Entre un mundo que muere y otro que nace la comunicación deviene ruido. La irrupción de un mundo nuevo de significantes (apenas intuidos) aviva los rescoldos de una semántica caduca que ya no da más de sí y se resiste, desesperada, ungiéndose de renovados fracasos que no son sino repetición de lo mismo: travestismo de formas que se traduce en una proliferación de nuevos partidos políticos, géneros, minorías, neolenguas… portadores de las mismas contradicciones que los hicieron fracasar. Vivimos tiempos movedizos.

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La socialdemocracia europea se derrumba a cámara lenta como en esas secuencias de cine mudo donde, sobre un miserable escenario en ruinas, se suceden hechos ridículos que nos entretienen y hacen reír. Lo importante es que el fondo quede oculto, velado ante nuestros ojos como mero recurso expresivo de una naturaleza muerta. Pero en nuestra escena el manchurrón negro, la oscuridad que rodea la figura amenaza como un vacío que podría engullirnos repentinamente. El panóptico[1] especular de la modernidad solo refleja ya su propio agotamiento. A nadie le apetece mirarse en un espejo social hecho añicos ni ver su identidad fragmentarse en múltiples imposturas prefabricadas que evidencian el éxito de una ingeniería social aplicada sin violencia sobre la psique humana. La suavidad del poder. El guante de seda sobre el puño de hierro. I like it ?

“Haga usted como que vive y deje lo demás en nuestras manos. Volvemos después de la publicidad”

“Tan destructiva como la violencia de la negatividad es la violencia de la positividad. La psicopolítica neoliberal, con su industria de la conciencia, destruye el alma humana, que es todo menos una máquina positiva”, escribe Byung-Chul[2] y tiene razón al advertir, además, que ya no es el excluido (y sus múltiples repeticiones), sino el incluido en el sistema el que habrá de ejercer espontáneamente el papel de Homo Sacer[3]. El “sacrificado” es, paradójicamente, no solo el mayor contribuyente, sino el más fiel cómplice del orden establecido. Sabe disimular y elige someterse voluntariamente a la constante “reprogramación radical” que refuerza sus barrotes prodigando sin control leyes y ordenanzas que regulen cada recoveco de su existencia: del embrión a la ceniza, de la entrepierna a la rima, en cada porción de nuestra vida se aposta un centinela dispuesto a salvarnos de nosotros mismos a cambio de un puñado de votos y de nuestra mansa aquiescencia. “Haga usted como que vive y deje lo demás en nuestras manos. Volvemos después de la publicidad”.

No andamos desnortados por casualidad. No se suceden revueltas continuas por mero azar o aburrimiento. El descontento generalizado no es (solo) la pataleta contrariada de unas generaciones empachadas de prosperidad y paz social que ven mermados sus recursos y posibilidades. Algo sucede cuando nos resultaría más fácil y agradable orientarnos en una selva desconocida que en la jungla del BOE. Y más bello. Porque de eso se trata, de la belleza robada que vuelve indistinguible la distopía de lo cotidiano: megaurbes que van paulatinamente expulsando a sus moradores para rebañar las migajas del festín estacional de turistas; vaciamiento de pueblos y ruralías y una caída de la natalidad que augura, a medio plazo, un inevitable reemplazo étnico y cultural; hacinamiento en periferias de arquitectura aberrante para esos mismos moradores desalojados; un urbanismo imprevisible y de pelotazo que borra continuamente nuestra memoria compartida, convirtiendo las plazas en cagaderos de perro y los pequeños comercios en tiendas de souvenirs y delicatesen. Prácticamente no quedan ya lugares públicos cómodos y agradables donde socializar sin ser exprimidos como consumidores o por los que transitar sin parecer intrusos: cámaras de vigilancia, radares… La ciudad es esencialmente una descomunal anomalía. Y en ese contexto, nuestros expertos en políticas del caos despliegan todo su ingenio para darle un poco más de oxígeno al moribundo.

