Cuando Ernesto Laclau y Chantal Mouffe publicaron Hegemonía y estrategia socialista en 1985 tenían un claro objetivo en mente: refundar el marxismo. Para ello era necesario expurgar del pensamiento de izquierdas lo que ellos denominaban el imaginario jacobino, que según su parecer estaba en la base de la perversión de las ideas centrales del marxismo durante el estalinismo. Por imaginario jacobino ellos entendían la tentación totalitaria que hacía incompatible el marxismo con la democracia pluralista y sobre todo el llamado esencialismo de clase que concebía a la clase trabajadora como el único sujeto político con pretensiones de emancipación. Este último objetivo ha sido claramente alcanzando por el llamado post-marxismo en sus diferentes variantes, hasta el punto de que la clase obrera ya no es ni tan siquiera de izquierdas, como lo ponen de manifiesto resultados electorales en lugares tan dispares como Francia, Reino Unido o Alemania. Ahora la condición de sujetos políticamente de izquierdas recae en colectivos como el LGBT, feministas, inmigrantes o defensores del llamado animalismo.

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Muchos más discutible es que el primer objetivo que se marcaban Laclau y Mouffe haya sido alcanzado por la izquierda. Esta sigue presa de una visión autoritaria, incluso la democracia populista postulada por la famosa pareja no deja de ser un simulacro peronista de la democracia liberal. En este artículo me propongo diseccionar lo que voy a llamar el mito jacobino de la izquierda.

La facción jacobina fue el ala más exaltada, violenta e intransigente de cuantos clubes políticos florecieron durante la revolución francesa. El nombre original del club era la Société des amis de la constitution, sin embargo pronto se les comenzó a llamar jacobinos por el hecho de que se reunían en un antiguo convento de los jacobinos. Su actuación durante el periodo revolucionario siempre estuvo marcado por el radicalismo político de su agenda. Ellos fueron los principales instigadores del paso de la Asamblea Nacional Legislativa a la Convención Nacional, también fueron los arquitectos de las sangrientas jornadas del 9 de agosto de 1792 que marcaron el fin de la monarquía constitucional y los mayores defensores del regicidio de Luis XVI.

Durante el llamado gran terror, una facción del partido jacobino, comandada por Maximilien Robespierre, un antiguo abogado de provincias que se convirtió de facto en dictador revolucionario, instauró un régimen tiránico caracterizado por las ejecuciones en masa de todos aquellos que se consideraban no afectos al nuevo régimen, un rígido control de la moralidad pública y un menoscabo de los avances políticos y constitucionales que había traído consigo el proceso revolucionario.

Un mito político se construyó en el seno de la izquierda en relación a los supuestos logros que para la democracia, los derechos sociales y la libertad en sentido amplio supuso la fase jacobina o exaltada de la revolución, personificada fundamentalmente en la labor llevada a cabo por Robespierre

Aunque la revolución acabó devorando, como el dios Saturno, a los tres principales representantes del jacobinismo político (Marat, Danton y Robespierre), un mito político se construyó en el seno de la izquierda en relación a los supuestos logros que para la democracia, los derechos sociales y la libertad en sentido amplio supuso la fase jacobina o exaltada de la revolución, personificada fundamentalmente en la labor llevada a cabo por Robespierre. Carl Schmitt en sus escritos sobre la dictadura considera que la teoría sobre el gobierno del terror revolucionario, elaborada por el propio Robespierre, anticipa el llamado gobierno de los soviets defendido por Lenin. Según Robespierre mientras que el gobierno constitucional es suficiente para defender los derechos ordinarios de los ciudadanos, el gobierno del terror revolucionario es el instrumento supralegal del que se dota la propia revolución para poner fin a todas aquellas facciones que amenazan la consecución de los logros alcanzadas por esta.

No resulta especialmente difícil comprobar la enorme influencia que ha tenido esta visión del estado de excepción política protagonizada por la izquierda. Una izquierda, que hoy en día califica de biopolítica contraria a los derechos humanos la administración y el control de las fronteras, pero que no tiene problema en justificar la lógica del terror jacobina que aplica el dictador Nicolás Maduro, discípulo aventajado de Robespierre, en la Venezuela actual.

Aunque la caída de la facción jacobina, el 9 de Thermidor del año 1794, supuso un duro golpe para el jacobinismo político, pues su club fue cerrado y la mayoría de sus integrantes fueron juzgados y ejecutados, la leyenda áurea del movimiento persistió durante buena parte del siglo XIX en la obra de cierta historiografía hagiográfica de Robespierre y sus acólitos.

