La condena al fiscal general del Estado constituye una excelente noticia para el Estado de derecho. No sólo porque demuestra que la responsabilidad alcanza también a quienes ocupan las más altas posiciones institucionales, sino porque confirma que la justicia española conserva aún resortes capaces de actuar con independencia, incluso frente a quienes creían haber neutralizado esos contrapesos.
Un fiscal general en activo, incluso siendo juzgado
Conviene subrayarlo con precisión: el fiscal general nunca dejó de ejercer su cargo, ni siquiera durante el proceso judicial. Esa continuidad, presentada como normalidad, es en sí misma un reflejo del deterioro institucional. En cualquier democracia madura, un fiscal general encausado habría sido apartado para preservar la dignidad y la neutralidad de la institución. Aquí, por el contrario, se mantuvo en su puesto como pieza clave de un proyecto de control político.
Considerar vergonzosa una resolución judicial porque no coincide con el interés del partido es retroceder al terreno donde la justicia deja de ser un poder del Estado para convertirse en un actor subordinado
La sentencia no sólo sanciona una conducta penalmente reprochable: ilumina la decisión política que permitió que el máximo representante del Ministerio Fiscal siguiera en el cargo mientras era juzgado. Y esa es la dimensión verdaderamente inquietante.
La reforma judicial del Gobierno: independencia como obstáculo
En sus declaraciones posteriores a la sentencia, el presidente del Gobierno ha apelado a la defensa de la democracia frente a los “abusos de poder”. La contradicción es evidente: es precisamente la actuación del poder judicial la que ha puesto límites a los abusos.
El Ejecutivo prepara una reforma judicial profunda, pero no orientada a fortalecer la independencia ni la eficacia del sistema, sino a reconfigurarlo en sentido contrario. La retirada de los jueces de la instrucción penal y la eliminación de la acusación popular no persiguen modernizar la justicia, sino reducir los espacios donde aún subsiste el control judicial sobre el poder político. El objetivo es claro: transformar la Fiscalía en el eje de un modelo procesal más manejable desde el Ejecutivo, debilitando la separación de poderes que esta sentencia ha demostrado que sigue viva.
La reacción política: ataque al equilibrio institucional
Las críticas vertidas por dirigentes del partido gubernamental —como la afirmación de que la sentencia constituye una “vergüenza”— revelan un problema aún mayor: la incapacidad, o la falta de voluntad, de reconocer el papel esencial del poder judicial en una democracia. Considerar vergonzosa una resolución judicial porque no coincide con el interés del partido es retroceder al terreno donde la justicia deja de ser un poder del Estado para convertirse en un actor subordinado.
Esa reacción no es anecdótica. Forma parte de una concepción del poder en la que los controles institucionales son percibidos como obstáculos, no como garantías. Y la sentencia pone en cuestión precisamente esa visión.
Una resolución esperanzadora que intensifica el pulso institucional
La decisión judicial es una buena noticia, pero también un punto de inflexión. Expone que la justicia independiente sigue siendo posible y, por ello mismo, incrementará la tensión entre los poderes del Estado. El Ejecutivo, que se ha orientado en los últimos años a ampliar su capacidad de intervención sobre la justicia, puede interpretar esta sentencia como un desafío y acelerar su agenda de reformas para limitar la autonomía judicial.
Por eso este fallo es, simultáneamente, un avance y una advertencia. Un avance porque demuestra que la ley conserva fuerza incluso en las zonas más sensibles del aparato estatal. Una advertencia porque quienes han invertido capital político en someter a la justicia no renunciarán fácilmente a ese proyecto.
En este contexto, la pregunta que debería guiar el debate público es sencilla y decisiva: ¿estará el Estado dispuesto a proteger la independencia judicial ahora que ha demostrado ser eficaz?
La respuesta a esa cuestión marcará el rumbo institucional del país en los próximos años. Y determinará si esta sentencia es el inicio de una restauración democrática o el detonante de una ofensiva aún más intensa contra la separación de poderes.
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