No hay pueblo ni comunidad allí donde no se generan vínculos espontáneos a causa del persistente acoso y tutelaje de un Estado que pretende regular e intervenir todos y cada uno de los aspectos de nuestras vidas

Derechos humanos, democracia, igualdad, libertad, justicia, representación… las que fueron claves de bóveda del mundo que agoniza, se muestran ahora como lo que realmente son: un trampantojo artificialmente iluminado sobre un fondo oscuro que se torna amenazante por su cualidad  de “vacío”, es decir: des-poblado. Porque, en el juego real que conjuga necesidad y libertad, no hay pueblo ni comunidad allí donde no se generan vínculos espontáneos a causa del persistente acoso y tutelaje de un Estado que pretende regular e intervenir todos y cada uno de los aspectos de nuestras vidas, por nimios que sean.

La omnipresencia del Estado sobre la sociedad civil no es meramente una sesuda cuestión jurídica que afecte, por ejemplo, al menor grado de libertad política o facticidad democrática, como sucede en España. Es que afecta al núcleo mismo de los procesos de socialización y de creación de vínculos afectivos necesarios para crear y mantener una sociedad. Una comunidad deseable; aquella que realmente querríamos habitar, con sus luces y sus sombras.

En las hipervigilantes socialdemocracias actuales, la comunidad ha sido atomizada en manipulables unidades productivas en feroz competencia entre sí, pero inoperantes a nivel político. Los vínculos comunitarios han sido pulverizados y reemplazados por una inaprensible “comunidad digital” que no es sólo un sucedáneo de comunidad, sino su más eficaz aniquilación. A través de internet y las redes sociales, el mercado y la propaganda política penetran profundamente en nuestras conciencias, e incluso también en aquello que algunos llaman inconsciente digital colectivo. Nos hemos convertido en mónadas leibnizianas fácilmente moldeables que vagan embotadas de narcisismo y ensimismamiento.

La política del caos trata de desviar la atención sobre el fondo de la cuestión y se afana en sobrevivir un poco más creando réplicas fractales de sí misma

Sin embargo como seres sociales, relacionales, necesitamos establecer vínculos reales y materiales. Queremos “contactar” y torpemente lo hacemos, incluso a través de la provocación o el odio, situación ambigua y peligrosa de la que sacan buena tajada políticos y especuladores. España es un caso peculiar. Alentado, cuando no directamente fabricado por las propias oligarquías en liza, nuestra historia común y compartida recientemente está sufriendo un proceso de reescritura y tuneado que se lleva a cabo mediante interpolaciones de hechos fantasiosos, parciales o distorsionados. La política del caos trata de desviar la atención sobre el fondo de la cuestión —el agotamiento de un modelo que empieza a crear más problemas que soluciones— y se afana en sobrevivir un poco más creando réplicas fractales de sí misma: nuevos partidos a la derecha o izquierda del espectro político; división de la sociedad en múltiples géneros, identidades o “minorías”; fragmentación del Estado en autocopias más pequeñas que contendrán los mismos errores y contradicciones que el original. La misma oscuridad pulsando desde el centro de la escena. Un mundo emergente que deberemos significar y habitar.


[1] Modelo carcelario circular ideado por J. Bentham que subvierte el concepto de coliseo o teatro. Mientras en estos el espectador se dispone sobre las gradas para ver completamente la escena, en la prisión de Bentham es el carcelero el que posee una visión total sobre los presos, sin que estos puedan percatarse de ello.

[2] Psicopolítica, Byung-Chul Han, Herder, Barcelona 2016, pág. 51.

[3] Figura rescatada del derecho romano por Giorgio Agamben y que consistía en la impunidad con que se podía asesinar a los condenados sin incurrir en acusación de homicidio. G. Agamben, Homo Sacer, Pre-textos, 2010.

Foto: Tina Rataj-Berard


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