Esta mañana, como todos los días, sean o no festivos, me he levantado muy temprano. Los trabajadores autónomos solemos desarrollar este hábito, no por devoción o virtud sino por la costumbre que impone la necesidad de estar siempre disponible. Según tomaba el primer café, he recibido la tristísima noticia del fallecimiento de Javier Castro Villacañas, abogado, periodista, columnista y autor de numerosos libros. Un hombre tal cual, sin aditamentos, un repúblico irreductible con el que se podía o no estar de acuerdo, pero que siempre, que yo recuerde, se mantuvo firme en sus convicciones, por más que fuera consciente de que renunciar a ellas ocasionalmente, como es norma general en esta España, facilita muchos las cosas.
Javier, además de escribir en varios diarios, tenía aquí, en Disidentia, su espacio de autor. Yo, por mi parte, he tenido el privilegio de participar en el programa de radio que dirigía y que, lamentablemente, ha sido su última incursión en el debate público, “Queridos camaradas” se llamaba.
«El sentido de la vida no es lograr el éxito, el reconocimiento o el dinero, sino estar en paz con tu conciencia. Esforzarte por lograrlo, aunque fracases mil veces, es el mejor tributo que puedes rendir a los capitanes Miller que nos van dejando»
Hace pocas semanas me telefoneó para comunicarme que se interrumpía la emisión del programa temporalmente. Se cogía la baja porque los médicos habían detectado algunas “sombras” en su cuerpo. Visto y no visto. Las sombras lo han devorado a una velocidad vertiginosa. Tras recibir la extremaunción, Javier nos dejaba la medianoche del viernes 6 de enero, 24 horas después de que Sus Majestades los Reyes Magos visitaran nuestras casas.
No sé quién es el autor de la frase que nos advierte de que la vida es lucha y la paz solo un accidente. Fuera quien fuera, esa sentencia me ha perseguido a lo largo de más de media vida, desde el día en el que mi padre me la dijo, con toda su buena intención, cuando yo aún estaba en el proceso de dejar de ser un niño. Lo hizo a propósito de otra pérdida, la más dolorosa de todas, la de mi madre. Recuerdo aquel momento como si el tiempo se hubiera detenido. Mi padre y yo solos, en aquel tórrido mes de julio, abrazados, llorando en silencio, como entonces hacíamos los hombres.
Después de esa herida profunda, incurable, a la que simplemente te acostumbras, han venido otras. Una extremadamente dolorosa, la de Patricia, el amor y la piedad hechos carne, a la que el destino, la mala suerte o lo que fuere le privó de ver crecer a sus hijos, Sara y Juan. Eso es lo que más le dolió, me consta. Y así, como un goteo intermitente que no sigue ningún patrón, ninguna secuencia previsible, la fatalidad, con lúgubre tintineo, nos recuerda que estamos en este mundo de prestado, que ahora estás vivo, ahora no.
Sin embargo, no voy a regodearme en la pérdida o en el temor a que la vida se nos acabe de improviso. La muerte no tiene remedio. No voy a decir que hay que asumirla, porque, por más que se pretenda, la muerte es siempre inasumible. Hay que sobrellevarla y, cuando se manifiesta a nuestro alrededor, en nuestros conocidos, amigos y personas a las que amamos, entenderla como un recordatorio. No para angustiarnos ni vivir ateridos por el miedo a lo que es inevitable, sino para que nuestros actos tengan sentido.
Pero el sentido al que me refiero no es, desde luego, trascendente. Quiero decir que no se trata de empeñarse en alcanzar la inmortalidad con el recuerdo de lo que hicimos o fuimos. Simplemente, que aquello que hacemos tenga un propósito, a ser posible bueno. Que hagamos todas las cosas, ya sean las importantes, las obligadas o las que tienen que ver con el ocio y el disfrute, conscientes de que cada día es un regalo. Y honrar este presente.
Esto no significa quemar la vida, o extraer de ella hasta la última brizna de placer a la mayor velocidad posible, no sea que nos vayamos al más allá súbitamente. Al contrario, se trata de pausarla. No devorarla sino degustarla. Aunque lo que hacemos en cada momento tenga un objetivo concreto y obedezca a una situación distinta y única, a una jerarquía diferente, porque no es lo mismo educar a un hijo que planificar una escapada a la montaña, que nos guiemos por un único criterio: hacer las cosas bien o, al menos, con las mejores intenciones.
Vivir, aunque en ocasiones pueda resultar una experiencia pavorosa, es sobre todo un privilegio. Lo repito, cada día es un regalo. Un milagro que la rutina y las exigencias de la modernidad banalizan. Es lo que pienso, aunque a menudo me vaya a la cama insatisfecho porque, en la pausa antes de dormir, me doy cuenta de que durante el día que acaba no he estado a la altura, que no hecho las cosas como debería. Durante esa breve reflexión, que mi profesor de filosofía, Benjamín, llamaba los silencios del saber, recuerdas lo que habías olvidado, que el sentido de la vida no es lograr el éxito, el reconocimiento o el dinero, sino estar en paz con tu conciencia. Esforzarte por lograrlo, aunque fracases mil veces, es el mejor tributo que puedes rendir a los capitanes Miller que nos van dejando y que, antes de partir al otro mundo, parecen susurrarnos al oído: “hazte digno de esto, merécelo”.
Foto: Warren Wong.