Lo sucedido y lo que posiblemente va a suceder en Chile muestra el futuro de las democracias liberales. La estampa que difunden los medios de información es la de un pueblo descontento, donde jóvenes, adultos y mayores han puesto pie en pared. La “desigualdad”, concluyen los politólogos, es el catalizador de la revuelta. La BBC, junto con otros grandes medios, proyecta sobre los espectadores imágenes de la profundidad de este descontento, simbolizado por ancianos, con sus cabezas coronadas por el blanco venerable de las canas, golpeando cacerolas. Adultos agitados por la ola de descontento juvenil.

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Pero es una imagen artificial. Porque la revolución no surge de la espontaneidad del pueblo, sino de una vanguardia que tiene su base de operaciones en la universidad y ahora también en los institutos, en los colegios. Entornos infectados de ideología donde se refugiaron los que sostenían el Muro de Berlín cuando éste se desmoronó en 1989, y cuyos descendientes han mutado las viejas ideologías en particularismos.

El teórico sindicalista Georges Sorel lo reconoció sin ambages cuando definió la violencia revolucionaria como «una doctrina intelectual, la voluntad de mentes poderosas que saben adónde van, la implacable decisión de alcanzar las metas finales del marxismo». Lenin nos suministró un ejemplo notable de esa vanguardia violenta, su oportunismo y su determinación.

Justo cuando había que celebrar los 30 años de la caída del Muro de Berlín, asistimos al regreso de los fantasmas del pasado. De pronto, la democracia chilena, que arrumbó la dictadura, no es democracia. La democracia es la revolución

Han transcurrido más de 30 años desde que la dictadura de Augusto Pinochet dio paso a la actual constitución democrática chilena. Casi los mismos que nos separan del desmoronamiento del imperio comunista soviético. Pura casualidad. Pero la agitación actual, no sólo en Chile sino en otros países, no es fortuita. Justo cuando había que celebrar los 30 años de la caída del Muro de Berlín, resurgen los fantasmas del pasado. De pronto, la democracia chilena, que arrumbó la dictadura, no es democracia. La democracia, para ser auténtica, ha de nacer de la revolución. Por eso, quienes salen a las calles al principio no son venerables abuelos, tampoco padres y madres cuyas apremiantes obligaciones cotidianas los mantienen alejados de la política. Son los estudiantes, que tienen mayor libertad que los adultos para decidir qué hacer con su tiempo. Y pueden, por ejemplo, decidir dedicar menos horas a asistir a clase y más a violentar la autoridad.

En la universidad y los colegios los jóvenes descubren que el mundo es un fraude. Pero no lo descubren por sí mismos, se lo enseñan quienes convierten los campus en núcleos de agitación y subversión. Saben que para los jóvenes la revolución tiene muchos atractivos, pero uno de los más formidables es su instantaneidad. No es necesario alcanzar la madurez, ni cumplir las duras y tediosas etapas que conducen a ella, ni demostrar nada. Puedes ahorrarte todo ese esfuerzo y hacer del mundo un lugar mejor en un instante, lo merezcas o no.

Hasta hace poco, esta predisposición a atajar, a acortar los tiempos y eludir el esfuerzo, a reemplazar el compromiso por el nihilismo pirómano, que ve en el incendio la milagrosa purificación del mal, tenía su contrapeso en los adultos. Pero el culto a la juventud, como si fuera un valor, cuando no es más que una condición biológica con fecha de caducidad, ha desbordado los campus, lo ha impregnado todo. En 1990 nadie que peinara canas aplaudiría el incendio y el saqueo de su ciudad, al menos no en Occidente. Los mayores no se dejarían arrastrar por una horda juvenil ni la respaldarían cacerola en mano. Al contrario, reprenderían a los exaltados y rechazarían el desafuero. Pero parece evidente que los tiempos han cambiado. Y la psique, también.