Fue fundamentalmente gracias a la labor del historiador socialista Albert Mathiez que el mito de Robespierre alcanzó una gran difusión y se entroncó con el comunismo. Mathiez creó una sociedad para el estudio del jacobinismo que se empleó a fondo en blanquear la obra del dictador,  contraponiendo su figura a la de su antiguo compañero revolucionario Georges Jacques Danton. Ambas figuras eran presentadas como arquetipos caracterológicos de dos maneras antagónicas de entender la revolución. Frente al venal, indolente, inconsecuente, oportunista e interesado Danton, se erigía el frugal, virtuoso, integro, demócrata radical y socialista avant la lettre Robespierre, a cuya denigración habría contribuido la glorificación interesada de la figura de Danton.

La principal novedad que introducía Mathiez venía de la mano de la utilización de una metodología positivista y sobre todo de la vinculación que quería establecer entre el legado del vilipendiado Robespierre con las ideas socialistas que Mathiez defendía con ardor. Robespierre se configuraba así como una especie de campeón del derecho, defensor de los desheredados y una esperanza para los oprimidos. Su analogía llegaría tan lejos como para, ya en la década de los años veinte cuando Mathiez ingresó en al Partido Comunista francés, vincular a la facción jacobina controlada por Robespierre con la revolución soviética. Robespierre se habría adelantado a su tiempo anticipando la incompatibilidad radical entre el parlamentarismo burgués con la democracia real popular. También habría intentado llevar a cabo, hasta donde le habrían dejado los poderes fácticos, una verdadera revolución social. Los crímenes del llamado gran terror no serían tampoco atribuibles a Robespierre, sino a “exaltados e incontrolados”.

Esta tesis sigue en vigor hoy en día con multitud de trabajos, vinculados a editoriales de corte izquierdista, que tienen como finalidad presentar una visión contemporánea del pensamiento de Robespierre. Autores como Zizek, Domenico Losurdo, Chomsky o Gerardo Pisarello han dedicado multitud de páginas a legitimar, aplaudir y hasta recomendar una vuelta a los postulados del jacobinismo político, que encontró en el llamado estalinismo su máxima perfección.

Lejos de haber quedado confinado al museo de los horrores del pensamiento político, el jacobinismo, pese a lo que afirmaban autores post-marxistas como Laclau y Mouffe, sigue más vigente que nunca.

En primer lugar esa visión intolerante y fanática de la política que lleva a cierta izquierda a buscar unos cambios políticos profundos y radicales que supongan una ruptura con el pasado. Los jacobinos de hoy ya no buscan romper con el antiguo régimen, sino con un modelo civilizatorio capitalista y han encontrado la manera en la cuestión medioambiental. Acabar con el modelo económico basada en el uso de combustibles fósiles se ha convertido en la principal obsesión de estos neojacobinos, cuya misión no consiste ya tanto en salvar el planeta sino a la condición humana de sus vicios depravados consumistas. Al igual que los jacobinos condenaban a quienes se oponían a sus planes de revolución cultural, calificándoles de refractarios, hoy quienes sostienen visiones críticas, no ya tanto con sus objetivos de conservación del medio ambiente, cuanto con los métodos, son descalificados como negacionistas. Hay en la mirada de la niña profeta del alarmismo climático, Greta Thunberg, un atisbo del misticismo del terror que profesaba otro “joven” exaltado, Louis de SaintJust. Ambos están convencidos de que su alta misión, redimir al ser humano de sus pecados contra la naturaleza, justifican las medidas más extremas.

Todavía  subsiste en buena parte de los discursos de la izquierda una mirada paternalista hacia el ciudadano. Robespierre caracterizaba a la democracia como una forma de gobierno popular pero secuestrada por una vanguardia dirigente que decide en cada momento lo que es más conveniente para la ciudadanía. Una buena parte de los discursos críticos con ciertos resultados electorales recuerdan bastante a este despotismo de las leyes defendido por Robespierre.

El moralismo del que tanto hiciera gala el incorruptible en algunos de sus discursos sigue impregando buena parte de las peroratas y monsergas moralizantes que caracterizan no pocos de los dicursos del izquierdismo actual, especialmente en sus versiones feministas, que en todo ve inmoralidad patriarcal.

Aunque en Robespierre se ha querido ver un crítico del incipiente capitalismo, la realidad, como ya señalaran teóricos marxistas como Trotsky o Gramsci es que el jacobinismo no dejó de ser una forma de radicalismo burgués. Por más que se empeñen Alberto Garzón o Zizek en ver en Robespierre un crítico del mercado y sus abusos es menester concluir este artículo con la lapidaria frase de Gramsci sobre la verdadera faz del jacobinismo:

“Impuso su fuerza y sus ideas no sólo a la casta dominante, sino también al pueblo al que se dispuso a dominar. Fue un régimen autoritario que sustituyó a otro régimen autoritario.”

Imagen: Ejecución de Luis XVI, por Georg Heinrich Sieveking 


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