Hace no mucho un buen amigo me relató cómo, de joven, se integró en el mercado laboral hace poco más de tres décadas, lo que en medida de tiempo histórico equivale a ayer mismo. En la empresa en la que inició su andadura primero fue mensajero, porque entonces los servicios de mensajería estaban poco implantados y las empresas con algún recurso solían tener su propio personal para esta tarea. Después le bajaron de la moto para colocarle de “chico para todo”. Entre sus obligaciones estaba hacer una ronda a primera hora de la mañana para tomar nota a sus compañeros y bajar al bar de la esquina para encargar bocadillos a la carta, a continuación, tenía que limpiar y ordenar los utensilios de trabajo, reponer consumibles y, en general, realizar cualquier tarea menor que le fuera requerida por cualquiera, incluso barrer el suelo.
Como era costumbre en esa empresa, y también en otros muchos lugares, se le adjudicó un mote para reflejar su situación. Puesto que acababa de empezar, no sabía nada, no entendía nada y no tenía derecho a nada, elegirlo fue fácil: le pusieron Nada. Y con ese nombre atendió mil y un requerimientos durante meses, “Nada, haz esto”, “Nada, trae lo otro”, “Nada, limpia aquello” fue su rutina cotidiana, y lo sobrellevó sin poner mala cara ni revolverse, porque la actitud era clave en el proceso.
Pero ser un diligente chico de los recados no bastaba, es más, podía convertirse en una trampa, porque el truco para sobrevivir consistía en ser cada vez más útil. Tenía que buscar huecos en su ajetreado ir y venir para intimar con algún empleado que tuviera a bien enseñarle tres o cuatro cosas del oficio. Lo primero que aprendió es que no debía abusar del ocasional maestro, por lo general poco paciente, haciendo mil y una preguntas, debía pensarlas bien antes de formularlas. Era mejor hacer tres preguntas certeras en toda una jornada que muchas, porque, si observaba con atención lo que hacía su maestro, la mayoría las podía responder por sí mismo.
Las prolíficas titulaciones universitarias, las infinitas especializaciones y la nutridísima oferta de formaciones posgrado se han constituido en una panoplia de productos que se adquieren para puentear los duros trámites de la vida, permiten certificar burocráticamente que se es alguien cuando en realidad todavía se es Nada
Así estuvo durante un año, hasta que una mañana le dijeron que el gran jefe había convocado una reunión a la que debía asistir. Se quedó perplejo. Él no tenía ese privilegio. Pero ahora le convocaba ni más ni menos que el mandamás. Aún estaba digiriendo la noticia cuando entró en una sala abarrotada. Todos estaban allí, en medio de un silencio sepulcral, la mayoría de pie y unos pocos sentados alrededor de una gran mesa. En una de las cabeceras, presidiendo, estaba el gran jefe. En el extremo opuesto, una silla sin ocupar, lo que le llamó la atención. Pronto descubriría por qué. El gran jefe le clavó la mirada y con un gesto de su mano, y la gracia de un monarca, le conminó a que ocupara el asiento vacío. Obedeció con la diligencia de un autómata, mientras su corazón amenazaba con estallarle en el pecho. La reunión había sido convocada para él. Después de año y medio, llegaba la hora de la verdad. Sabría si se había superado la prueba o tendría que volver a empezar en otra parte.
El gran jefe se apiadó de él y no prolongó su sufrimiento. Sin apenas prolegómenos, salvo los estrictamente necesarios, le comunicó que había superado el meritoriaje. Después de un par de bromas a su costa para distender el ambiente, hizo oficial su incorporación a la plantilla: “A partir de ahora ya no eres Nada, eres alguien. Bienvenido”. Dicho esto, la reunión se dio por concluida y los asistentes comenzaron a salir de la sala no sin antes felicitarle con los palmetazos y chascarrillos de rigor.
