Joseph de Maistre dijo que «cada nación tiene el gobierno que se merece». España quizá no merezca a su actual gobierno, pero lo que sí parece tener merecido —o al menos tolerado— es a una oposición cuya principal estrategia consiste en esperar que la fruta madura caiga por su propio peso.
Así, en su Congreso, el Partido Popular ha desplegado todo un arte escénico de la indefinición: prometer sin comprometerse, hablar sin decir, renovar sin cambiar. Como un sastre que estrena corbata para no tener que cambiarse el traje, el PP se ha anudado al cuello con un nudo Windsor una ponencia política saturada de frases nobles, gestos medidos y, sobre todo, la palabra mágica: unidad. Pero ¿unidad para qué? ¿Para aplaudir a la cúpula obviando que esta cita política deja tras de sí es un clamoroso vacío?
Este Congreso no ha sido un punto de inflexión, sino una impostura. Como si bastara con parecer serios para que nadie repare en la dramática falta de ideas
Más allá de una decena de propuestas concretas, algunas razonables, otras puramente cosméticas, el conjunto de ponencias políticas —si es que merecen tal nombre— se mueve entre las vaguedades y el escapismo. Lo que sorprende no es que el PP, tras siete años en la oposición, no lo tenga todo más o menos enfocado, sino que parezca encantado con su alucinante indefinición. En los temas decisivos —desde la recentralización del Estado hasta el colapso del sistema educativo, pasando por la política fiscal, el caos migratorio, el invierno demográfico o la ruina energética—, el mayor partido de la oposición ha preferido quemar incienso, ovacionarse a sí mismo y proclamar su unidad en la inanidad.
No hablo por hablar. He hecho los deberes. Por ejemplo, en la sección de transición ecológica se rechaza el «dogmatismo ecologista», pero no se ofrece una alternativa coherente. ¿Apuesta el PP por energía nuclear? ¿Por gas? ¿Por desmarcarse del dogmatismo climático europeo? No se sabe porque el PP nada dice. En política exterior, su propuesta estrella consiste en «luchar contra la leyenda negra» y «reforzar los lazos con Iberoamérica». ¿Cómo? Tampoco se sabe porque el PP no lo especifica, pero suena bien. En reformas del Estado, se alude a una «España más eficiente», pero sin especificar qué competencias debe recuperar el Estado ni cómo enfrentarse al desbordamiento autonómico. ¿Reforma del modelo de financiación? ¿Reducción del número de entes públicos? De nuevo, silencio administrativo, al más puro estilo del funcionario Feijóo.
No se trata de simple falta de ambición, sino de una estrategia mezquina: ganar por consunción del adversario, sin exponerse. Sánchez se consumirá en el fuego de su propia corrupción, parecen pensar. Sólo hay que esperar el desenlace de las investigaciones judiciales, la presión de la UCO, o el milagro de una dimisión. Mientras tanto, que nadie espere una visión reformista, una sola idea fuerza, una promesa siquiera a mil jodidas millas de una política de Estado. Bastará con repetir la consiga de la unidad, remover algunos puestos aquí y allá, dar paso alguna cara nueva y confiar en que el hedor que mana de Moncloa haga el resto.
La política española —y, en consecuencia, España en sí— atraviesa una crisis demasiado profunda como para ser abordada con la cautela de un notario. No sólo por la aparente imposibilidad de desalojar del poder a un gobierno sostenido por una amalgama de oportunistas, golpistas y presuntos delincuentes, sino porque todo indica que si no se actúa con determinación desde la propia política, será la Justicia quien deba depurarla. Un horizonte nada deseable en una democracia mínimamente funcional.
Tan llamativa como la mezquindad del PP es la repentina urgencia que ha brotado entre muchos periodistas —algunos hasta hace dos semanas fervientes defensores del oficialismo— para reclamar un cambio de gobierno. Una urgencia que no obedece al amor por las instituciones ni a la defensa de la democracia, sino al pánico de que la UCO, los jueces o los terabits de mensajes y conversaciones telefónicas acaben arrastrando nombres, estructuras y entornos que hoy prefieren no recordar las complicidades de ayer. En realidad, no les preocupa Sánchez, sino lo que puede quedar a la vista si se resiste a abandonar el poder. La consigna es clara: hay que echarlo antes de que la mierda nos alcance.
También cabe preguntarse dónde están los vigilantes analistas, los comentaristas que fiscalizan hasta las muecas de los ministros, cuando se trata de evaluar el Congreso del PP. ¿Dónde están sus preguntas incómodas ante una cita política que no aporta ni un plan, ni una idea clara, ni una respuesta mínimamente estructurada sobre la España de mañana? Más allá del entusiasmo interno por el ascenso de Tellado o la incorporación de nuevas voces, lo cierto es que el PP ha renunciado a confrontar intelectualmente no ya a Sánchez, sino cualquier idea progresista, socialista o incluso comunista. No quiere combatir ningún marco ideológico, sólo esperar a que el adversario se ahogue en su propio vómito.
