Escribía Milan Kundera en La inmortalidad que de todos los hombres de Estado de nuestra época, el más obsesionado por la inmortalidad fue François Mitterrand. Para ello, el escritor checo recordaba la ceremonia que tuvo lugar el 21 de mayo de 1981 con motivo de su investidura como Presidente de la República. Aquel día, pese a la persistente llovizna, la Plaza del Panteón estaba abarrotada por una multitud que contuvo el aliento al observar a un Mitterrand, trascendente, distante, atravesar la plaza con paso deliberadamente lento, llevando dos rosas rojas en la mano mientras, a través de potentes altavoces, tronaba el “Himno de la alegría” de la Novena de Beethoven.

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«Yo pensaba que semejante paroxismo de la esperanza era tan emocionante como peligroso» (Gabriel García Márquez)

El nuevo presidente galo entró solo en el Panteón, caminó entre las tumbas de los muertos más ilustres de Francia, y depositó una rosa sobre las lápidas de dos mártires de la patria. Cuando volvió al exterior, la muchedumbre, que hasta entonces había permanecido silenciosa, estalló de júbilo. En palabras de Gabriel García Márquez, “por primera vez desde el mayo de gloria de 1968, el torrente incontenible de la juventud estaba en la calle, pero esta vez no se había desbordado para repudiar el poder, sino embriagado por el delirio de que una época feliz había comenzado.” Sin embargo, añadió: “yo pensaba que semejante paroxismo de la esperanza era tan emocionante como peligroso.”

La era de la corrección política

Desde 1981 hasta el presente, Francia ha cambiado. Los alborozados jóvenes de entonces son hoy adultos recelosos que temen, junto con sus hijos, a la globalización y, en especial, a sus flujos migratorios. Con una población total de 66 millones, cerca de 6 millones de franceses se declaran musulmanes y otros 4 millones son de procedencia subsahariana.

Es cierto que durante las tres décadas de crecimiento que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, la inmigración aportó a Francia una mano de obra clave para la expansión económica, sin embargo, los banlieues (suburbios) se convirtieron en guetos difícilmente controlables por la Gendarmerie, donde la delincuencia común, la compraventa ilegal de armas, el tráfico de drogas y el proselitismo yihadista aumentan de forma preocupante. Es evidente que las políticas sociales para la integración fracasaron o, peor aún, generaron efectos adversos. Francia es una sociedad fracturada, profundamente dividida. Además, aunque el gasto público se incrementó desde el 30% del PIB en 1975 al 57% en 2016 (durante la presidencia de Mitterrand pasó del 36% al 44%), la sensación de precariedad económica e incertidumbre se extiende entre los franceses.

Bastantes analistas creen que ‘La grande France’ acabará cayendo en el conservadurismo proteccionista

Hay quienes sostienen que a día de hoy es prácticamente imposible ser elegido Presidente de Francia sin apelar al voto de subsaharianos y musulmanes, es decir, sin hacer gestos identitarios… salvo, claro está, que el resto de votantes se incline hacia el lado contrario y vote en bloque. Y ese tendencia a largo plazo parece mostrar la política francesa, empujada por una opinión pública cada vez más desencantada y nerviosa. Bastantes analistas creen que La grande France acabará cayendo en el conservadurismo proteccionista, algo que vendría a ratificar, a su juicio, la percepción de que las democracias están colapsando. Los días de vino y rosas a los que aludía García Márquez habrían devenido, efectivamente, en devastadora resaca.

El supuesto Apocalipsis de la democracia

En The democratic disconnect Roberto S. Foa y Yascha Mounk sostienen que la democracia está mucho menos consolidada de lo que hasta ayer se pensaba. De hecho, observan un inquietante descontento en todo Occidente con el sistema democrático y, lo que es más preocupante, un crecimiento en la tendencia a aceptar soluciones autoritarias. Aún más catastrofista se muestra Tobias Stone que, ante el avance de movimientos “populistas” y “anti-sistema”, defiende la teoría de que las sociedades se suicidan cada cierto tiempo porque la mayoría de sujetos solo es capaz de retener la información recibida de padres y abuelos: su memoria histórica queda limitada a 50-100 años a lo sumo. Así, equipara la elección de Donald Trump o el voto favorable a la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea con los sucesos que en su día antecedieron a la Primera Guerra Mundial. En resumen, el ciudadano común, víctima de su mala memoria, no atendería a los expertos y se deja llevar por sus impulsos, empujando así a los países al totalitarismo y a la guerra. Sin embargo, Stone se deja en el tintero lo verdaderamente importante: ¿qué lleva a la gente a desarrollar esas emociones incontrolables, a mostrar un rechazo tan visceral al sistema como para poner en peligro su futuro?

