A los ancestros hay que merecérselos. Incluso para oponerse a ellos hay que estar a su altura. Perder la perspectiva sobre quiénes fueron, qué hicieron y contra qué lo hicieron no señala más que una profunda ignorancia e incapacidad de “admirar con violencia y penetrar con amor[1]” en sus entresijos. Y nuestra cobardía: la de convertir la historia en el estercolero de nuestras taras[2] como si así pudiéramos conjurar los males presentes.
Al igual que los peces boquean en el Mar Menor intentando escapar de un medio que hemos vuelto tóxico, nosotros, los últimos hombres del rutilante siglo XXI también agonizamos intentando escapar de un entorno cada vez más emponzoñado y hostil: el mundo que recibimos en herencia, con todos sus errores y aciertos, y que no es materia distinta de aquel que construimos día a día y del que somos autores y cómplices.
Es evidente que sentirse heredero resulta la posición más cómoda y ventajosa. Uno puede achacarle todos los males que padecemos a un intrincado y oscuro pasado de abusos e injusticias y, de ese modo, situarse estratégicamente en la periferia del mal, al margen de sus causas agentes y eficientes.
Sea esta la Inquisición, el capitalismo, la Revolución de octubre, el islam, el patriarcado o la inmigración, el caso es delimitar perfectamente un territorio del mal que nos permita encapsular en una burbuja de inocencia nuestra responsabilidad presente
Nos convertimos así en unas indefensas víctimas que gimotean de impotencia mientras se vengan confeccionando su puntillosa lista de agravios y culpables. Sea esta la Inquisición, el capitalismo, la Revolución de octubre, el islam, el patriarcado o la inmigración, el caso es delimitar perfectamente un territorio del mal que nos permita encapsular en una burbuja de inocencia nuestra responsabilidad presente, anulando así la posibilidad de ejercer una acción creativa, enérgica y consciente sobre el mundo. Mediante este ardid, todo lo no digerido, aquello que en el ahora nos parece inasimilable en nosotros mismos y que refrenamos y mantenemos oculto por considerarlo reprobable, violento, inadecuado o malvado, es proyectado de manera inconsciente como cualidad esencial de un enemigo exterior, pasado o presente, al que hay que someter o aniquilar.
Es así como funciona el arquetipo de la sombra según C. G. Jung, ya sea a nivel del inconsciente individual o colectivo: todo el mal que negamos en nosotros mismos tiende a ser proyectado en el exterior. El culpable es siempre otro, una copia en negativo que encarnará y ejecutará contra nosotros todas aquellas negativas cualidades reprimidas. Porque lo inadmisible proyectado siempre viene devuelto y con creces o tiende a desbordarse por cauces imprevisibles cuando es vivido como algo ajeno e impropio. Como una pura y peligrosa alteridad de la que estamos, por un lado, enajenados y, por otra, protegidos. La astucia de lavarse las manos se paga cara.
“En lo que concierne al ámbito de lo colectivo –nación, raza, religión–, el proceso de creación de enemigos adquiere proporciones míticas, dramáticas y, frecuentemente, trágicas. Las guerras, las cruzadas y las persecuciones, por ejemplo, constituyen la expresión más terrible de esa sombra que forma parte de nuestro legado instintivo tribal. No es de extrañar que las mayores atrocidades de la historia de la humanidad se hayan perpetrado en nombre de causas justas cuando la sombra de toda una nación –o un grupo humano– se proyecta en la figura del enemigo y llega a convertir, de este modo, a otro grupo humano en infiel, cabeza de turco o chivo expiatorio de nuestras propias culpas[3].”
A nivel colectivo, España se ha convertido en una gigantesca sombra que debe absorber, para sobrevivir, las innumerables contradicciones e iniquidades de sus actores presentes. Los acontecimientos de estos últimos años, especialmente en Cataluña, lo ejemplifican.
En el contexto actual de desguace de los Estado-nación del sur de Europa por el globalismo financiero y transnacional como parte del proyecto de creación de una Europa de las Regiones, aflora con virulencia en nuestro país todo aquello que no supimos o no pudimos solucionar en el pasado y que, inmediatamente después de la muerte de Franco, fue reprimido por miedo a una vuelta atrás, cierto, pero también, y con la misma intensidad, por una falta de valentía, escrúpulos y honestidad de una clase política que se reorganizó mediante consenso para obtener poder, dinero y privilegios a costa de impedir que la sociedad civil pudiera darse un sistema democrático con verdadera representación y separación de poderes. De aquella claudicación, estos lodos: el sistema de corrupción generalizada que padecemos y que se sigue, misteriosamente, refrendando en las urnas.
