Parece que el mundo está definitivamente en manos de una cofradía de frívolos con ínfulas, burgueses dispuestos a amoldarse a cualquier cosa con tal de conseguir o mantener una prebenda, arribistas amorales, resentidos y déspotas con estudios universitarios, fanáticos de las emergencias globales, misioneros históricos, saqueadores del Estado-botín, incapaces y desquiciados sin cuadro clínico claro.
Llámennos gimnastas del pesimismo, alarmistas o lo que quieran, pero a diario comprobamos que la competencia de unos por agradar al poder y otros por destacar en esta maquinaria de ocurrencias es endiablada. Fluye sin cesar un torrente de propuestas de estos nuevos demócratas dictadorzuelos para avanzar en una sociedad ideal y solucionar de paso los problemas del orbe. Analizadas detenidamente, todas ellas sin excepción conspiran contra la libertad y el modelo de sociedad y convivencia que nos ha procurado estabilidad y progreso razonables, además de una contención de las tentaciones despóticas del poder y las amenazas exteriores.
No parece haber freno en esta monitorizada reprogramación social que ya se proyecta incluso a la enseñanza de las matemáticas, sin olvidar la alimentación, la niñez, los aspectos más íntimos y personales de cada uno de nosotros y el espacio público, el de todos, convertido en mostrador y escenario solo de unos
Deberíamos preocuparnos, pero hay quien dice – y me dice – que exageramos porque las ensoñaciones, desvaríos y radicalismos son pasajeros. Hay que sobrellevarlos, no exaltarse en la crítica y confiar en los moderados. Esos cuerdos capaces de ver luz donde otros sólo vemos tinieblas, aquellos que creen que las instituciones están dotadas de una sabiduría superior y que sólo existen para el bien común, encontrándose en ellas las variables y ecuaciones que permiten el retorno, casi espontáneo, de la lucidez y la cordura.
Es complicado no indisponerse ante estos razonamientos, que suelen venir de funcionarios acomodados, con o sin expectativas de cargo, también de ingenuos o profesionales que han hecho fortuna gracias a la política y la Administración. Pero uno se preocupa porque piensa en los siglos XIX y XX, en la experiencia sudamericana, la genial dramaturgia española, la literatura distópica y hasta en el cine balcánico. Sí, en el formidable cine yugoslavo, «Underground» (Kusturica, 1995), «No Man’s Land» (Tanovic, 2001), «Optimisti» (Paskaljević, 2006) y tantas otras cintas donde uno encuentra estupendas enseñanzas sobre la naturaleza y deriva del poder, el papel de los medios de comunicación y hasta el de los organismos internacionales. Esas asociaciones de estúpidos y arrogantes multilingües cuya acción o inacción frecuentemente conduce al desmantelamiento de una sociedad e incluso a la promoción o conservación de una tiranía. Ejemplos no nos faltan.
¿Qué debemos hacer en este contexto quienes vemos con preocupación un horizonte de servidumbre y consideramos el ideal de progreso, la libertad y la igualdad de oportunidades incompatible con el despotismo y la ordenación ideológica cabalgante?
Ayer me comentaron que Dostoievski escribió que la tolerancia llegaría a tal punto que nos autocensuraremos incluso en el pensamiento para no ofender a los imbéciles. No sé si la cita es exacta o apócrifa, pero nos conecta con Huxley, Orwell, Burgess o Bradbury. Nuevamente nos dirán que exageramos, pero cualquiera que se haya acercado a sus obras experimentará angustia por comprobar, o como mínimo intuir, que todas las creaciones distópicas, en mayor o menor medida ya están aquí. Quienes tienen el arrojo de denunciarlo, esto es, la deriva irracional en la que hemos entrado sólo recibe escarnio público, etiquetado, aquelarre, ostracismo y muerte civil.
No parece haber freno en esta monitorizada reprogramación social que ya se proyecta incluso a la enseñanza de las matemáticas, sin olvidar la alimentación, la niñez, los aspectos más íntimos y personales de cada uno de nosotros y el espacio público, el de todos, convertido en mostrador y escenario solo de unos. Las fuerzas están muy descompensadas y no parece pues inteligente encomendarse al discurso de la moderación o el poder mágico de las instituciones ante este cambio de paradigma que se extiende empujado incluso por fuerzas que desconocemos en detalle. Tampoco resulta ya razonable optar por la autocontención a la hora de referirse a esta clase dirigente como lo que realmente son, unos lunáticos, unos bárbaros y sociópatas.
En efecto, hemos llegado a un punto en el que hay que oponerse con determinación a esta deriva irracional e iliberal aun asumiendo las consecuencias. Debemos participar activamente en esta guerra cultural que se nos ha declarado sin que nosotros hayamos ofendido a nadie. Una guerra que sólo ignoran los gimnastas del optimismo, quienes siguen sin ver que las ideas más enloquecidas se abren entre nosotros y que no será fácil su reconducción, pues se imponen en los diarios oficiales con todas las firmas, sellos, rúbricas y refrendos pertinentes sin que las exiguas mayorías parlamentarias sean un inconveniente. La prensa hace de correa de transmisión e incluso ayuda a convencer a la opinión pública de imaginarias demandas sociales, necesidades acuciantes y hasta de la existencia de consensos en la sociedad. La perversión del lenguaje y la comunicación es total y sólo la determinación de una ya temerosa y cada vez más condicionada y permeable magistratura ayuda a corregir los delirios antisociales, contraculturales, acientíficos, antiartísticos y antidemocráticos.
De nada han servido siglos de cultura y experiencia política, social y económica. Estamos más expuestos que nunca a la imaginería, gustos y conveniencias de la podrida mente de cualquier trotskista-bolivariano encaramado a alguno de los múltiples gobiernos a los que debemos obediencia. Estamos dejando de ser ciudadanos para convertirnos en súbditos a una velocidad pasmosa. Sólo nos queda, en la medida de nuestras posibilidades, intentar crear un clima de curiosidad y apetencia por todo aquello que ya es oficialmente tabú y censura. Esto nos producirá un calvario de sinsabores y quebrantos, frustraciones y también costes personales, etiquetas y señalamientos de nuestros vecinos, compañeros de trabajo y familiares, pero debemos denunciar y escribir.
Escribir, denunciar, criticar, recordar, desvelar la verdad de las cosas y lamentarse es hoy una forma de sobrevivir. Hagámoslo con garra y entusiasmo.
Foto: Missi Köpf.