Una de las últimas tareas que realizó Ursula von der Layen como presidenta de la Comisión Europea antes de que se celebrasen nuevas elecciones europeas y fuera reelegida fue la de pedir a Mario Draghi que hiciera un informe sobre la situación de la productividad de la economía europea. El informe ha salido hace unos días, y aunque sea quizás pronto para asegurarlo, parece que ha tenido menos impacto que el que hubiera deseado su autor, y su madrina, o madrastra.

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Como cabe esperar de un documento de estas características, el informe tiene algunos elementos interesantes. Por desgracia, todos, o casi todos, caen del lado del diagnóstico. Eso no quiere decir que el diagnóstico sea un acierto pleno. No lo es. No puede serlo. Y no puede, porque las conclusiones de política económica que propone estaban escritas de antemano. Y para incluir esas políticas y excluir otras, era necesario que el diagnóstico fuera parcial. Y lo es.

Los políticos quieren someter ese entendimiento mutuo, sin intereses o propósitos mutuos a una receta mal concebida, a un conjunto pequeño y fijo de objetivos que pretenden que sean comunes

Quizás las palabras más interesantes sean estas que están casi en el arranque del documento: “La UE está entrando en el primer periodo de su historia reciente en el que el crecimiento no se verá respaldado por el aumento de la población. De aquí a 2040, se prevé que la población activa se reduzca en cerca de 2 millones de trabajadores cada año”.

La larga transición demográfica que está achicando las poblaciones de los países más ricos amenaza con reducir también el crecimiento de la producción. Podríamos tocar a una porción creciente y que aún así la tarta siga teniendo el mismo tamaño o menos, por el simple hecho de que seremos cada vez menos.

¿Podemos hacer crecer la tarta aunque nuestra población mengüe de forma consistente década a década? Este problema tiene consecuencias importantes para los gobernantes, pero no sé si tanto para los gobernados: una Europa con una proporción cada vez menor del PIB mundial tendrá un menor peso geopolítico.

Pero la cuestión hay que verla desde el lado de la productividad. El tiempo de los trabajadores puede ser más o menos productivo en función de un conjunto de circunstancias, pero sobre todo depende del capital que esté invertido, ya sea en los medios con los que cuente para realizar su trabajo, ya sea en la formación del trabajador, que por algo se llama capital humano.

Europa tiene un déficit de productividad. Dicho llanamente, después de la Gran Recesión, la productividad europea ha dejado de crecer, mientras que la de los Estados Unidos ha mantenido su camino. No se ha desviado, como hemos hecho nosotros. Es muy ilustrativo este dato que recoge el informe: “No hay ninguna empresa de la UE con una capitalización bursátil superior a 100 000 millones de euros que se haya creado desde cero en los últimos cincuenta años, mientras que las seis empresas estadounidenses con una valoración superior a 1 billón de euros se han creado en este periodo”.

Si Europa no vuelve a ser una economía productiva, no va a poder beneficiarse del crecimiento; un crecimiento que hoy tenemos que mirar en nuestro derredor, a oriente y occidente, o en nuestro pasado. Con menos medios, tendremos que renunciar a más cosas. Draghi señala que tendremos que elegir entre seguir siendo unos campeones de la descarbonización, mantener nuestro fracasado modelo social o convertirnos en líderes en las nuevas tecnologías.

Los dos primeros objetivos dependen de la capacidad de los Estados de redirigir la riqueza de la sociedad hacia esos dos propósitos políticos. El tercero depende de la vitalidad del sistema económico. O eso es lo que pensamos nosotros, pero pronto veremos que Draghi no es lo que tiene en mente.

El caso es que lo más importante, en su opinión, es que Europa debe “reenfocar sus esfuerzos colectivos en cerrar la brecha en innovación con los Estados Unidos y China”. Ya estamos viendo cuál es el tono del informe. Mientras luchamos contra Rusia de forma apenas soterrada, nos impregnamos del lenguaje y de la ideología soviética. Estamos avanzando hacia los años 60, pero del siglo pasado, y al otro lado del muro.

Draghi reconoce que la regulación asfixia a las empresas europeas, y que habría que quitar algún palo de esa rueda. Pero apenas menciona los impuestos. No dice que sean un obstáculo para el crecimiento de las startups, y sólo habla en esos términos en el apartado dedicado a la política anti energética; responsabilidad climática y descarbonización, lo llama.

