Occidente experimentó un cambio estructural muy profundo durante el siglo XX. La Primera Guerra Mundial marca el arranque de transformaciones dramáticas de la sociedad, la política, las creencias, que culminan en los años 60 y 70. Los síntomas fueron notables: se generalizó la ingeniería social, surgió la cultura terapéutica y apareció una nueva ideología, la corrección política, que estableció una implacable censura del lenguaje. Se generalizó el miedo irracional, la cultura de la queja, el sentimiento de culpa colectiva, el infantilismo o el hedonismo ¿Cuáles fueron las causas de tan radicales cambios?
Ciertos autores consideran que Occidente pasó de ser una sociedad de propietarios y emprendedores a otra de burócratas, técnicos y expertos. Nuevas élites tecnocráticas, caracterizadas por el conocimiento, la especialización, habrían sustituido a los antiguos capitalistas e impuesto su particular ideología.
Occidente pasó de ser una sociedad de propietarios y emprendedores a otra de burócratas, técnicos y expertos
En The Managerial Revolution: What is Happening in the World (1941), James Burnham señaló que una revolución silenciosa, no violenta, había apartado del poder a los capitalistas en favor de otra clase formada por profesionales y expertos. Debido a la creciente complejidad del sistema productivo, los propietarios de empresas fueron perdiendo contacto con la producción y los técnicos tomaron la dirección y el control.
Y esta evolución no se limitó a la empresa: también alcanzó a la Administración Pública. Además, los propios expertos lograron establecer los criterios de selección y ascenso en la burocracia, adoptando sistemas de credenciales o títulos, cuya expedición controlaban ellos mismos.
Esta drástica transformación no solo alteraría la estructura de poder sino también el pensamiento, la concepción del mundo: barrería las tradiciones, los principios burgueses, rompería con el pasado, implantando nuevos usos, pensamientos, ideas. Traería consigo una ideología más acorde con los intereses de técnicos y expertos sociales, una forma de pensar que ha impregnado profusamente las sociedades industriales.
Muchos creyeron que el ascenso de la tecnocracia conduciría hacia formas de pensamiento más objetivas y racionales… pero el mundo camina casi siempre por la senda más inesperada
La idea de una clase social reemplazando a otra es un tanto discutible. Pero es evidente que profesionales y expertos han alcanzado un poder y una influencia impensables hace un siglo. Muchos creyeron que el ascenso de la tecnocracia conduciría hacia formas de pensamiento más objetivas y racionales, más basadas en conocimientos científicos y menos en supercherías, en impulsos infundados. Pero el mundo camina casi siempre por la senda más inesperada.
¿El fin de las ideologías?
A finales de los años 50 y principios de los 60, un grupo de pensadores concluyó que Occidente entraba en la etapa del fin de las ideologías. Aquellos viejos dogmas que llevaron al enfrentamiento, a la revolución, a la polarización social comenzaban a perder atractivo. Así, Daniel Bell afirmó en 1960 que «la era de las ideologías ha finalizado». También mantuvo este criterio el pensador español Gonzalo Fernández de la Mora en su famoso ensayo El Crepúsculo de las Ideologías (1964): los políticos profesionales serían desplazados por técnicos y expertos, que fundamentarían su acción en reglas objetivas, eficientes y neutrales. Desgraciadamente, el tiempo se encargó de refutar estas teorías.
Las ideologías no desaparecían: experimentaban una mutación
Paradójicamente, la tecnocracia favoreció el surgimiento de otras formas de pensar, tan subjetivas y dañinas como las que atenazaron al mundo en el pasado. Ciertamente, las ideologías clásicas, argumentativas, generalistas, como el marxismo, se encontraban en decadencia. Pero sólo para dejar paso a otras distintas, fragmentarias, no menos agresivas e irracionales, centradas en un puro activismo con objetivos muy puntuales. Las ideologías no desaparecían: experimentaban una mutación.
La nueva ideología de los expertos
La historia de la transformación de nuestra civilización de la mano de técnicos y expertos sociales es compleja pero sorprendente y apasionante. Pero mucho menos edificante de lo que se cree. Aun siendo un grupo heterogéneo, los tecnócratas poseen una visión del mundo, unos valores, unos intereses y motivaciones muy distintos a los del propietario burgués.
El típico capitalista original era un emprendedor, hecho a sí mismo, que no poseía necesariamente título académico pero sí una sólida ética de trabajo, fuerte autodisciplina y gran disposición a afrontar riesgos. Creía firmemente en la iniciativa privada y apoyaba un Estado nacional que garantizase los derechos individuales, especialmente el de propiedad, sin inmiscuirse en la vida privada. Pensaba que la naturaleza humana tenía una parte bondadosa; pero también un lado oscuro, una tendencia hacia el mal que debía compensarse con disciplina, principios y autocontrol.
