Mucho se está hablando en estos días de la separación de poderes. Las luchas políticas por el control del Consejo General del Poder Judicial hacen saltar chispas en las tertulias y teclas en las redacciones. No parece que nuestros próceres políticos se cansen de asesinar a Montesquieu una y otra vez. El barón francés, sin duda con acierto, aseveró que los poderes que deben separarse, ejerciendo de contrapeso uno de otro. El Legislativo no ha de inmiscuirse en el Judicial, para no ser juez y parte, ni éste en el otro, ni ninguno de ellos en el Ejecutivo, con todos sus viceversas. Hoy, por el contrario, el Ejecutivo cohabita con el Legislativo y ambos tratan sin descanso de sodomizar desvergonzadamente al Judicial, parasitando además otros contrapesos que siempre se entendieron como externos al poder estatal formalmente establecido, como son el poder económico o la prensa.

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La estructura de poderes se aleja un buen trecho de lo que siempre se entendió como democracia. La semántica colectivista ha convertido el poder del voto en una expresión sagrada de la religión estatista y la transustanciación de las papeletas termina produciéndose al concentrar en unos pocos el poder de ejecutar mágicamente los deseos de todos los demás, convirtiendo en sermón la propaganda política y creando un conjunto de creencias propias de cualquier secta autodestructiva.

Una constitución, para que pueda considerarse democrática, debería establecer, sin ningún género de dudas, los límites del poder. Aquello que el Legislativo puede legislar o que el Judicial puede juzgar

La democracia en sí misma, no es ningún valor. No es buena ni mala. Es una mera herramienta de toma de decisiones y convivencia entre personas que ocupan un mismo espacio físico y que puede ser bastante útil si la pensamos como la pensaron los ilustrados y un auténtico despropósito totalitario si la aplicamos como se pretende en el siglo XXI. La posición que hay que tomar frente a una u otra forma de organizarnos debe basarse en las consecuencias que aporta para la vida de las personas. Los sistemas democráticos son de largo mejores que los dictatoriales, pues que han permitido a mayor cantidad de gente desarrollar sus proyectos de vida de forma más pacífica y en mejores condiciones socioeconómicas, pero puede darse el caso que en sociedades más civilizadas se puedan adoptar otros sistemas que mejoren los resultados democráticos.

Atendiendo a los resultados, podemos confirmar, sin riesgo a equivocarnos, que allí donde la separación entre los poderes estatales formales y el poder económico es más nítida, los ciudadanos gozan de una mayor salud económica. Podemos, si nos place, confirmar que ocurre lo mismo en muchos otros aspectos de la vida de los ciudadanos: a mayor distancia del poder mejor rendimiento para el pueblo llano.

Si bien la separación de poderes es básica para que el Estado no atropelle a los sufridos contribuyentes, es del todo insuficiente. Las democracias modernas, antes incluso de esta fiebre religiosa que ha convertido las papeletas de voto en hostias, adolecían de un mecanismo que siempre se dejó al albur del legislador constituyente y de su bondad, y que amenaza con fagocitarlas. Una constitución, para que pueda considerarse democrática, debería establecer, sin ningún género de dudas, los límites del poder. Aquello que el Legislativo puede legislar o que el Judicial puede juzgar.

Este requerimiento puede enunciarse de forma sencilla como “todo aquello que no les esté expresamente permitido a los mandatarios, a los miembros del poder, les está totalmente prohibido”. Resulta más sencillo que enumerar todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida, que jamás debieron dejarse en manos de políticos y gobernantes de medio pelo. Nuestras finanzas o nuestros amoríos, la investigación y la ciencia, la educación de los hijos o qué sustancias nos metemos en nuestro cuerpo, son cuestiones sobre las que ningún juez debiera poder juzgar, ningún legislador legislar y, por supuesto sobre las que ningún gobernante debiera poder ejecutar mandato alguno.

Si las cartas fundacionales de los Estados ya sobrepasan estas líneas rojas, es evidente que nada bueno puede surgir del invento. No tienen más que echar una mirada a su alrededor. La democracia debió nacer autolimitada para evitar llegar donde estamos ahora. Pueden llamarme Capitán Aposteriori si les place o espetarme aquello de a cojón visto, macho seguro, pero lo que no me negarán es que desde la propia definición de democracia es necesario establecer sus límites. Nadie tiene por qué tener poder para decidir sobre mi dinero o mi vida, por el mero hecho de meter un papel en una caja.

Son muy pocas las cosas que se pueden decidir en condiciones de respeto a la Libertad en una votación. Si a través de ella puede redactarse cualquier tipo de ley sobre cualquier pequeña parte de nuestra existencia nos estaremos acercando sin frenos a la dictadura de la mayoría. Ese poder tenía que haber venido capado de serie. De nada sirve que separemos los poderes si estos son infinitos. Si no los limitamos desde el inicio podremos acabar por prohibir la investigación o subir los impuestos a empresas que no existen. No me cansaré de repetirlo: cuando diseñen una ley o un sistema de gobierno, pónganlo en manos de sus peores enemigos. No hay más que ver como está funcionando España estos días para saber que es lo que no hay que dejar hacer jamás a ningún político.

Foto: shahreboye


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José Luis Montesinos
Soy Ingeniero Industrial, me parieron autónomo. Me peleo con la Administración desde dentro y desde fuera. Soy Vicepresidente del Partido Libertario y autor de dos novelas, Johnny B. Bad y Nunca nos dijimos te quiero. Escribí también un ensayo llamado Manual Libertario. Canto siempre que puedo, en cada lugar y con cada banda que me deja, como Evanora y The Gambiters.