Mientras tanto, los aguerridos periodistas que persiguen cada expediente sospechoso del PSOE con el celo de un depredador del National Geographic, dedican su cobertura del Congreso del PP a noticias de consumo interno: quién ha subido, quién baja, qué le han prometido a fulano, qué le han negado a mengano. Ni una palabra sobre la ausencia de planes concretos para revertir el modelo autonómico que nos ha traído hasta aquí, ni una línea sobre la posibilidad de limitar el tamaño del Estado, ni una pregunta sobre si el PP está dispuesto a racionalizar la ley electoral, a proteger el castellano en todo el territorio nacional o a auditar de arriba abajo la red clientelar tejida durante décadas por la partitocracia.
No se trata sólo de un vacío colosal en lo que respecta a reformas constitucionales. Es que ni siquiera hay una posición definida sobre política fiscal (más allá de decir que los impuestos son altos), ni sobre pensiones (más allá de que son un derecho), ni sobre inmigración (más allá de que debe estar «ordenada»). Hay más precisión en un horóscopo gacetillero que en las “ponencias políticas” del PP. Más audacia en una reunión de vecinos. Más imaginación en un taller de papiroflexia municipal.
Todo esto mientras España se descompone en lo ordinario. Trenes que no llegan, o que no caben en los túneles. Aeropuertos colapsados, convertidos en trampas burocráticas. Carreteras resquebrajadas, listas de espera sanitarias. Apagones totales. Una política fiscal que exprime al trabajador medio y desincentiva cualquier pretensión de contratar. Un sistema educativo que genera paro juvenil en cadena. Una industria asfixiada por regulaciones climáticas dictadas por burócratas de medio pelo que jamás pisaron una fábrica. Y como guinda del pastel, el achatarreamiento forzoso de millones de vehículos perfectamente funcionales, ahora convertidos en un problema de reciclaje colosal imposible de gestionar. Literalmente, contaminación regulatoria.
En definitiva, este Congreso no ha sido un punto de inflexión, sino una impostura. Como si bastara con parecer serios para que nadie repare en la dramática falta de ideas. Si el sanchismo se desmorona por el peso de su corrupción, pero el PP no tiene nada que ofrecer más allá de la quietud y el escalafón, lo que vendrá después no será mejor. Simplemente será más lento y posiblemente más irreversible.
Si el PP gobierna mañana, ¿ante quién se le podrá pedir cuentas? Porque si no hay congresista designado, si no hay compromisos políticos, si no hay promesas explícitas ni reformas anunciadas, ¿qué sentido tiene votar a quien no se compromete a nada? Gobernar sin contrato es gobernar sin control. Y eso, por mucho que lo adornen, no es una alternativa democrática. Son lentejas autoritarias.
Este tipo de análisis crítico, libre, sin alineamiento suele interpretarse automáticamente como un ataque partidista. Escribe esto porque es de Vox, porque odia al PP, o porque algo sacará. Como si todo el que escribe o habla debiera hacerlo en nombre de una facción, como si la opinión libre no pudiera existir fuera del marco de la propaganda interesada de los partidos.
Esta mentalidad, que descalifica cualquier crítica por el mero hecho de incomodar, no ha nacido sola: es fruto de años de ocupación del espacio público por parte de los partidos, que han extendido sus tentáculos hasta el último rincón de la opinión publicada. Premian o castigan según la docilidad. Si les bailas el agua, te promocionan. Si no, te condenan al ostracismo.
En un país verdaderamente democrático, con una cultura arraigada de rendición de cuentas y crítica constructiva, ese comportamiento sería inaceptable. Aquí, sin embargo, lo normal es que los partidos actúen como matones de instituto: roban el bocadillo al que se interpone en su camino, y encima le culpan de pretender provocar el hambre entre sus filas.
La independencia, en España, no sólo es difícil. Es casi heroica. Por eso, la información proporcionada sobre el Congreso del PP es tanto o más inocua que sus ponencias, peor que prensa del corazón. En castizo, una mierda.
Al final tendremos que agradecerle a Sánchez su existencia, por hacernos creer que luchamos contra algo, que luchamos por algo. Es el villano perfecto porque permite al sistema, y muchos que viven o aspiran a vivir de él, fingir que hay épica, que hay conflicto, que hay algo en juego. Pero lo trágico no es que Sánchez gobierne. Lo trágico es que, aun si mañana se fuera, nada esencial cambiaría. Porque lo que falta no es sólo un relevo, sino un propósito. Y eso, hoy por hoy, ni se debate, ni se redacta, ni se promete.
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