarás, se equiparan con Mozart que escribió cientos de piezas de música o más. Y luego te quedas perplejo al ver que, en el mundo moderno, debe de haber muchos Mozarts —casi uno por cada departamento.

La verdad más evidente emerge cuando examinas los títulos de estas superproducciones. Primero, el autor rara vez aparece solo, sino que comparte el encabezado con otros dos o tres. A menudo los colaboradores son estudiantes de doctorado que, de forma rutinaria, están haciendo la mayoría del trabajo sucio trabajando en alguna beca de mala muerte con la esperanza de trepar por este poste grasiento. Si dividimos el número de títulos por la contribución real del autor probablemente se reduzcan esos cientos de artículos a veinticinco. Luego mirando los títulos en sí, verás que muchos de ellos tienen un parecido más que razonable entre sí. Uno dice ‘Análisis de mallas adaptativo’ y el otro ‘Un algoritmo adaptativo para análisis de mallas’. Dividiendo el resto total por la media de repeticiones, reduce nuevamente la lista a la mitad. Mozart desaparece ante tus ojos.

Pero el último criterio a menudo es el más duro. ¿El artículo es importante? ¿Es algo que la gente volverá a mirar y decir ‘Fue un hito’? Aplicar este criterio requiere perspectiva histórica —cosa que no es fácil. Pero cuando se aplica, muy a menudo la lista de cientos de artículos desaparece al completo. Puestas al calor de la investigación forense, esta lista finalmente se evapora y lo que te queda es el conjunto vacío.

En realidad no es nada sorprendente, porque artículos que hayan marcado un hito en una disciplina hay pocos y muy espaciados en el tiempo. Los genios como Mozart son muy escasos y valiosos, pero sus equivalentes Mozarts académicos son muy abundantes y una de las causas que contribuyen al calentamiento global y a la deforestación. Todo este sistema de contar publicaciones como medio de evaluar la excelencia investigadora es pernicioso y completamente absurdo. […] Lo que ahora tenemos en la academia es una situación donde hombres y mujeres inteligentes se prostituyen a sí mismos en aras a un ideal en el que ninguna persona inteligente podría creer. Resumiendo: viven una mentira” (Mark Tarver [profesor de informática], “Why I am Not a Professor OR The Decline and Fall of the British University”).

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Ésta es la parte II de la serie “Las tres degradaciones de la cultura”. Parte I en anterior publicación y Partes III, IV en próximas publicaciones de disidentia.com.  Exposiciones más extensas del autor sobre el tema en los capítulos “Vulgocracia” y “La industria cultural” (caps. 13-14  [3-4 del vol. II]) de Voluntad. La fuerza heroica que arrastra la vida.

Foto: K. Mitch Hodge.


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Martín López Corredoira
Martín López Corredoira (Lugo, 1970). Soy Dr. en Cc. Físicas (1997, Univ. La Laguna) y Dr. en Filosofía (2003, Univ. Sevilla) y actualmente investigador titular en el Instituto de Astrofísica de Canarias. En filosofía me intereso más bien por los pensadores clásicos, faros de la humanidad en una época oscura. Como científico profesional, me obstino en analizar las cuestiones con rigor metodológico y observar con objetividad. En mis reflexiones sociológicas, me considero un librepensador, sin adscripción alguna a ideología política de ningún color, intentando buscar la verdad sin restricciones, aunque ofenda.