“El bien, si realizado fuera de los parámetros de protección que os hemos enseñado desde el socialismo, no es bien.”
Ya lo decía Lucía Etxebarría hace tiempo: “La caridad no es justicia. De hecho, la caridad solo puede existir en ausencia de la justicia“; o algo parecido. La candidata a la Presidencia de la Comunidad de Madrid, Isa Serra, no inventa nada nuevo, como ven. Se limita recoger y expresar la idea-fuerza en la que se basa el monopolio de la virtud deseado por todo comunista totalitario que se precie. La candidata proclama, desde el más entrañable de los convencimientos, que “la sanidad pública no puede aceptar donaciones de Amancio Ortega. Se debe financiar con impuestos.”
Si analizamos las dos afirmaciones no tardamos en darnos cuenta de los peligros que tras ellas se esconden: se trata de dos falacias ejemplares elevadas a principio moral válido para todos, utilizadas como arma arrojadiza contra quien pudiendo retener decide dar, pero comete el gravísimo error de hacerlo sin contar con la bendición legitimadora de los expendedores de certificados social-democrático-justo-solidarios. En castellano: de los envidiosos mayoritarios. Mientras el señor Ortega nos da una loable muestra de madurez personal, los aperroflautadores nos regalan lo mejor de su adolescente estupidez. Y nos dicen que TODOS debemos pensar así. Y actuar así.
El atractivo de estas ideas comunistas se basa en su profunda radicación en un principio materialista del que la mayoría de los humanos no se independizan jamás: el deseo por una justicia distributiva capaz de eliminar o suavizar el origen de la desigualdad, principalmente en forma de las propias desventajas.
Vivimos en una sociedad devastada en su autopercepción humanitaria e incapaz de generar prosperidad más allá de la que nace del saqueo constante a quienes producen y generan riqueza
La envidia nace de la observación de aquellos que –eso nos parece- viven mejor que nosotros, son más felices que nosotros, tienen más cosas que nosotros. Se nos antoja que eso no es “justo” y aplaudimos cualquier medida encaminada a paliar semejante latrocinio. Quien se esfuerza no sólo en hacerse mayor, sino en madurar, abandona poco a poco el egoísmo infantil, digiere el altruismo juvenil y termina expresando su voluntad con hechos voluntarios, personales, característicos.
El hombre maduro es un hombre adulto, capaz de configurar activamente sus propias dependencias e interdependencias sociales, que accede voluntariamente a compromisos, cierra y cumple contratos, asume su responsabilidad por lo que hace y deja de hacer y convierte voluntariamente el bienestar propio y de los demás en la meta de sus acciones. Después de todo, nadie es feliz en un mundo de infelices.
Los aperroflautadores, sin embargo, no quieren hombres adultos. El placer de dominar a quienes se dejan, la convicción infantil de estar en posesión de la verdad, el mesianismo utópico de quien no ha dejado de ser joven activista asambleario les impide aceptar la madurez del otro. Les obliga a educar en la inmadurez de la dependencia y enseñar los horrores del desarrollo de un criterio propio: pensar diferente pude llevarnos a actuar diferente y lograr diferentes, mejores objetivos.
¡Injusticia! ¡Desigualdad!
Según ellos, la mayoría de la gente necesita protección, para lo que se crean leyes que ayudan en la consecución de una mayor “emancipación” que, tal y como vemos, nunca llega. Es la zanahoria en el palo: sigue mis leyes y serás más libre, serás más justo. Pero cuantas más leyes, menos libertad, menos emancipación, más dependencia…. perfecto para reanudar el camino de la reforma: los progres siempre están de reforma, de cambio, de “podemos”, de … progreso. Pero no hay progreso, no hay más justicia, porque no permiten que los “protegidos” se conviertan en maduros emancipados. Y cuando uno (Amancio Ortega en este caso) actúa en público como tal, la reacción ha de ser democráticamente (es decir, mayoritariamente legitimada) de repudio.
A pesar de que la mayoría de las personas viven una realidad marcada por la escasez de dinero hemos desarrollado una fe inquebrantable en que, primero, el Estado siempre tiene dinero y, segundo, la cantidad de dinero de que disponemos cada uno de nosotros no depende principalmente de los resultados del esfuerzo, sino que es una cuestión de reparto, de redistribución.
Las consecuencias de esta esquizofrenia son una ilimitada actitud de exigencia/expectativa frente a la acción del Estado, la aparición de una avasalladora cultura de la envidia y la consagración de la acción política estatal como única maquinaria de reparto de maná y bienestar, fundamentando así la hipercomodidad y el egocentrismo que caracterizan al votante/administrado/vasallo de hoy en día.
En los orígenes del llamado “Estado del bienestar” era la escasez de recursos la que dictaba las políticas a seguir con la meta clara y definida de procurar la prosperidad económica y social de una mayoría. De un tiempo a esta parte, acunados en los mitos del “todo es gratis” y “el Estado provee” hemos desarrollado la política del “cueste lo que cueste”, abonando la aparición de un inmenso aparato burocrático que, en primera línea, se ocupa de sí mismo y la propaganda necesaria para su autojustificación.
La conservación del poder es la meta principal, el reparto de “regalos y privilegios” la verdadera moneda, la corrupción apenas un daño colateral asumible. El resultado: una sociedad devastada en su autopercepción humanitaria e incapaz de generar prosperidad más allá de la que nace del saqueo constante a quienes producen y generan riqueza.
Es la envidia: no pueden soportar que lo justo sea precisamente que cada uno tenga en función de lo que es y de sus méritos. El mérito, dicen, genera desigualdad, injusticia. El mérito y el esfuerzo hacen que quien trabaja duramente disfrute de aquello con lo que sueña el que no quiere trabajar. El mérito y el esfuerzo terminan llevándonos a la madurez desde la que, conscientes de las carencias de otros, ejercemos voluntariamente nuestro derecho a DAR, a ser GENEROSOS.
No me cabe la menor duda: los aperroflautadores y los perroflautas no pueden entender que alguien sea generoso de forma voluntaria porque ellos NO LO SON.
No pueden entender que para ser solidario no basta con usurpar la palabra SOLIDARIDAD y esconderla en los formularios sobre la mesa de un burócrata anónimo, quien se asegura de que todos los educados en la inmadurez sean generosos con quienes han sido educados en la dependencia.
Gracias Don Amancio Ortega por mostrarnos que la virtud nace de la madurez individual y no de la legislación vigente. Gracias.
Foto: Alex Iby