Llevo un tiempo observando un uso nuevo de la palabra “liberal”; un uso con el que no me identifico, y con el que no se identifican quienes se llaman a sí mismos liberales. El otro día me topé en un artículo de Hughes en el ABC precisamente con ese uso. El liberalismo es “primo” de la ideología woke, porque ambos, por ejemplo, “viven ajenos a la realidad de la biología” y están inmersos en un océano socialdemócrata y posmoderno.

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Aquí, pensé yo, ocurre con “liberal” como con “resiliencia” o “aplicar” en lugar de «solicitar», o “articulado” en lugar de elocuente: Aquí Hughes cayó en la fea costumbre de utilizar palabras españolas pero con significados que el idioma inglés le ha otorgado a uno u otro lado del Atlántico.

El liberalismo entiende que hay una armonía natural básica, aunque no una ausencia absoluta de conflicto, entre las personas. Y, por tanto, no hay un conflicto esencial en la sociedad. ¿Es eso despreciar las comunidades?

Yo protesté por el uso del término, no como dueño de las esencias liberales, que ni lo soy ni pretendo serlo, sino como ex alumno de un colegio, al que fui, del que salimos los alumnos con una verdadera obsesión por la corrección en el uso del lenguaje. ¡Que se lo digan a mi padre! O a Javier Marías, por poner un ejemplo de alguien con quien el lector estará más familiarizado.

Un amigo, que observó mi estupefacción ante el uso del término liberal, me envió un artículo escrito en tres partes de algo más de 15.000 palabras, y que podría recoger el fondo de armario del que Hughes, y otros, han sacado el sayo con el que visten ahora esa maravillosa palabra. No es que yo diga, o lo dijera mi amigo, que ese artículo sea representativo del pensamiento del periodista, sino que él podría estar pensando en algo como lo que refleja el dicho artículo.

Yo me he sumergido en el artículo-río, titulado Izquierda y derecha, especies mutantes (I, II y III). No puedo hacer referencia a todo lo que dice, no ya por el volumen, sino por la densidad de todo lo que cuenta Adriano Erriguel. Me quedaré sólo con unas cuantas ideas, que se refieren a la cuestión a la que me he referido.

La cuestión es qué es el liberalismo. Para facilitar las cosas, adelantaré que para mí el liberalismo es la defensa de la libertad. No hace falta más. Tampoco menos, pero no es necesario entrar en el verdadero liberalismo de quienes acusan a otro de no responder a las esencias de esta filosofía política si transige en tal o cual aspecto. ¿Defiendes la libertad, quieres que esté protegida por normas que sean iguales para todos, y que constriñen la acción del gran agresor, que es el Gobierno? Y ¿confías que de esa libertad surgirá algo mejor que si se nos trata a todos como piezas de ajedrez, como decía el moralista? En ese caso, eres liberal.

Errigel no lo ve del mismo modo. Para él, “el liberalismo es un régimen; es un sistema autoritario que adquiere formas cada vez más totalitarias. “En su obsesión por convertirlo todo en “derechos” – y por reconducirlo todo a la esfera jurídica – el liberalismo desemboca en un sistema de control total, un sistema de vigilancia que se extiende hasta los aspectos más íntimos de la vida privada”.

En este choque de ideas sobre lo que es el liberalismo, sólo puede quedar uno. Comenzaré por decir que Errigel demuestra su posición citando a todos y cada uno de los autores liberales que yo mismo he citado en este artículo hasta estas palabras.

Bien, no hará falta decir más, pero lo vamos a decir. El liberalismo, dice el autor, es el fruto ideológico de la Ilustración. Pero él mismo dice que el liberalismo es posmoderno, y que esta filosofía (que se ve que conoce y describe sin las confusiones que muestra al pisar el terreno liberal) “se define por un escepticismo radical frente a la idea de “verdad objetiva”, a la que considera prácticamente inaccesible para el entendimiento humano. El posmodernismo considera que los métodos “científicos” están culturalmente sesgados y no son la vía más adecuada para producir conocimiento”. Se da la circunstancia de que, no sólo el posmodernismo tiene unos postulados antitéticos con la Ilustración, sino que los posmodernos, al menos en la Escuela de Frankfurt, fueron críticos feroces e insaciables de la Ilustración. Entonces, el liberalismo ¿es ilustrado o es posmoderno? ¿Es las dos cosas? Podría ser. Total, no nos muestra a ningún autor liberal afirmando nada que pueda interpretarse como posmoderno.