“Aquel fue uno de los mejores momentos de mi vida”, me confesó mi amigo. “Fue duro. Soporté infinidad de novatadas y bromas pesadas. Tuve que tragarme mi orgullo durante año y medio y hacer una cura de humildad absoluta”, continuó. “Que mi nombre fuera Nada, sin embargo, me sirvió para aprender una lección de vida que hoy seguramente sería tipificada como maltrato o abuso, posiblemente delito”. Y añadió: “Pero era la verdad. Cuando entré allí, no sabía nada y no servía para nada. Por más que se me supusieran unos conocimientos, lo cierto es que, de cara a la empresa, era una absoluta nulidad, un peso muerto cuya única opción de supervivencia era hacerse útil de alguna manera. Y eso pasaba por asumir las tareas más pedestres y tediosas. Tareas que en tu casa evitabas siempre que podías, allí aprendí a hacerlas con devoción y una sonrisa de oreja a oreja. Aprendí, en definitiva, a bregar con lo que la vida me ponía por delante sin el amparo de nadie. En año y medio maduré lo que no había madurado en años”.
Después, ya liberado de su condición de chico para todo, tuvo que pasar por diferentes departamentos y seguir aprendiendo hasta que la empresa decidió cuál era su ubicación según las cualidades que había evidenciado.
Evitar el sufrimiento
Hoy, aunque en muchos oficios los aspirantes todavía tengan que hacer su travesía en el desierto, ya no se aplica este tipo de meritoriaje que, salvando las distancias, era similar a lo que los países anglosajones llaman “training”. Lo que en alguna medida es un error. Y no por la dureza, sino en cuanto a su calculada intención, casi filosófica. Aquella forma de “enseñar”, donde se empezaba realizando tareas sin cualificación alguna, muy alejadas de la supuesta calificación del aspirante, no era cruel ni gratuita: funcionaba. No se trataba de explotación, sino de formación de abajo arriba. Los estudios, de partida, no contaban. No se era mejor por definición que un mozo de carga, de hecho, el mozo estaba infinitamente mejor considerado porque demostraba su utilidad todos los días.
Cierto es que ya entonces aprobar determinadas carreras confería una posición envidiable, pero esas carreras se contaban con los dedos de una mano… y sobraban dedos. Sin embargo, desde entonces hasta hoy, las prolíficas titulaciones universitarias, las infinitas especializaciones y la nutridísima oferta de formaciones posgrado se han constituido en una panoplia de productos que se adquieren para puentear los duros trámites de la vida, permiten certificar burocráticamente que se es alguien cuando en realidad todavía se es Nada. Se evalúan títulos más que logros, promesas más que hechos reales, aptitudes para poder alcanzar el resultado, más que el resultado mismo. Se ha establecido así un sistema de acceso al mundo donde cada vez es más difícil adquirir esa capacidad de resistencia tan útil y necesaria. Una capacidad que el modelo educativo no sólo ignora deliberadamente, sino que repudia y hurta a las personas.
No hace demasiado, en el mundo laboral todavía era una idea extendida que la persona debía hacerse de forma completa, que estudiar era importante, pero no suficiente. Hacía falta construirse de abajo arriba, de forma completa. Había que demostrar conocimientos, pero también fuerza de carácter para ganarse la confianza y el respeto de los otros. Una vez logrado esto, la vida se contemplaba como un largo camino de crecimiento personal. Se empezaba siendo Nada, como mi amigo, y se luchaba para llegar a ser ese hombre solo frente al resto, ese sujeto capaz de sobreponerse a la multitud. Una persona, en definitiva, cuyos derechos no le eran concedidos por una institución educativa o un gobierno, sino que, a pesar de nacer con ellos, eran revalidados a pulso.
Las democracias liberales, que se basaban en principios sencillos e inteligibles, han dado paso a construcciones administrativas donde el «Evidence Based Policy” se ha erigido en el argumento de autoridad con el que unos pocos imponen su voluntad al resto
Llama poderosamente la atención lo extendido que está hoy el sentimiento de alienación y de derrota entre demasiados jóvenes y también entre muchos que no lo son tanto. Se apela a la palabra de moda, resiliencia, como si fuera un bálsamo de Fierabrás que, dada la urgencia del momento, puede suministrase mediante terapia. Los libros de autoayuda, de psicología social y derivados proliferan, y, en un mundo donde cada vez se lee menos, se convierten en superventas.
