Un siglo hace de la ‘gripe española’. Se llama así porque se extendió por occidente durante la I Guerra Mundial, y los periódicos de los contendientes estaban sometidos a censura. Woodrow Wilson nunca la mencionó. Los españoles no, pues nuestro país fue la nación europea más importante de entre los neutrales, por lo que aquí se hablaba de la gripe con profusión, y con plena libertad.

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Cien años han pasado de esa pandemia que segó la vida de unos 50 millones de personas en todo el mundo. Su mortal extensión por los Estados Unidos nos puede ayudar a entender cómo debemos enfrentarnos a la nueva amenaza.

Está aceptado generalmente el dato de muertos en los Estados Unidos por aquélla enfermedad: 675.000 personas, mayoritariamente entre los 15 y los 34 años, murieron por la ‘gripe española’. Esto suponía un 0,67 por ciento de la población de entonces. Como si hoy muriesen algo más de dos millones de personas. Las previsiones de la Casa Blanca, en línea con lo calculado por otros epidemiólogos, apuntan a que si se dejase correr libre al virus, el número de muertos rondaría los 2,2 millones de personas. Cabe preguntarse, ¿qué pasó entonces en la economía estadounidense?

En 2005, unos científicos resucitaron el virus responsable de la ‘gripe española’ de 1918, una de las peores pandemias registradas. «¿Cuánto queda para que alguien diseñe un virus artificial que sea aún más mortífero?”. Mientras se hacían esta pregunta, el Covid-19 estaba ya desarrollándose

Por un lado, según recoge un estudio liderado por Robert Barro muestra que una mayor incidencia de la mortalidad suponía un menor desempeño económico. Los científicos sociales al rescate de lo obvio, cabe decir, pero en esta ocasión no lo vamos a criticar. El hombre es el centro del sistema económico, y hay una relación biunívoca, de refuerzo mutuo, entre la población y el crecimiento económico. Con una menor población, hay menos procesos productivos (menos oferta por falta de trabajadores), para una menor demanda. Se resiente la división del trabajo, y con ella el crecimiento.

Pero el efecto de esa grave pérdida humana en los Estados Unidos, la más importante desde la Guerra de Secesión, no se hizo sentir en el desempeño económico. Hay dos explicaciones para ello. Por un lado, que la demanda industrial estaba por todo lo alto, por la producción de armamento tanto para el propio Ejército estadounidense como para el resto de aliados durante la I Guerra Mundial. Por otro, en parte por la presión política para no detener la producción de armamento, las medidas de distanciamiento social, muy escasas entonces, no afectaron a oficinas y fábricas.

Una influencia quizá mayor fuera la ausencia de un distanciamiento social generalizado. Esa actitud de mantenerse alejado del resto cercena la división del trabajo y frena el consumo. En función de hasta qué punto se imprima ese distanciamiento, el efecto sobre la economía puede ser mayor o menor. Lo único que se observó entonces, según recoge un reciente artículo escrito para el CEPR, fue la temporal paralización de algunos procesos productivos por ejemplo en algunas minas. Otro estudio apunta a que en el sector manufacturero, la pandemia retrajo la producción hasta en un 18 por ciento, pero la economía en general creció fuertemente ese año de 1918. En la actual crisis también se produjo al principio una “crisis de oferta”, como se le llama. Pero no se produjo la ruptura de la división del trabajo que ahora está destrozando las economías.

Si nos acercamos un poco más en el análisis, lo que se observa es que en las ciudades en las que hubo una temprana y decidida actuación en el ámbito de la salud pública, el efecto sobre la economía de la pandemia fue prácticamente nulo, mientras que en aquéllas ciudades en las que no se actuó sí se hizo sentir el declive económico.

Mas, fuera de eso, el efecto en la economía o en la sociedad de la pandemia más mortal de la era contemporánea no fue tan grande, en el sentido que le da Tim Black: La epidemia “no tuvo prácticamente ningún impacto cultural ni político en Europa o América. Sucedió, pero no ha dejado huella. No nos hemos mortificado. No se ha conmemorado”. Es cierto que, entre las decenas de libros que tengo de historia de los Estados Unidos, varios sobre su historia económica, no es fácil encontrar una mención significativa.

