Quienes han pretendido ver en la exhumación de un antiguo Jefe del Estado (extraña denominación, por cierto) un hecho histórico lo han hecho, sobre todo, por dos razones: la primera darse importancia, la segunda confundir lo inhabitual con lo decisivo. Es interesante hacer notar que ambas motivaciones tienen mucho que ver con lo que la historia ha significado y significa, desde siempre, para las sociedades, porque, en efecto, como ha subrayado Berlin, proclamarse “hijos de Cadmo”, o, en castizo, “descendientes de la pata del Cid”, es una de las formas más antiguas y básicas de ennoblecerse, de distinguirse de los demás, de hacerse notar.
Que el gobierno español en funciones ha querido ennoblecerse convirtiéndose en un gobierno de defunciones es evidente, aunque esté lejos de serlo que alguien más, a parte de sus clientes y turiferarios, se haya tomado en serio la nobleza del gesto, su ambición y su grandeza, pero si se juzga por el tiempo invertido en el telediario para glosar la hazaña, los autores están muy satisfechos de su performance.
Es muy probable, por otra parte, que no haya precedentes de un desenterramiento como el del pasado jueves, es decir que se ha tratado de algo poco frecuente, pero pensar que cualquier suceso infrecuente pueda tomarse como un suceso de excepcional importancia es confundir la velocidad con el tocino.
La renuncia a crear un porvenir mejor no puede encontrar disculpa en arreglar un pasado que se considera imperfecto (¿cuál no lo es?). Por eso abusan de la historia los que no tienen nada que ofrecer, los que tienen que inventar un relato que relegitime su presencia y haga olvidar su vacuidad
De todas formas, me parece que la pregunta más interesante en relación con este asunto funerario tiene que ver más con la psicología que con la historia. ¿Qué beneficio específico habrá creído obtener el político español que ha ideado semejante tinglado? No creo que se pueda tomar como una muestra de valor, como un lance atrevido y audaz, porque el difunto afectado no mete miedo a nadie desde hace más de cuarenta años, y sus seguidores de entonces han quedado reducidos a una mera reliquia, entre otras cosas porque en muy buena medida ellos y sus deudos y herederos han pasado a engrosar las filas de los nuevos jerarcas siguiendo una vieja tradición española de lealtad al mando que ya llamó la atención a Tito Livio.
Si no se trata de una muestra de arrojo justiciero, ¿qué es lo que hay en juego? A diferencia del líder del PP que se esfuerza (entiendo que en vano) en arracimar (y ennoblecer) las herencias de Aznar y de Rajoy, Pedro Sánchez nunca se refiere ni a González ni a Zapatero, ni, por supuesto, a Rubalcaba, sino que trata de crear o recrear su propia versión de la izquierda (y en eso hace bien) para lo que, en mi modesta opinión, se le ha ocurrido una política de gestos y palabras en la que el desentierro con farándula y pasando por encima de Canteras y de Francos a lomos de la Justicia ha debido parecerle una de las hazañas de Hércules capaz de hacer que vuelvan al redil los votos de los antifranquistas que nunca lo fueron y de los que, nacidos felizmente muy después, crean poder encontrar en esta gesta funeraria, un motor ideológico sin riesgo de avería, con capacidad de sobreponerse a las apariencias más adversas, como lo es, en primer lugar, el hecho de que el gobierno dedicado a la exhumación apenas haya hecho otra cosa de interés en los 17 meses de mandato. Sánchez ha culminado una extraña legislatura a base de fotos y telediarios, lo que, de paso, nos ha hecho el favor, siquiera sea por horas veinticuatro, de liberar al telediario de las bravatas de Torra y de imágenes de la revolución del fin de semana en Barcelona, que me da la impresión de que tampoco la hace mucho tilín al presidente sepulcral. ¿Tendrá premio en las urnas? Se sabrá dentro de muy poco, pero me temo que no vaya a ser el imaginado.
La historia se hace bien cuando se cuenta después de haberla hecho, cuando responde a un cambio real que no hay otro remedio que reconocer y anotar. Por eso es raro que hagan historia de verdad los que se dedican a reversionar el pasado. La historia la hizo Colón cruzando el océano, pero Sánchez parece creer que basta con reescribirla para pasar a las crónicas, que sacar a Franco de su tumba equivale a clausurar la transición o a finiquitar el franquismo como han dicho alguno de sus más exaltados comentaristas.
No es así ni en la sustancia ni en el modo: que tenía su lógica la exhumación quedó bien establecido en un documento oficial de una comisión encargada de estudiar el asunto, encargada, todo hay que decirlo, por otro presidente que tampoco andaba muy fino en percibir el presente y el futuro que nos esperaba y empezaba a verle posibilidades a la reescritura, pero a Sánchez se le ha ocurrido darle al asunto un carácter de urgencia del todo impropio (¿cómo va a ser urgente algo que se ha demorado décadas?) pensando acaso que esa celeridad le daría unos réditos de los que anda escaso a partir de los asuntos de común administración y gobierno.
Solo el futuro hace historia de verdad cuando hay cambios, porque coloca al pasado en una perspectiva inédita, de la misma forma que va variando el paisaje que dejamos atrás en un viaje veloz. Cuando un gobernante se ocupa sobre todo del pasado es como el administrador tonto que tiene miedo de perder lo que le han dado y lo entierra para conservarlo con seguridad. La renuncia a crear un porvenir mejor no puede encontrar disculpa en arreglar un pasado que se considera imperfecto (¿cuál no lo es?). Por eso abusan de la historia los que no tienen nada que ofrecer, los que saben que su crédito es ya negativo y tienen que inventar un relato que relegitime su presencia y haga olvidar su vacuidad.
Alguna vez se ha definido el socialismo como aquello que hacen los socialistas, una definición que calca la ironía original acerca de la Física y los físicos para subrayar su carácter incomprensible para una amplia mayoría, pero nunca hubiera imaginado que los socialistas pudieran conformarse con mejorar la calidad y la justicia de las sepulturas, una tarea nada creativa, muy fácil, pero sin urgencias ni verdadero interés para nadie que se tome las cosas en serio.
Toda la peripecia sanchista en torno al valle de Cuelgamuros parece decir “no me tomen por lo que hago o por lo que no hago, sino por los signos que doy”, vótenme por las imágenes que muestro, por aquello que creen ver o sueñan, con las tripas o con el corazón, que al fin y al cabo somos huérfanos de una ilusoria y nobilísima Utopía, pero de razones de peso andamos un poco escasos.