Lo de repartir carnets de demócratas no es nuevo; la odiosa superioridad moral que exhiben algunos no es de ahora. No obstante, la práctica está desbordando todos los diques de la insolencia en los últimos tiempos, anegando nuestra convivencia y sembrándola de torronteras. Y puesto que el primer mandato de la democracia, su tuétano y su razón de ser, es precisamente permitirnos convivir de manera pacífica, merece la pena clarificar a qué se dedican estos trileros de la política gestual («votasteis gestos, tenéis gestos», que diría María Blanco) que ahora con tanta intensidad padecemos.

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Tanto se ha tergiversado eso de ser «demócrata» —para algunos, «defender las ideas que yo considero aceptables»— que conviene recordar que es democrático todo partido que, uno, se desenvuelva en el marco constitucional (la norma básica de esa sociedad política llamada «España»), y dos, no recurra a la violencia para tratar de imponer sus ideas. Punto y final. Cualquiera que se atenga a esa doble regla es un demócrata. A quien le parezca que eso es poco pedir hay que decirle que con eso se conforman todas las sociedades verdaderamente democráticas del mundo, y que ya firmaríamos la mayoría con que pudiera cumplirse en la nuestra; y que sí, el nivel de la clase política ha bajado tanto en este siglo y este país que no está el horno para bollos y que lo razonable es exigir que al menos eso se cumpla.

No hay una postura moral sincera tras esa práctica de repartir carnets de demócrata, sino un puro cálculo político, constituye, además, un insulto a la inteligencia de la inmensa mayoría de los españoles seguir con la monserga del blanqueamiento

Siendo eso fundamentalmente la democracia —regirse por la Constitución y limitarse a la palabra, renunciando a la violencia—, en España hay pocos partidos antidemocráticos. Los partidos catalanes que conculcaron la Constitución traspasaron desde luego esa línea en octubre de 2017, pero ahora son de nuevo demócratas, cosa que es de celebrar, por más que sus intenciones («ho tornarem a fer») sean manifiestamente antidemocráticas. Y es antidemócrata, por haber apoyado la violencia y negarse a condenarla de manera explícita y no ayudar a resolver los casi cuatrocientos asesinatos de ETA que aguardan culpable, EH Bildu. A renglón seguido hay que decir que es una buena noticia para la democracia que quienes dirigen EH Bildu estén hoy en el Parlamento, en vez de en la kale borroka o dando matarile por la espalda como escoria cobarde; aunque mejor noticia para la democracia sería que se hiciesen demócratas. Para que se enteren quienes juzgan las intenciones y no las conductas: hasta la secesión puede defenderse sin dejar de ser un demócrata.

Esto de saber dónde están los demócratas es tan sencillo como observar quiénes lanzan las piedras y quienes las reciben; y quiénes afirman que cualquiera puede defender sus ideas donde quiera y quiénes sostienen que hay regiones, ciudades y hasta barrios de España que son suyos y amenazan a quien quieran ir allí a hablar —«provocar», en terminología antidemocrática—. El otro nombre que reciben quienes agreden es «totalitarios». Este peligro de retornar al totalitarismo jamás lo conjuraremos del todo, como nos ha recordado ese anacrónico proyecto de zar llamado Vladímir Putin, de modo que haríamos bien en dejar de decir tonterías sobre el riesgo de que España vuelva a ser «franquista» y fijarnos en quiénes son los agresores. El resto es parafernalia e histeria de quienes ayer apelaban a inexistentes balas (¿qué fue de aquello?) o cuchillos (¿y de aquello otro?) para protestar por una ficción de antidemocracia mientras jalean y aplauden comportamientos totalitarios.

No te saca de la democracia, por ejemplo, ser un corrupto. Si ser corrupto fuese «no ser demócrata», ni el PP, ni el PSOE ni los partidos catalanes del 3% serían partidos demócratas; y sí lo son, son demócratas con casos —muchos, demasiados— de corrupción. Tampoco se deja de ser demócrata «por contagio», pues de ser así cada abrazo y cada acuerdo firmado con EH Bildu (y van unos pocos) convertiría a los partidos de izquierda en no demócratas. Incluso Podemos, tan nostálgicamente afín a la dictadura estalinista y las Herriko Tabernas, y a pesar de haber coqueteado con su propia kale borroka (incendiando la calle junto a violentos raperos y diciendo quién puede y quién no puede ir a pedir el voto a Vallecas), es un partido de demócratas. Una vez más: ya ven qué poco se pide para ser considerado un demócrata.