Esto no ocurre ahora. Si nos vamos a los Estados Unidos de hoy, Morgan Stanley prevé una caída en la actividad del 30 por ciento en el segundo trimestre, con una recuperación en el tercero. Goldman Sachs aprecia que la caída en la producción será del 34 por ciento. La tasa de paro en los Estados Unidos era en febrero del 3,5 por ciento. En marzo ya subió al 4,4 por ciento, pero es que en abril ha saltado hasta el 14,7 por ciento. Es un nivel de paro asumible para nosotros, que tenemos un mercado de trabajo salvajemente intervenido por el Estado, pero es un drama para la sociedad estadounidense. Para que el lector se haga una idea, en los Estados Unidos había trabajadores que abandonaban voluntariamente el empleo para tomarse un descanso, o para resolver cuestiones personales, con la seguridad de que podrán reincorporarse a su antiguo empleo, o a otro nuevo, sin problema. Nosotros no nos hacemos una idea de hasta qué punto, en un mercado libre, el trabajador tiene poder de decisión sobre su vida laboral. Ahora bien, eso prácticamente ha desaparecido.

Estas previsiones, y estos datos, son desastrosos, por lo que es mejor no mirar a las previsiones que apuntan a una caída del 50 por ciento de la producción y el 30 por ciento del paro, a que apunta el Banco de Sant Louis de la Reserva Federal.

Así las cosas, parece que tengamos que elegir entre dejar que el desastre económico siga su curso y nos mate lentamente, o permitir que el cómputo de vidas devoradas por el virus alcance las cinco o seis cifras. No es así.

En 1918 no se conocía la enfermedad como ahora. Por ejemplo, entonces el término “virus” no se había extendido. Se hablaba de “gérmenes”. Y la revista Scientific America mostraba las dudas que había entonces sobre la enfermedad: “Asombrosa en las proporciones pandémicas en que generalmente se produce, y mirada con miedo debido a su carácter con frecuencia traicionero, la gripe «española» (así llamada), conocida durante siglos, sigue siendo la enfermedad del misterio. Los médicos nos aseguran que, en una forma leve y a menudo no reconocida, siempre está con nosotros. ¿Por qué de repente estalla en una gran conflagración, que se extiende rápidamente por la mayor parte del mundo?”.

Hoy tenemos de ventaja el conocimiento y el capital acumulado durante un siglo. Es verdad que el actual es un mundo más interconectado, y en ese sentido más vulnerable. Pero contamos con más medios para luchar contra el virus.

Por otro lado, se calcula que un distanciamiento social moderado salvaría, en los Estados Unidos, 1,7 millones de vidas. Este distanciamiento no exige que el Gobierno someta a la población a arresto domiciliario (algo allí inconstitucional), sino que las circunstancias aconsejen la asunción de ciertas normas sociales que permiten llevar una vida más o menos normal, sin un daño muy grave a la economía. De nuevo, la clave está en el comportamiento informado por parte de los ciudadanos.

En 1900, el 37 por ciento de las muertes tenían como causa las enfermedades infecciosas. En 1955, ese porcentaje había caído al 5 por ciento, y en 2009, al 2 por ciento, según recoge Robert J. Gordon en The rise and fall of american growth. En 1918 la población estaba más habituada a responder con su comportamiento a una infección generalizada. Hoy, no. Debemos ganar ese conocimiento, esa cultura que nos permita enfrentarnos a la extensión de un virus.

Por último, esta situación no es del todo imprevisible, y la comunidad científica debía haber alertado eficazmente a las empresas para que se preparasen para una situación así. No parece descabellado: los Estados Unidos lucharon eficazmente contra el virus en 1957 (bien es cierto que un virus conocido) produciendo antes de que afectase al país una cantidad notable de vacunas. ¿Imprevisible? Ian Goldin y Chris Kutarna, en Age of discovery (2016), observan: “En 2005, unos científicos resucitaron el virus responsable de la ‘gripe española’ de 1918, una de las peores pandemias registradas. ¿Cuánto queda para que alguien diseñe un virus artificial que sea aún más mortífero?”. Mientras se hacían esta pregunta, el Covid-19 estaba ya desarrollándose.

Foto: Brian McGowan

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