Bosquejado el contexto –inasumible aún por una gran mayoría que prefiere seguir engañada[4] o autoengañarse antes que enfrentarse a verdades incómodas–, se fomenta actualmente desde el poder un juego de proyecciones que va carcomiendo peligrosamente la convivencia. Ahora mismo, unos dos millones de catalanes han encontrado el enemigo perfecto: no me refiero al corrupto régimen de partidos; tampoco al sistema económico global que asfixia la vida y mercantiliza hasta el aliento; ni siquiera al terrible endeudamiento de nuestras generaciones futuras al dictado de Bruselas, al incremento de la desigualdad o al páramo demográfico… No. El enemigo es una entidad abstracta y tan mítica como la Atlántida del Critias de Platón, que es investida de manera esencialista y ahistórica con los peores caracteres que puedan imaginarse. Así, la Puta Espanya que ens roba, es un infierno poblado por feixistas, ñordos y colonos que subyugan y oprimen a los indefensos catalanes, gente de pau y de bien.
A mayor demonización del adversario, mayores virtudes adquiere su víctima. Igual que en el canibalismo ritual de los guaraníes, comerte a tu enemigo te permite adquirir sus atributos y habilidades. O su territorio
La creación de un enemigo requiere un doble proceso: la deshumanización completa del adversario, por un lado, y la total idealización de la “víctima”, por otro. Ambas se complementan como la cara y cruz de una moneda. A mayor demonización del adversario, mayores virtudes adquiere su víctima. Igual que en el canibalismo ritual de los guaraníes, comerte a tu enemigo te permite adquirir sus atributos y habilidades. O su territorio.
Distorsionando la realidad hasta extremos grotescos, el nacionalismo catalán se ha erigido en el portavoz de unos valores que niega a los demás: libertad, igualdad y justicia serán instauradas una vez la República-de-los-Puros eche a andar. Mientras, todo tipo de tropelías y bajezas son permitidas y alentadas en su nombre. ¡Alabado sea Pujol! No importa si gran parte de esta proyección ha sido metódicamente orquestada e insuflada en sus mentes por una oligarquía local que no puede presumir de las virtudes que predica y que utiliza a sus cachorros de carnaza. A los nuestros, todo se les perdona. Utilizando medias verdades y una memoria selectiva y sesgada, hemos de reconocer que han sido maestros de la propaganda. Burda, sí, pero eficaz, habida cuenta sus resultados.
Si a nivel individual la proyección funciona como un mecanismo mitigador de culpa y responsabilidad, a nivel grupal funciona exactamente igual, salvo que su capacidad destructiva es mucho mayor. A modo de catarsis o paranoia colectiva, una masa iluminada puede conducirse fácilmente al desastre o provocarle severos daños al enemigo imaginado. Y hay que decirlo: puede desencadenar una guerra[5]. Que el gobierno español se desentienda y no aplique con contundencia y a modo de contención los recursos que le amparan y de los que dispone, nos lleva a sospechar que aquí hay gato encerrado de tres pies[6]. Conviene recordar que en 2010 el presidente Zapatero decretó un estado de alarma para zanjar un conflicto laboral con los controladores aéreos. Será que el guerracivilismo patrocinado es menos alarmante que la espantada de turistas.
Estos fenómenos grupales no irrumpen de la nada. Se incuban muy lentamente hasta formar un caldo con numerosos ingredientes. Uno de ellos es, precisamente, el propio estado de partidos surgido de la Transición. Todo partido implica partidarios, facciones, división social. Su lógica debiera responder a la legítima defensa de los distintos e incluso antagónicos intereses de la sociedad civil y no a mezquinos y personales propósitos, cenitalmente impuestos desde unas elites que obran sus pactos a puerta cerrada. En el actual panorama de maniqueísmo político de rojos contra fachas, somos manipulados inmisericordemente por la propaganda de una derecha acomplejada que quiere hacerse perdonar sus crímenes y coqueteos con el franquismo y una izquierda narcisista y demagoga que necesita borrar ciertas huellas[7] para que no sigamos la pista de un pasado, el suyo, que no fue ni tan virtuoso ni estuvo exento de barbarie.