Los liberales, además, “nunca estuvieron interesados en preguntarse por las consecuencias culturales de lo que más les interesaba: la extensión del orden mercantil a todos los ámbitos de la vida. En realidad, los liberales sólo toleraban a los conservadores en la medida en que cierto conservadurismo (en materia moral, sobre todo) era necesario para hacer aceptar el liberalismo”. Y, sin embargo, Adriano Erriguel tiene que saber que Adam Smith era profesor de filosofía moral. Digo yo que tiene que saberlo. Como sabrá que la primera obra que escribió, y la última que revisó antes de su muerte, fue la Teoría de los sentimientos morales. Vamos, que lo cita en su artículo. No, perdón. Lo menciona, que no lo cita. Como menciona sin citar a Friedrich A. Hayek. Como podría haber mencionado, quizás también sin citarles, a muchos otros autores que son liberales y mostraron una honda preocupación por el orden moral, que Erriguel les niega injustamente.

Al autor le da mucha rabia que el liberalismo que entiendo que merece tal nombre se reconozca en alguna tradición de pensamiento que le debe de resultar muy cara, como la tradición cristiana o el racionalismo de raíz aristotélica, potenciado por el brillo de la obra de Santo Tomás. Pero, excepto quizás en un mundo dominado por las ideas de Erriguel, creo que cada uno tiene derecho a elegir sus referencias intelectuales. Le puede parecer a él contradictorio que, sí, muchos liberales se identifiquen con los estoicos y Cicerón, con el Derecho Natural, con los órdenes espontáneos, con la tradición intelectual cristiana o al menos una parte de ella. Pero si a muchos de estos liberales les parece congruente, entiendo que tienen pleno derecho a hacerlo. Pero ¿qué voy a decir yo, que soy liberal? Pues que tienen derecho a pensar como quieran, claro.

Y, en realidad, a Erriguel le gustaría revestir al liberalismo de ropajes mucho más feos. Nos los presta él: “moralismo, globalismo, deconstrucción, preferencia por las minorías, emancipación individual ilimitada”. Juega a la confusión entre globalización, que es el fenómeno histórico ligado al comercio internacional, y el globalismo. Reconozco que yo nunca hablo de globalismo. Pero no porque yo sea un agente de Soros, sino porque no tengo muy claro en qué consiste. Y mis amigos de la derecha mutante, que Erriguel defiende, tampoco son capaces de hacerlo. Pero si se parece a la imposición desde las élites de un conjunto de ideas morales disolventes, siento decirle al autor que imponer la moral, cualquier moral, desde las instituciones públicas, es lo contrario al liberalismo.

Pese a haberlo hecho otras veces, y aunque sé que tendré que hacerlo durante décadas, reitero con ánimos renovados la idea de que, para el liberalismo, la comunidad no se opone a la persona. Es evidente que la persona nace en comunidad y adquiere de ella todas las herramientas que necesita para salir adelante: el lenguaje y la cultura, la riqueza y el sistema económico que la sustenta, las instituciones de relaciones personales, como la familia… Todo. Es más, el liberalismo entiende que hay una armonía natural básica, aunque no una ausencia absoluta de conflicto, entre las personas. Y, por tanto, no hay un conflicto esencial en la sociedad. ¿Es eso despreciar las comunidades, como dice el autor? Sinceramente, no lo creo.

Estas confusiones respecto de la palabra “liberal” no se entienden del todo si no se leen los tres artículos. O si no se complementa la lectura de este artículo con otro que escribiré en estas mismas páginas.

Imagen: Retrato del célebre guerrillero y militar español Juan Martín Díez (1775-1825), apodado el Empecinado y ejecutado en 1825 por sus ideas liberales.


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