Permítame que le proponga un experimento mental muy sencillo. Cierre por un instante los ojos y piense a continuación en las situaciones desagradables que ha vivido en la última semana o mes en relación con su trabajo o con los servicios que ha recibido, sea de un proveedor privado o de un funcionario público. Y ahora pregúntese esto: ¿cree que los problemas por los que pasó fueron mayoritariamente causados por la falta de profesionalidad, o de talento? ¿Le parece que lo que funciona mal o directamente no funciona es debido, en general y en cuanto hace a las personas, a que escasean los talentos o los verdaderos profesionales?
Cada vez que he planteado este juego a una audiencia, me he encontrado con que entre el noventa y el cien por cien admitía que es la falta de profesionalidad, antes que la de talento, la que nos aprieta el zapato. Pese a ello, le reto a que busque en Google «talento» y «profesionalidad», a que rastree en Amazon libros con el mismo título o en Youtube conferencias que se ocupen de lo mismo, y a que trate de encontrar en los planes de estudio y en los programas de grado y posgrado a quien se preocupe de formar buenos profesionales.
¿Por qué no vende la profesionalidad, y vende tanto el talento? Por dos motivos muy distintos. El primero guarda relación con una inercia cultural imperante, que llamaremos, siguiendo al sociólogo estadounidense Robert Bellah, «individualismo expresivo». El segundo tiene que ver con la pura conveniencia, con las naturalezas respectivas del talento y la profesionalidad, que atraen y repelen, respectivamente, a los vendedores de crecepelo.
Es hora de pinchar la burbuja del talento para poner el acento en el verdadero problema de nuestra economía y nuestra sociedad
Primero, el individualismo expresivo. Del individualismo en sentido lato solo se pueden decir cosas buenas: el proceso apuntado en la Antigüedad, relanzado en el Renacimiento y apuntalado tras las dos guerras mundiales nos ha librado de Estados homicidas y colectivismos abyectos. Cuando «el hombre solo se reconocía como raza, pueblo, partido, corporación, familia o bajo otra forma cualquiera de lo general» (Jakob Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia) estaba sin duda peor, y han sido injustas todas aquellas sociedades en las que no tuvimos la libertad de decidir nuestro destino, confundidos en el todo de una gleba, partido o nacionalidad que importaba más nuestras personas. Al proceso por el que el ser humano se libró de estas cadenas (en última instancia, del Reich, del Gulag) se lo debemos todo, y si Occidente tiene un lugar insustituible en el mundo es entre otras cosas por el papel que ha desempeñado en la construcción del individuo. No obstante, hace algún tiempo que ese proceso, tras Woodstock y mayo del 68, y sobre todo tras la virtualización de las sociedades fruto de las nuevas tecnologías, se pasó de frenada, y lo que tenemos ahora es un neorromanticismo paulocoelhista y apocalíptico en el que la felicidad propia, el propio consumo, la expresión de uno y los sueños de uno lo son todo.
Es obvio que una cultura en la que basta con desear algo para que nazca un derecho («la democracia es votar»; ¿les suena?), una cultura que retoma a Rousseau para exclamar que toda sociedad aliena, no puede estimar como se merece la profesionalidad, virtud civil donde las haya. También lo es que un individuo sin más norte que su autorrealización estará encantado de seguir a los flautistas de Hamelin del talento. El individualista expresivo pretende ser seducido, no que se le recuerden sus deberes; escuchará a quienes le hablen de su unicidad, no a quienes le cuenten que la grandeza en sociedad empieza en el trabajo, prestando un servicio excelente, y no en las calles, pancarta en mano (y con esto no se dice que la movilización política sea prescindible). Vivimos, a fin de cuentas, en un mundo donde se nos despachan por vía intravenosa (televisiva) media docena de talent shows diarios, engendros con poco talento y mucho espectáculo en los que machaconamente se nos asegura que hemos venido a este mundo a cocinar, coser o cantar. Y así estamos, creando cientos de miles de futuros frustrados mientras cuesta Dios y ayuda encontrar un fontanero que sepa qué se trae entre manos.
Segundo, la conveniencia. Frente a la profesionalidad, haz de comportamientos concretos, sobrios y en el fondo conocidos por todos, el talento no deja de ser una cualidad esotérica, tan fácil de detectar como inmanejable en las organizaciones (que andan, no se lo pierdan, reteniendo el talento), como no sea para dejar de masacrarlo, que con eso ya valdría. Y ya se sabe que cuando el material es acientífico y amorfo (¿cuánto han dicho, sobre el talento, la filosofía y las ciencias sociales?) admite cualquier clase de discurso, se venden muchos libros de autoayuda y se pueden organizar fastuosos cursos sin nada adentro.