Las trampas burocráticas a la innovación en Europa dañan la capacidad de comercialización de los nuevos productos. Es la comercialización la que provee a los productos de los medios para crecer, y de la información relevante sobre cómo reorientar el producto, si es necesario. El resultado es que las empresas se van. Dice el informe que el 30 por ciento de los “unicornios” fundados en Europa (startups que valgan más de mil millones de dólares) han abandonado este continente, más viejo que nunca. La mayoría a los Estados Unidos.

Otro de los frenos a la actividad económica en Europa son los precios de la energía, que son “dos a tres veces los de los Estados Unidos”, mientras que en el caso del gas natural el factor está entre cuatro y cinco veces los precios de aquel país.

Mario Draghi, por algún motivo, no presume del éxito de la descarbonización europea al mencionar estos datos. Es cierto que detrás del grueso de esta diferencia está el hecho de que Europa tiene que comprar menos energía a su principal proveedor foráneo, que es Rusia. Pero no hace ninguna indagación sobre cuál es la impronta de la política europea contra la energía en la actual deriva de los precios.

Bien, todo ello es conocido, y hasta aquí la originalidad del informe es escasa. Lo interesante es lo que se plantea para hacer avanzar la economía del continente. No perdamos de vista hacia dónde avanzamos: hacia un Jrushchov, o un Brézhnev.

La economía real, la economía de mercado, la colaboración económica que surge cuando nos dejan en paz, no tiene “objetivos comunes”, o “prioridades de política económica”. Es espontánea, abierta, impredecible. Descubre nuevas formas de atender nuestras necesidades, o nos propone hacer cosas que muy pocos habían imaginado. Convierte en oro al silicio. Hace que los circuitos hablen todas las lenguas. Pone en común a multitud de personas y organizaciones, muchas de las cuales ni se conocen entre sí, y situadas en cualquier parte del mundo, para fabricar los bienes más deseados. Inventa, crea, y hace obsoleto lo que ayer nos parecía imprescindible. En fin, que la economía real es un proceso abierto y cambiante, que no se deja atar por los pobres discursos de los políticos.

Pero éstos, los políticos, lo quieren aherrojar. Quieren someter ese entendimiento mutuo, sin intereses o propósitos mutuos a una receta mal concebida, a un conjunto pequeño y fijo de objetivos que pretenden que sean comunes. Tan comunes no son esos objetivos, cuando tienen que prohibir y obligar, robar y subvencionar a la sociedad para que ésta se ahorme a sus esquemas.

Pues bien, es esto de lo que nos habla Mario Draghi. Sí, tenemos objetivos comunes, pero nuestro problema, dice, es que nosotros los políticos no hemos dejado claras las prioridades. Dice que los recursos europeos son “comunes”. Al parecer, la propiedad privada no juega ningún papel aquí. Como el poder de Bruselas es limitado, Draghi observa con horror que esos recursos se están echando a perder. Tenemos un poder de gasto colectivo (la expresión es esa: collective spending) enorme. Pero su poder se pierde en la intrincada estructura institucional europea. Por lo que se refiere a la innovación, reconoce que hay varias iniciativas de gasto público (al parecer es así como surge la innovación, con gasto público), pero esos esfuerzos están descoordinados. ¿Un mercado común de capital? Sería deseable, sí, pero de nuevo necesitamos, dice Vladímir Draghi, más apoyo del sector público.

Dice que para ser verdaderamente productivos, tenemos que crecer a un ritmo del cinco por ciento anual, no visto desde los años 60 y 70 Para volver a ese crecimiento no propone acabar con el Tratado de Maastricht, como cabría pensar, ¡sino volver al Plan Marshall! Pero se duele de que la contribución de aquélla ayuda estadounidense supuso un empujón de uno o dos puntos porcentuales del PIB. ¿Y ahora qué hacemos?, parece preguntarse. Yo, humildemente, propondría ver qué hacen los países que sí crecen, y qué camino estamos siguiendo nosotros desde hace décadas. Pero Draghi quiere curar la enfermedad europea ahondando en sus causas.

Foto: Mirek Pruchnicki.

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