El ingeniero social, cree que puede identificar y resolver cualquier problema de la sociedad con una intervención estatal apropiada
Por el contrario, debido a la enorme confianza en su saber, la nueva tecnocracia, el ingeniero social, cree que puede identificar y resolver cualquier dificultad de la sociedad con una intervención estatal apropiada, basada en técnicas de gestión. Como cada problema suele afectar a un colectivo concreto, esta tecnocracia concibe la sociedad como una colección de grupos distintos. Se trata de un enfoque utópico, que vislumbra la sociedad perfecta al alcance de la mano si se aplica el conocimiento verdadero: el de los expertos. Con una mentalidad profundamente paternalista e intervencionista propone siempre nuevas leyes, múltiples regulaciones o enormes campañas para cambiar la mentalidad de la gente.
La visión de los tecnócratas implica un regreso a la concepción Rousseauniana: el ser humano como buen salvaje pero corrompido por estructuras sociales inapropiadas y por creencias falsas e inadecuadas. Así, los males de la humanidad se resuelven transformando el entorno con ingeniería social, eliminando estructuras podridas, erradicando creencias obsoletas para implantar las «verdaderas». Y, dado que el ser humano es bueno por naturaleza… no requiere principios, disciplina o autocontrol. Al contrario, puede desenvolverse en una cultura del hedonismo, de la satisfacción inmediata.
Como el poder de la tecnocracia no emana de la propiedad sino de los títulos académicos, esta ideología no considera la propiedad privada como principio básico sino como instrumento discutible, supeditado a su eficacia o a su compatibilidad con las medidas que se propongan. Lógicamente, la ideología tecnocrática rechaza el pasado, las costumbres y enseñanzas de los ancestros. La ciencia no sólo resuelve todos los problemas; también proporciona una filosofía, una nueva concepción del mundo que sustituye a la anterior. Los nuevos conocimientos construirán una nueva sociedad partiendo de cero, rompiendo ese hilo que une al pasado, prescindiendo de los principios y valores heredados. La tecnocracia cree en un universo abierto donde la humanidad no se encuentra ligada a su pasado ni a su futuro: tan sólo flotando aislada en el presente.
Los tecnócratas tienen obsesión por inventar nuevos problemas sociales allí donde nadie los había visto jamás
Si la razón de ser de esta tecnocracia es resolver todos los problemas sociales, a mayor cantidad de dificultades, más demanda de servicios profesionales y mayor poder para los expertos. De ahí la obsesión por magnificar los problemas sociales existentes o inventar otros nuevos, allí donde nadie los había visto jamás. Se explica así esa proclividad a generar miedos infundados, a denunciar graves peligros, incluso a proclamar la inminencia de un «Apocalipsis» que nunca acaba de llegar.
El imperio de la tecnocracia no ha sido tan brillante como se esperaba. Aunque encendiera algunas luces, sus sombras fueron tenebrosas, conduciendo a Occidente a una postración, a una desorientación sin precedentes en la historia. Cual aprendices de brujo, abrieron la caja de herramientas e intentaron cambiar todas las piezas, pensando que la sociedad es como un mecano, que puede diseñarse a placer. Y es que, como advirtieron los clásicos, abrir de par en par la Caja de Pandora, aunque sea con la mejor voluntad, entraña riesgos que ni siquiera el más experto puede sospechar.
El fulgurante ascenso de los técnicos se explica por su sólida coalición con los políticos, cuyos intereses sintonizan mejor con los de la élite del conocimiento que con los de propietarios y emprendedores. También fue determinante el respeto reverencial que mantuvo el público ante los expertos y burócratas, confiando ciegamente en su supuesto saber omnímodo, en su bondad y buena intención.
Pero esta sumisión de la gente ante el gobierno tecnocrático ha comenzado resquebrajarse en los últimos tiempos, dando paso a una abierta desconfianza. Un profundo malestar, un singular enojo se apodera de muchos ciudadanos, que no desaprovechan ocasión para manifestar su hartazgo, su protesta contra un asombrado establishment. El voto a Donald Trump o el triunfo del Brexit en Gran Bretaña deben interpretarse como muestras del hastío de la gente, de su monumental enfado con esos estupefactos burócratas y expertos que, en el colmo de la ceguera, se consideran acreedores del aplauso y agradecimiento del público pues toda su labor la realizan, piensan, por el bien de la gente.
Quizá sea momento de que alguien explique a estos ingenieros sociales que los ciudadanos saben bastante bien lo que les conviene sin necesidad de que les digan, un día sí y otro también, cómo comportarse, cómo pensar o qué palabras utilizar. Presenciamos una fuerte contestación que puede poner fin a la era tecnocrática y abrir la puerta a la emancipación del ciudadano y a la recuperación de la democracia.
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