Los españoles podemos presumir de constancia en varias cosas, pero hay un asunto en el que destacamos sobremanera. Contra la imagen quijotesca que nos adjudicaron los ingleses que leyeron el Quijote como si fuese nuestro himno nacional, somos gentes muy dadas a la mansedumbre y a aceptar de muy buena manera las ocurrencias y los disparates de quienes nos gobiernan. No es que abunden más los Sanchos que los Quijotes, cosa que pasa en cualquier tierra de garbanzos, sino que los quijotistas no supieron ver que tal vez Cervantes no estaba proponiendo un ideal sino burlándose a modo de Alonso Quijano, un tipo que leía libros, y de los Sanchos que son tan tontos como para seguir sus insensatas aventuras.
En nuestro Quijote cabe ver, por tanto, una crítica mordaz al que trata de mejorar el mundo y, por ello mismo, siempre acaba confundiendo a los molinos tecnológicos con los gigantes de la mitología, un puro disparate en último término, para abandonar a tontas y a locas las sanas costumbres del que se conforma de manera pacífica con una vida corriente y sin líos, del que se preocupa tan solo de sus asuntos para sospechar que cualquiera que le hable de cosas abstractas o intangibles es como el caballero que monta a Rocinante, un necio, en el fondo.
El poder político siempre quiere presentarse ante nosotros con la máscara de lo inevitable, de lo necesario, de la ausencia de alternativas, ese es el hilo rojo que une a personajes de apariencia tan distinta como Rajoy, el indolente, y Sánchez, el audaz
La narrativa que nos presenta como un pueblo ingobernable ha sido escrita por plumas al servicio del que manda, para encontrar en esa supuesta conducta una seña del éxito y la grandeza del gobernante de turno, cuya audacia, prudencia y astucia ha sabido reducir a gentes tan levantiscas a una condición casi lanar. A veces, quienes nos mandan alaban ese abandono en sus manos y nos dicen “haga lo que yo, no se meta en política”.
Se suponía que con la democracia cambiarían las cosas, pero la democracia, en este punto, lo único que ha hecho es darle una especie de respetabilidad estadística a la mansedumbre habitual. El poder político siempre quiere presentarse ante nosotros con la máscara de lo inevitable, de lo necesario, de la ausencia de alternativas, ese es el hilo rojo que une a personajes de apariencia tan distinta como Rajoy, el indolente, y Sánchez, el audaz: ellos proclaman que solo hacen lo que hay que hacer, no es su voluntad, que nada les importa, sino la necesidad sin rostro quien les obliga a someterse, siempre por nuestro bien, ante lo que no tiene otro remedio. En honor a la democracia nos dicen que solo hacen lo que haríamos cualquiera de nosotros, desvivirse por el pueblo y olvidarse de cualquier otro interés.
Para muchos observadores es pasmosa la paciencia y el estoicismo con el que soportamos las medidas de cualquier gobierno; hagan lo que hagan, cuentan con que van a encontrar una sumisión cordial. No es posible interpretar de otro modo la paciencia popular ante la sucesión de medidas descabelladas e inútiles con las que nos castigan los gobiernos desde hace ya mucho tiempo. En alguna ocasión intérpretes que se las dan de profundos han reparado en que lo único que nos importa es la economía, que todo lo demás nos deja fríos, porque es cosa que ni nos interesa ni nos importa. Esta interpretación tiene poco fundamento, porque cualquiera puede ver cómo la economía española se hunde desde hace ya mucho tiempo, cómo nos hacemos más pobres tanto ante terceros (Estonia, ex miembro de la URSS ya nos ha adelantado en renta) como ante lo que somos capaces de tener o comprar, pero no pasa nada. Nos acostumbramos a los cheques de Sánchez, que no se sabe a quién llegan, a los céntimos de la gasolina o a los mayores impuestos como nuestros bisabuelos se acostumbraron a la cartilla de racionamiento, el estraperlo o el Auxilio Social.
Es pasmoso, por ejemplo, como soportamos las mentiras del Gobierno y el oportunismo de la oposición. Ignacio Agustí (Mariona Rebull) cuenta que en el Teatro del Liceo una mujer le señala a su marido la querida de un amigo común al tiempo que le comenta, “está de muy buen ver, pero la nuestra es más guapa”: pues esto es lo que hacemos, en el fondo, con las mentiras, presumir que las de los nuestros son mejores. Claro es que, en este punto concreto, se ha hecho muy difícil mejorar a Sánchez, pero en el oportunismo la batalla está muy igualada: miren el último ejemplo, ante el nepotismo con el señor marido de la vicepresidenta Calviño, desde Génova se apresuraron a asegurar que cuando ellos gobiernen harán una ley que impida estas cosas. Con promesas tan sinceras y estimulantes es difícil, en verdad, que nadie se sienta descontento.
Así que ante un año 2023 que promete elecciones varias, que se dice serán reñidas y trascendentales, como no podría ser de otra manera, no estaría mal que despertásemos de la pasividad, aquello que don Julián Marías retrató tan bien diciendo que nos preocupábamos de saber qué va a pasar en lugar de plantearnos qué debemos hacer, y exigiésemos algo más de una política que tanto nos cuesta, por la que pagamos unos impuestos muy altos y a la que avalamos unas deudas escandalosas.
Bastaría con que nos preocupásemos de la economía haciendo unos números elementales, unos cálculos de servilleta como los llama Daoiz Velarde, para comprobar hasta que punto es sádico decir que la economía española ha ido bien cuando nos empobrecemos tanto y, a la vez, nos endeudamos de manera brutal. Como si fuera lo más normal del mundo y no tuviese la menor trascendencia nos conformamos con que se recurra a la deuda para poder pagar los intereses de la previa, es decir que Hacienda paga con una especie de tarjeta revolving, pero lo hace con la admiración que el pueblo le rinde al padrino marchoso.
La vida sigue igual, decía Iglesias, el cantante, hasta el punto de que hemos podido ver cómo los partidos que nacieron para renovar la forma de hacer política les han dado sopas con honda a los malos de la película en cuanto a trapacerías, inconsistencia y oportunismo. Las promesas de 2015 son ya juguetes rotos, pero como todos somos tan tiernos no hay que descartar que se les dé algo de vidilla para que sigan un ratito en el escenario, aunque me parece que va a ser que no.
Este perseverar en la indolencia es hábito de pueblos viejos, que saben más por eso que por sus lecturas, pero no estaría mal que muchos despertasen al menos un rato porque no son pocas las desgracias que se nos pueden venir encima con tanta indiferencia. Siempre me ha llamado la atención que en nuestra cultura haya, pues sin duda lo hay, un cuidado, una atención y una preocupación tan fuertes hacia los hijos y por los nietos y que, al tiempo, hayamos consentido que se instaure la costumbre de endeudarnos y gastar sin cuento a cuenta de pagos que ellos habrán de hacer con grandes sacrificios y poca justicia, tal vez antes de lo que pensemos, entre otras cosas porque la esperanza del PSOE en que los fondos europeos (Next Generation y lo que se les ocurra) se conviertan en un subsidio creciente e indefinido tiene las horas contadas.
O mejoramos o empeoraremos, ustedes escojan, pero no jueguen a engañarse pensando que vamos a ser capaces de soplar y sorber. Es tarea de todos conseguirlo, no piensen que se trata, sin más, de acabar con Sánchez, algo que, en todo caso, no sucederá sin una dura oposición por su parte y ya debiera estar claro que, en lo suyo, tiene oficio y no le van a faltar secuaces.
Foto: Pool Congreso. Congreso de los Diputados, Madrid.