Si un puñado de activistas puede prender fuego a una ciudad y saquearla impunemente, nada es imposible. Esa es la idea. Ese es el mensaje. No te amedrentes ante la autoridad, desafíala. “Sí se puede” cambiar todo en un instante. Los revolucionarios lo ponen fácil. Ni siquiera exigen que estés en primera línea, se bastan solos. Lo que te piden es una cacerolada para envolver su violencia en el manto del pacifismo de un pueblo agraviado y descontento.

La gente que golpea una sartén mientras la ciudad de Santiago es incendiada y saqueada puede parecer pacífica, pero no lo es. Es tan pacífica como el público que brama ante el espectáculo de una pelea, embriagado por las salpicaduras de sangre que brotan del rostro del luchador que es golpeado con brutalidad y en el que han encarnado todas sus frustraciones.

Violencia, fuego, saqueo y caos dan forma a la revolución. No es posible separarlos. La catarsis del pueblo, esa idílica estampa que tanto gusta difundir a los medios de información, no surge de la espontaneidad, sino de la violencia organizada que proyecta una vanguardia. Con la violencia se hace visible la revolución y se marca el rumbo.

El Metro de Santiago fue el objetivo de la vanguardia revolucionaria porque necesitaba una metáfora para construir el relato de una sociedad en la que las personas son «tratadas como animales». Y en hora punta, como explica la politóloga Kathya Araujo, el Metro es un sitio donde las personas están obligadas a funcionar como en una guerra contra los otros, donde para subir al vagón hay que pelearse todos contra todos, donde queremos que no nos empujen, pero estamos obligados a empujar. Es la simbología con la que dar forma al relato de la opresión y la desigualdad.

Sin embargo, lo cierto es que la economía chilena estaba lejos de los demás países del continente americano. En apenas tres décadas, el número de personas que vivía en la pobreza en Chile se había reducido drásticamente, del 46 por ciento al 6 por ciento. Por el contrario, países antes ricos caminaban decididamente hacia la pobreza. Hoy algunos alcanzan ya la pobreza severa, como Venezuela. Su revolución bolivariana ha provocado un éxodo sin precedentes en Hispanoamérica: seis millones de refugiados. Una crisis humanitaria que supera a la de Siria, un país arrasado por la guerra.

Pero el prisma de la desigualdad distorsiona esta realidad. No importa lo que uno tenga o pueda tener, el problema es lo que tengan o puedan tener los demás. Si el vecino acumula más riqueza que yo, entonces soy pobre. No como hace 30 años, por supuesto, pero pobre, al fin y al cabo. Tampoco importa que las condiciones de vida mejoren, porque lo que cuenta es la calidad de vida, un concepto que está sujeto a la percepción de cada cual y admite cualquier interpretación.

Con todo, lo peor es que los revolucionarios no están solos. Tienen en los políticos y sus promesas electorales los mejores aliados. El pueblo se pregunta dónde está el paraíso que los candidatos prometieron en la campaña electoral, por qué hay que seguir madrugando para empujarse en un vagón. Y los revolucionarios le responden que, si esta democracia no satisface sus expectativas, entonces no les sirve. Hay que instaurar otra donde la justicia social como bien de la colectividad esté por encima de cualquier derecho individual.

Pero ¿qué democracia es aquella que vitupera al individuo? He ahí el peligro. Las democracias que tenemos son imperfectas y, en ocasiones, desesperantes. Hay muchas cosas en ellas que no terminan de funcionar ni medio bien. En todas hay corrupción, privilegios y clientelismo. La de Chile no es una excepción. Después de todo, es un invento del hombre y, por lo tanto, está condenado a replicar sus imperfecciones. Aun así, estas democracias sólo son el peor sistema de gobierno si excluimos todos los demás, también el que pretenden imponer en Chile. Cuando lo consigan, lo seguirán llamando democracia, pero ya no lo será.

Foto: Sin.Fronteras.


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