Cuando la democracia deja de entenderse

Si en lugar de mirar el dedo observamos la Luna, descubriremos que la política se ha vuelto increíblemente compleja y enrevesada, imposible de abarcar para la gente corriente. De hecho, hoy es una materia cuya interpretación queda reservada a una élite de expertos que, en su fatal arrogancia, pretende estar en posesión de la verdad absoluta. Hace más de 2.500 años, el ateniense Pericles, que tenía las ideas bastante más claras, hizo una importante advertencia. En su Oración Fúnebre expresó una idea sencilla pero crucial para el correcto funcionamiento democrático, y es que, si bien no todo el mundo es apto para gobernar, todas las personas deben poder entender y juzgar la acción de los políticos. Dicho a la inversa, si la democracia degenera en una materia sólo comprensible par una élite de tecnócratas e intelectuales biempensantes, ¿cómo van a legitimarla unos ciudadanos que ni siquiera la entienden?

«Si bien no todo el mundo es apto para gobernar, todas las personas deben poder entender y juzgar la acción de los políticos» (Pericles)

En línea con esta idea de la expropiación de la política, la democracia también ha sido tomada por grupos minoritarios, muy activos, en detrimento de una mayoría no organizada que, estoica, ha observado la imposición de una moral nueva, la corrección política, con la que se persigue y denigra a muchas personas por expresar opiniones legítimas. Se crean derechos diferenciales para cada colectivo o se censura y manipula el lenguaje hasta crear una jerigonza capaz de volver incomprensible la expresión popular más llana: “Los perros y las perras son los mejores amigos y las mejores amigas de los hombres y de las mujeres«.

El final de un ciclo

Pero la crisis económica parece haber asestado un fuerte revés al asfixiante régimen de lo políticamente correcto. Cada vez más gente siente que ha perdido las riendas de su vida, su libre albedrío, su condición de ciudadano en igualdad de derechos con otros y, también, esa capacidad de control sobre la política, que es la esencia de la democracia. Esta mayoría, harta de discriminaciones, ha reaccionado contra el establisment, contra las élites, contra los grupos minoritarios que las sustentan y, sobre todo, contra la corrección política, que no es una verdad revelada, como pretenden hacer creer a todo el mundo, sino una opinión discutible y, para colmo de males, incompatible con los principios de igualdad de derechos que forjaron Occidente. El hastío es tal que, en algunos casos, la gente prefiere opciones con cierto grado de incertidumbre al asfixiante statu quo. Se explicaría así, al menos en parte, la “irracional” victoria del Brexit en Gran Bretaña o el “inesperado” triunfo de Donald Trump en Estados Unidos.

Ante esta ruptura, los guardianes de la ortodoxia intentan frenar el descontento recurriendo a la autoridad de los expertos. Pero, cuando se trata de política, los meros datos no dicen nada si se carece de un esquema interpretativo solvente y, sobre todo, creíble. Y el público sospecha que el criterio de los expertos no es la verdad absoluta porque, en demasiadas ocasiones, sus criterios parecen demasiado influidos por sus propios intereses.

Más que al colapso de las democracias, podríamos estar asistiendo a la muerte de la corrección política

Al contrario que los políticos, cada vez hay más personas que toman conciencia de que el mundo cambia y, en consecuencia, la política debe transformarse para no perder el tren. Así pues, más que al colapso de las democracias, podríamos estar asistiendo a la muerte lenta de la corrección política y al renacer de la política con mayúsculas, de esa actividad que unos pocos ejecutan pero toda la ciudadanía puede entender y juzgar. Que la transición sea más o menos dolorosa seguramente dependa de la resistencia de las élites y los grupos que han vivido en simbiosis con éstas.