Hay conveniencias más tenebrosas. A los empresarios y directivos desaprensivos les aprovecha hablar del talento, la felicidad en el trabajo y otras mamandurrias para disimular sus artes predatorias; a los empleados sinvergüenzas ya les arregla señalar que les falta motivación y empoderamiento para no asumir que cualquiera que desempeñe con honor un trabajo adquiere un deber de servicio, y que más allá de las condiciones en las que uno trabaja (que tienen sus canales de denuncia, y también admiten, en nuestro país libre, el abandono) está el propio deber de contribuir con el esfuerzo de uno a cubrir las necesidades de los demás, como los demás cubren las nuestras.
Ni que decir tiene que el talento (como la felicidad) importa. Pero el suyo es un discurso parasitario que, como esos cangrejos americanos que alguien suelta en los ríos europeos, está acabando con las poblaciones autóctonas. No hay nada más autóctono, inherente al trabajo que entender que es nuestra obligación cumplir con nuestros quehaceres teniendo en mente a quienes reciben nuestros productos y servicios, al menos al mismo nivel de respeto que nos dedicamos a nosotros mismos. Y resulte o no atractivo de oír, la primera cuerda que nos ata a nuestro conciudadano concierne al cuidado con que lo atendemos, y a la seriedad y entrega con que cumplimos nuestro cometido.
Tenemos muchos problemas; más de los que nos apetece reconocer en público. Jóvenes brillantes que hablan varios idiomas y están técnicamente capacitados son despedidos por no saber usar su teléfono particular en la empresa. Ya se hace ghosting en el lugar de trabajo: hay gente contratada para una obra que se despide el viernes y no vuelve el lunes y no puedes ni localizarla. Se pierden miles de millones de horas en reuniones infames en las que abundan la impuntualidad y las batallas de egos y no hay rastro de actas ni de seguimientos. Falta voluntad de servicio, sobran acosos. Hay mucho desencanto en el trabajo, productividades muy bajas y toneladas de desconfianza mutua; la mediocridad sigue campando a sus anchas.
Todo cambiaría en la empresa y en la sociedad si la profesionalidad volviese a ser importante. A ser un buen profesional se aprende; esa posibilidad de mejora está mucho más clara que la del talento. Cambiando de discurso conseguiríamos poner al descubierto a los dirigentes infames y a los empleados irresponsables. Lograríamos no solo una prosperidad distinta y mejor, organizaciones mejores y más éxitos económicos, sino también forjar un tipo de sociedad diferente, más justa y razonable. Cada persona que hace bien su trabajo, con gusto por los detalles, preparación y respeto, inicia un bucle virtuoso en su entorno. Mejora su mundo inmediato, y esa onda expansiva llega a muchas partes. Crea orgullo de pertenencia; y no hace falta que les diga cuánto de eso necesitamos en nuestro atribulado país y en nuestra acoquinada Europa.
No hay jerarquías, ganadores ni perdedores, en cuanto hace a la profesionalidad, que está por encima de cualquier ideología sobre el éxito y se asienta en nuestra común dignidad. El empleado municipal que limpia las calles y el ingeniero aeroespacial que contribuye a la conquista de Marte valen a estos efectos exactamente lo mismo, cobren lo que cobren. Por el contrario, la matraca del talento nos infantiliza, porque incide subliminalmente en cuánto nos merecemos y en lo mucho que valemos. La profesionalidad nos devuelve al principio de realidad y nos incita a honrar la polis; nos saca del estadio estético y nos conduce al ético.
En «Aprendizaje y heroísmo», la conferencia que impartió en la Residencia de Estudiantes de Madrid en 1915, Eugenio D’Ors le hablaba a su hijo de un caricaturista que se avergonzaba de su trabajo diciendo: «Si la faena de mi amigo es tan vil, si sus dibujos pueden llamarse tonterías, la razón está justamente en que él no metió allí su espíritu. Cuando el espíritu en ella reside, no hay fuerza que no se vuelva noble y santa». Y añadía
Yo te digo que cualquier oficio se vuelve Filosofía, se vuelve Arte, Poesía, Invención, cuando el trabajador da en él su vida, cuando no permite que esta se parta en dos mitades; la una, para el ideal; la otra, para el menester cotidiano, sino que convierte cotidiano menester e ideal en una misma cosa, que es, a la vez, obligación y libertad, rutina estricta e inspiración constantemente renovada.
Sueños corrientes, honor que se manifiesta a diario, pasión amable de quien sabe poner a los demás por delante; profesionalidad.
Foto: Drew Graham