Esto de la igualdad es el cuento de nunca acabar, el producto más espectacular de la mitología postmoderna. Las cosas -los humanos- son únicamente iguales cuando enturbiamos la vista. Igualdad es ausencia de resolución. Colocamos peras y manzanas en una cesta y ya tenemos “fruta”. Todos los humanos caemos al cesto del igualitarismo y ya somos iguales. Nadie es listo, nadie tiene una nariz enorme. Vistos así, en el cesto, tras la neblina igualitarista, son imposibles el mérito, el libro, la historia. ¿De qué íbamos a hablar, disputar, si todos fuésemos “fruta”? ¿De dónde saldrían la genialidad o la excelencia? Los escritores contarían siempre la misma historia, los medios las mismas “verdades” y los historiadores el mismo cuento.
Radica en la esencia de nuestra naturaleza el ser diferentes. La genética ya nos separa y permite una clasificación. El igualitarista, además de llamarme racista, argumentaría que somos iguales en un 99%. Claro, eso es lo que nos iguala a, por ejemplo, los cerdos. No se habrá parado a pensar que la señora de al lado es genéticamente igual en un 99,99% y, sin embargo, ella puede tener hijos y él no.
Sólo somos iguales en la masa, como fans de una banda de rock, amantes del Hip-Hopp o hinchas de un club de fútbol, diluyendo nuestra individualidad. El amante de Wagner me decía: los hiphopper son imbéciles. En principio correcto, pues el wagneriano es muy libre de clasificar a quien quiera como quiera. Por otro lado, el wagneriano no es más que un adaptado, quien con semejantes afirmaciones busca fundamentalmente el aplauso de sus iguales. Esto le convierte en, cuando menos, igual de imbécil que el hiphopper, quien siempre podrá responder con un: “los wagnerianos también son imbéciles, …”.
Lo incorrecto es masculino, blanco y vive en occidente
Luego tenemos algunas denominaciones diferenciales, que, según las reglas de lo políticamente correcto, deben ser usadas por los sujetos correctos en el contexto correcto: el negro, que no significa otra cosa que “el hombre de color”, puede permitirse cambios en su autodenominación (e imponerlos a los demás) desde que es dueño de su propia denominación, algo que el pobre blanco no conseguirá jamás. Así es que un negro puede llamar “negro” a otro negro, pero un blanco no puede hacerlo. En mi caso, la cosa no funcionaría, pues mi caso no está sujeto a las sagradas reglas de la corrección política: ¿se imaginan que mañana saliese a la calle y le dijese a todo el mundo algo como “no me llame blanco, llámeme hombre descolorido, o rostro pálido”? … aunque esto último también tiene connotaciones racistas. Ya saben, lo incorrecto es masculino, blanco y vive en occidente. Evidentemente, las mujeres son mejores, aunque sean “iguales”, blancas y vivan en occidente.
Ese poder sobre la propia autodenominación es el que también pretenden alcanzar los representantes de algunas religiones cuando rechazan cualquier crítica con la disculpa del racismo (o el multiculturalismo). Y quienes están dispuestos a aceptar ese mantra no caen en lo absurdo que resulta hablar de una raza cristiana, o católica, o musulmana, … ¿qué les parece la raza budista? Todo absurdo es posible bajo la niebla de la corrección política, desde la miopía del igualitarismo a ultranza.
En las excelencias de los demás aprendemos a reconocer nuestras propias virtudes y nuestras limitaciones
Sólo somos iguales en nuestra libertad. En nuestra capacidad de llegar a ser todo aquello en lo que podemos convertirnos. En lo demás, nadie se parece a nadie. La igualdad no es una meta, es el principio. La única igualdad a la que aspiro es aquella que me sitúa al nivel de quien puedo llegar a ser yo. Y sólo los ignorantes y los soberbios renuncian a ello.
Todos somos diferentes y, por ello, todos somos excelentes. Quien renuncia a descubrir su propia excelencia amparado en el igualitarismo es un necio. Quien renuncia reconocer la excelencia en el otro también. En las excelencias de los demás – ¡ojo! no sólo en los excelentes- aprendemos a reconocer nuestras propias virtudes y nuestras limitaciones.
La única igualdad que existe, que debemos proclamar y defender, es la igualdad sin excepciones ante la ley. Sigo esperando que alguien me explique por qué, que un hombre asesine con premeditación y alevosía a una mujer es peor que si una mujer asesina a un hombre con premeditación y alevosía. Sigo esperando que alguien me explique por qué alguien que gracias a su trabajo y esfuerzo y las gotas de suerte (oportunidad) que de ello se generaron no puede ser más rico (incluso infinitamente más rico) que alguien que, o bien no tuvo esa suerte, o no se esforzó lo suficiente, o simplemente no tenía las mismas cualidades que el primero.
El descubrimiento de la excelencia en las mujeres, en los discapacitados, en los hombres … no se consigue por ley, ni por medio de subvenciones
El igualitarismo es la peor forma de totalitarismo, pues niega al humano toda posibilidad de crecimiento, en tanto que nos mantiene ignorantes de nuestro virtuosismo. Si además está revestido de “solidaridad compasiva” hacia quienes – por el motivo que fuere – no son conscientes de sus propias virtudes, o no pueden desarrollarlas, genera la peor de las desigualdades: la que nace de la imposición por la cual los sujetos de dicha “solidaridad compasiva” sólo son conscientes de su minusvalía.
El descubrimiento de la excelencia en las mujeres, en los discapacitados, en los hombres … no se consigue por ley, ni por medio de subvenciones. Basta con re-conocerles como lo que son: humanos capaces de llegar a ser todo aquello en lo que pueden convertirse, que siempre será diferente a aquello en lo que yo puedo convertirme y, por tanto, nuevo y enriquecedor.
Recuerden: al final, cuando ya no veamos más que la cesta llena de “fruta”, terminaremos en smoothie, fácil de envasar, cómodo de conservar. Bueno, ya lo están haciendo.
Foto: Mauro Mora