El fondo de pantalla sobre el que se precipitan estos accidentes es España (y la Nación española entendida en el sentido molecular deleuziano). Frente a la asunción colectiva del hechizo de la leyenda negra[8] que surgió como una necesidad difamatoria propagandística de los nacientes Estados Nación europeos para arrebatarle el espacio de soberanía al imperio español, resulta asombroso que España no haya sabido defenderse. Es incomprensible su manso sometimiento a la deformada imagen proyectada[9]; la ausencia de una estrategia contrapropagandística que limitara los daños pasados y presentes. Nos cuesta trabajo entender tamaña claudicación que aún se arrastra en el marco de la actual Unión Europea y que explica, también, toda la farfulla de vicios y ofensas con que los propios españoles se autocalifican: un país de vagos, atrasado y paleto, colonialista y genocida, irrespetuoso con derechos humanos y racista…
Si el mecanismo proyectivo de la sombra permite que el que lo ejecuta quede en una posición de superioridad moral y exento de responsabilidad, es interesante comprobar que la Nación española ha utilizado el mecanismo psicológico totalmente inverso: la introyección, proceso que internaliza los rasgos y atributos proyectados por otros como si fueran propios. Si en la proyección el proceso es alienante y protector, en la introyección es identificador: se asimilan rasgos y cualidades ajenos que pueden ser nocivos e incluso autodestructivos para quien los asume. Si la proyección es exculpadora, la introyección es culpabilizadora y reactiva. Nos obliga a cargar con un fardo de negatividad ajena que agota nuestras fuerzas y limita cualquier acción vigorosa y desacomplejada dentro y fuera de nuestras fronteras. Sobrada tarea tenemos ya con apechugar con nuestros propios males.
Actualmente vivimos en la agitación y pesadumbre que suscita esta paradoja no resuelta del juego entre lo proyectivo y lo introyectivo. Nadie está haciendo lo que CREE que está haciendo. Confusas masas sirven involuntariamente a propósitos contrarios a sus reivindicaciones, azuzados por intereses de partido y manipulados por los medios de comunicación a su servicio[10]. Salir de este atolladero no será nada fácil y requerirá altas dosis de conciencia y autocrítica colectivas. Y mucha valentía.
Si aquellos que detentan el poder y tienen la facultad de institucionalizar la mentira siguen obstinándose, como única solución para conservar sus privilegios, en promover la fractura social y la balcanización de España, será la propia sociedad civil, la Nación española, la que finalmente acabe estallando y rompa definitivamente con un régimen gripado que obstruye y tapona los canales que debieran dar salida a tantas luces, que son muchas y extraordinarias.
[1] Nietzsche.
[2] A las mientes me viene aquel exabrupto de Ada Colau respecto a la figura del Almirante Pascual Cervera al que la alcaldesa sometió a damnatio memoriae, después de espetar que “era un facha”. ¡Ahí queda eso!
[3] Encuentro con la sombra. El poder del lado oscuro de la naturaleza humana. Edición a cargo de C. Zweig y J. Abrams. Editorial Kairós, Barcelona, 2004.
[4] No hay que menoscabar el papel de los medios de comunicación en el infatigable blanqueamineto de este sistema de corrupción al que siguen llamando “democracia”.
[5] Caza de brujas, Cruzadas, persecuciones y expulsiones de población, genocidios contra minorías étnicas o religiosas… todos ellos son ejemplos de delirios colectivos que utilizan la proyección como mecanismo para crear y, después, destruir con extrema violencia y sin culpabilidad al adversario.
[6] Cabe conjeturar que el independentismo no sea un fin en sí mismo, sino un medio de presión y desestabilización para alcanzar otros objetivos no explícitos, como, por ejemplo, pactar una Segunda Transición que permita reformar la Constitución para iniciar un proceso de federalización en España. De este modo, las oligarquías locales, ahora en pugna, reordenarían en un nuevo “reparto” la porción del botín que les corresponde y el globalismo internacional avanzaría un poco más en su proyecto de una Europa de las Regiones que purgue de trabas sus negocios.
[7] La ley de Memoria Histórica aprobada el 31 de octubre de 2007 durante el gobierno de Rodríguez Zapatero daría para escribir un artículo completo.
[8] El análisis más completo y pormenorizado sobre la leyenda negra me parece, sin duda, el de Elvira Roca Barea: Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el imperio español. Siruela, Biblioteca de Ensayo, Madrid, 2016.
[9] España es el problema; Europa, la solución, dirá Ortega y Gasset.
[10] La responsabilidad de las televisiones públicas y de la prensa tradicional en el acrecentamiento de la actual fractura social debiera ser objeto de un minucioso análisis. El NODO de la dictadura ha devenido hoja parroquial de los distintos partidos y de los intereses que los sustentan. Informativos y tertulias no son más que espejos cóncavos que nos devuelven una realidad totalmente deformada y grotesca. Esperpéntica y falsa.
Foto: Mr Cup / Fabien Barral