Íñigo Montoya llevaba una considerable borrachera. Apenas era capaz de moverse o articular palabra cuando Fezzik lo encontró en el bosque. Se giró hacia la mole de más de dos metros y le recordó lo que Vizzini le había recomendado si todo salía mal. Vuelve al principio le dijo, y eso hizo. Allí, en eso mismo lugar, en ese bosque era donde habían comenzado sus aventuras el siciliano, el español y el gigante, allí donde estaba ahogando las penas en alcohol el espadachín. Hoy esta sencilla frase me parece un gran consejo.
Cuando las cosas se tuercen nunca está de más ver de dónde venimos, en dónde está el principio y seguir nuestros propios pasos hasta el lugar en que nos encontramos. Qué duda cabe que nos hallamos frente a una encrucijada. Una sociedad polarizada de mil formas, hombres, mujeres, opresores y oprimidos, derechas e izquierdas, vacunados o no. Una clase política iletrada, reflejo de una sociedad que acumula incultura cívica como el que almacena latas de conserva para el apocalipsis, separando su camino del de la realidad, cambiando hechos por conveniencia. Unas élites acomodaticias, a las que tanto da carne o pescado, mientras puedan acercarse al sol que más caliente o al árbol que más sombra dé. Un cúmulo de circunstancias que dibujan el peor escenario que se recuerda si acaso desde la Segunda Guerra Mundial y en el que los más pesimistas ya intuyen similitudes con lo ocurrido hace ahora más o menos un siglo.
El miedo, ya se sabe, es estupendo para mantenernos alerta, pero funesto para guiar nuestra existencia
No creo que estemos viviendo una época excepcional en el sentido estricto de la palabra. Esto no es ninguna excepción. Tan solo ocurre que para lo de vivir no hay entrenamiento y vamos devolviendo las bolas a trompicones conforme nos las lanza el destino. Esto de las pandemias ocurre una vez en la vida, siempre que sean sucesos fortuitos los que las provoquen, de ahí lo absurdo de legislar para excepciones que ocurren de siglo en siglo, pero hay que reconocer que una es más que de sobra. Por cierto, si los hechos no son fortuitos no son necesarias tampoco leyes de pandemias, hacen falta más bien criminales entre rejas, vengan de las favelas de Rio de Janeiro o lideren el Partido Comunista de algún lugar.
Ahora que el suelo parece no querer dejar de moverse bajo nuestros pies es momento de dar un paso atrás, o a un lado, si lo prefieren, y volver al principio para estudiar qué nos trajo hasta aquí. Pongamos que el principio fue hace cien años, más o menos tras las dos Grandes Guerras. Encontramos el contraejemplo evidente que nos obliga a convenir en que el señalamiento del diferente bien sea hombre, negro o no vacunado acaba por conformar sociedades gobernadas por regímenes totalitarios que acaban muy mal y demasiado tarde. Estas dictaduras son solo producto de un miedo y un desconocimiento – o directamente, ignorancia consciente – mal canalizados por líderes megalómanos y faltos de todo escrúpulo. Algunos se rasgan las vestiduras si se criminaliza a tal o cual raza o a este u otro sexo, pero señalan con el dedo a los no vacunados, como si tuviera algún sentido tener miedo de alguien no protegido frente a una enfermedad cuando tú sí lo estás. Negar la atención médica a los no vacunados y no negársela a fumadores, bebedores o deportistas de riesgo es un absurdo que no entiendo como no ven. Sin duda somos todos esclavos de nuestros sesgos, nuestras pasiones y de nuestros fantasmas.
No importa cuál sea el rebaño al que pertenezcas, cuando se hayan cepillado a los socialistas, a los sindicalistas y a los judíos, como en el aserto del Museo Memorial del Holocausto, vendrán a por ti y no quedará nadie para defenderte, por lo que, si este es el principio desde el que las cosas nos empezaron a ir medianamente, concluiremos que es mucho más positivo vivir y dejar vivir. El prejuicio sobre los estándares de vida del resto se fundamenta más en el miedo que en cualquier otro cimiento, y el miedo, ya se sabe, es estupendo para mantenernos alerta, pero funesto para guiar nuestra existencia.
Estoy seguro de que algunos fecharan el inicio de las aventuras de la Sociedad Occidental en la Ilustración, quizá en el Imperio Romano o en Grecia. De todos aquellos momentos se pueden sacar enseñanzas y todos ellos son puntos de inflexión en el rumbo de la civilización que nos han traído hasta nuestros días. Los griegos inventaron la Democracia, como forma de poder del pueblo y los romanos instituyeron las leyes y el derecho como procedimientos de resolución de conflictos entre los ciudadanos libres romanos antes que como guía para el sometimiento, que es lo que son nuestras leyes actuales.
En los siglos XVIII y XIX se dio forma a aquella Democracia primitiva para convertirla en una estructura social más moderna, desprovista de supersticiones y desigualdades. Todos los ciudadanos tenían los mismos derechos y obligaciones, sin importar su procedencia o sus creencias y ningún poder podía ejercerse contra la voluntad de nadie si no se había demostrado su culpa primero. No era el quién, sino el qué aquello que era punible. Al contrario de lo que se grita hoy en día. No eran sistemas perfectos, dudo que nadie se lleve a engaño, pero hasta cierto punto teníamos sobre el papel modelos que situaban a todos los hombres en el mismo punto de partida para alcanzar sus metas vitales.
Existen aún muchas posibilidades de profundizar en las libertades y en la mejor convivencia cívica de las personas, como separar las leyes del territorio o al poder de la economía, pero para ello es necesario tomar aire y echar la vista atrás. Volver al principio. Recordar las bases sobre las que nos asentamos. Dejar a un lado el miedo y tomar los hechos que puedan probarse como referencia de nuestros movimientos. Juntarse con Vizzini y con Fezzik y jamás olvidar que al final Westley era el Pirata Roberts y viceversa. La realidad se parece más a las películas de Tarantino, donde los malos no son tan malos y los buenos… en realidad no hay, que a cualquier ñoñería de superhéroes al uso. También a Sin Perdón, dónde el bueno es un asesino y el malo es el sheriff. Y vale que yo también he bailado como Michael Madsen al son de Steelers Wheel y he preguntado al entrar a un bar quién es el dueño de esta pocilga, pero prefiero emular a Íñigo Montoya, florete en ristre, igual que todos ustedes, confiesen.
Ya ven que todo está lo mismo en espesos volúmenes que en divertimentos mucho más prosaicos. Esto de vivir no necesita más de cuatro ideas sólidas, eso que llaman principios, que, aunque no lo parezca, se pueden sacar de cualquier entretenimiento. Vuelvan donde empezó todo. Es sencillo: Hola. Me llamo José Luis Montesinos. Tú mataste mi Libertad. Prepárate a morir.