Denominar «facha», «fascista» y demás memeces a un partido, VOX, en el que, hasta que no se demuestre lo contrario, debe haber tantos franquistas como estalinistas en las filas moradas, es un insulto a una opción a la que al parecer quieren votar entre el 15% y el 20% de los españoles. No es ya que la maniobra política, elección tras elección, se haya demostrado estúpida (pues el partido sigue creciendo en intención de voto), sino que seguir con esos calificativos demuestra ignorancia y mala fe a partes iguales, porque es obvio que hay una sensibilidad conservadora que no se siente representada por el PP y ahora prefiere a ese partido. Una sensibilidad que va a incorporar, con toda naturalidad, a los ganaderos, agricultores, transportistas y demás colectivos a los que el gobierno insiste ahora en insultar, para cuando se cierren las urnas lloriquear que «ya no votan bien los obreros». Despreciar a cuatro millones o más de compatriotas que piensan distinto, en lugar de ofrecer un proyecto político alternativo, no habla bien del talante democrático de quien desprecia. Y si la excusa fuese que «promover el odio» te hace no ser demócrata, qué quiere que le diga: que de ser cierto no habría un solo partido democrático en este país, y algunos, como los comunistas, lo llevan —el odio de clase— hasta en su programa.

Para que nadie se me despiste, y aunque carezca de relevancia, diré que nunca he votado a VOX, y que mientras continúe en ciertos discursos que no puedo compartir no voy a hacerlo. No me gusta cómo señala a la inmigración como la fuente de todos los males y en especial no me gusta cómo apunta a los menores. No se me escapa que hay problemas de delincuencia ligados a eso que denuncia, y, como todas las personas con dos dedos de frente, también estoy en contra de la inmigración ilegal; pero me parece obsceno agitar ese espantajo para recabar votos. Ahora bien: VOX es un partido estrictamente democrático en los términos objetivos que se han descrito; y como le pasa a todo aquel que no se plantee la política con hooliganismo futbolero o al chabacano modo de los seguidores de los realities mediaseteros, hay en el programa de VOX cosas que me gustan. Además, tengo conocidos, amigos y familiares que han escogido esa opción (también su opuesta), y son personas admirables.

El penúltimo espectáculo contra el «blanqueamiento» ha sido ver a los procuradores del PSOE negar el saludo al nuevo presidente de las Cortes de Castilla y León. No interesa en lo que nos atañe la falta de educación de esta gente; importa constatar, uno, la desvergüenza del autodenominado «bloque democrático», su notable ignorancia de en qué consiste la democracia, y el modo en que cada vez más políticos entienden sus cargos como un conjunto de derechos que no lleva aparejado deberes. Cuando uno acude a un trabajo (y eso hacen, aunque se les olvide, al recoger la medalla que les acredita como miembros del parlamento regional: asumir un empleo), lo primero que tiene que hacer es saber comportarse, y cumplir, le guste o no, con las cortesías institucionales. Con ese gesto pueril y grosero, dañan además a la democracia, al menospreciar a aquellos ciudadanos que votaron lo que ellos, en gesto antidemocrático, no aceptan.

Capítulo aparte merece la desfachatez táctica de gritar a los cuatro vientos que pactarás tantas veces como quieras con partidos antidemócratas mientras le niegas a tu rival la decencia de hacer lo propio con partidos demócratas que a ti no te gustan. Por lo demás, el discurso de los cordones sanitarios —ñoña y ladinamente rebautizados como «democráticos»—, la higiene parlamentaria y el manido blanqueamiento empieza a estar, afortunadamente agotado. Para entendernos: quedan pocos españoles que engañar con esa treta. Según Condorcet, llamamos propiamente civilización a aquella modalidad de sociedad que no precisa de la violencia para promover cambios políticos, gracias a la división de poderes y el juego democrático. En esos términos, el señor Abascal es un señor civilizado, y no lo es el señor Junqueras, por más que algunos (demasiados) digan exactamente lo contrario.

Como es notorio que no hay una postura moral sincera tras esa práctica de repartir carnets de demócrata, sino un puro cálculo político, constituye, además, un insulto a la inteligencia de la inmensa mayoría de los españoles seguir con la monserga del blanqueamiento. Y puesto que hace tiempo que ser político dejó de ser un servicio civil para convertirse en una profesión más, algún día tendremos que hablar de lo poco profesional —lo inmoral— que resulta insultar precisamente a quienes te pagan el sueldo, junto a los escoltas, los chóferes y el resto de costosos añadidos. ¿O es que esta gente cree que solo le pagan «los suyos»? Estamos hartos de representantes públicos que no están a la altura de sus deberes, por confundir, como quinceañeros, el amor propio con el carácter.

Foto: Engin Akyurt.


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David Cerdá García
Soy economista y doctor en filosofía. He trabajado en dirección de empresas más de veinte años y me dedico en la actualidad a la consultoría, las conferencias y la docencia en escuelas de negocio como miembro del equipo Strategyco. También escribo y traduzco. Como autor he publicado ocho libros, entre ellos Ética para valientes (2022); el último es Filosofía andante (2023). He traducido unos cuarenta títulos, incluyendo obras de Shakespeare, Rilke, Furedi, Deneen, Tocqueville, Guardini, Stevenson, Ahmari, Lewis y MacIntyre. Más información en www.dcerda.com