Pero los manuales de construcción personal no pueden obrar milagros, si acaso estimular propósitos de cambio y promesas que, por lo general, no se consolidan con el tiempo. Lo que no se aprendió mediante la experiencia, no se puede adquirir con la lectura de un manual de autoayuda. Cómo convertirse en una persona completa no es algo que pueda resolverse en una serie de capítulos más o menos persuasivos y amenos. El duro proceso de frustración y superación, ese caerse para volver a levantarse no puede ser emulado virtualmente, de forma teórica. Su vació no se llenará nunca, será una carencia con la que habrá que bregar toda la vida.
Mundo complejo, mentes débiles
El mundo ha mejorado mucho, sin duda, pero no todos los cambios que el progreso ha traído consigo no han hecho la vida más fácil. Las transformaciones globales y los avances tecnológicos han alumbrado un mundo bastante más complejo que el de nuestros padres y abuelos. Esto ha generado un desconcierto que afecta, aunque de distinta forma, a jóvenes y adultos, y ha servido para imponer la idea de que, puesto que el mundo se ha vuelto extremadamente complicado, sólo las élites pueden analizarlo, comprenderlo y planificarlo. Así, las democracias liberales, que se basaban en principios sencillos e inteligibles, han dado paso a construcciones administrativas donde el «Evidence Based Policy” se ha erigido en el argumento de autoridad con el que unos pocos imponen su voluntad al resto. Esto ha desembocado en ansiedad y en polarización, porque la gente intuye que algo no termina de marchar, pero las élites afirman que quienes rechazan el actual statu quo lo hacen movidos por su ignorancia y porque son manipulados. Sin embargo, no se trata de necios ni simples exaltados. Ocurre que, cuanto más insensibles se muestran las élites, más impotencia e irritación se acumula en los descontentos.
La complicación del mundo ha corrido pareja a la alienación del individuo y a la idea de que la política puede y debe resolver todos los problemas, todos los conflictos. En consecuencia, las personas se han desentendido de sus obligaciones y se han debilitado. En este círculo vicioso, que gira y gira sin parar, la política se ha vuelto cada vez más enrevesada, imposible de abarcar para la gente corriente: una materia cuya interpretación queda reservada a una élite de expertos.
Somos una teoría de la conspiración sobre la teoría de la conspiración de la teoría de la conspiración porque muchas personas sienten que se han vuelto extremadamente vulnerables, que sólo son un dato agregado en las estadísticas, que han perdido su libre albedrío, su independencia, su condición de ciudadanos en igualdad de derechos y responsabilidades con otros, y cualquier capacidad de control sobre la política, que es la esencia de la democracia. Estas personas están reaccionando contra el statu quo y su visión del mundo, porque no es una verdad revelada, como se pretende hacer creer, sino una opinión discutible e incompatible con los principios de igualdad de derechos y responsabilidades que forjaron Occidente.
Esta encrucijada no se resolverá recurriendo a terapias ni a libros de autoayuda, tampoco mediante fórmulas políticas milagrosas, sino mediante el regreso decidido a los viejos principios, aquellos que promovían el crecimiento personal de cada uno. Puede que el mundo se haya vuelto extremadamente complejo, pero esos principios, hoy denostados, siguen siendo imprescindibles, por cuanto no tienen como finalidad resolver lo irresoluble, como falsamente prometen los políticos, sino proporcionarnos la fortaleza con la que afrontar las incertidumbres de la vida.
Un sistema burocrático que nos acredita para creer que somos alguien, y luego nos convence de la inutilidad de todo cuanto hacemos, es una perversión, en tanto que invierte el orden natural de las cosas y liquida la lógica. Así que, al menos, hay una buena noticia. La disyuntiva a la que nos enfrentamos es, pese a todo, bastante simple, consiste en escoger entre ser Nada o ser alguien frente al mundo.
Foto: Xan Griffin