En el capítulo final de la magnífica serie televisiva Chernobyl se celebra un juicio para esclarecer la causa de la catástrofe nuclear. Cuando el juez le pregunta al experto científico Alexéyevich Legásov por qué estalló el núcleo del reactor, su respuesta es contundente: por la mentira.

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Tal vez el lector esté un poco desconcertado por la referencia a la serie televisiva y por el título de este artículo: ¿qué tiene que ver Chernobyl con Cataluña?, ¿y qué tiene que ver todo esto con la mentira? Con la inestimable ayuda del profesor Legásov, lo intentaré explicar a continuación.

Los Estados son como las centrales nucleares, inventos estupendos; pero, igual que las centrales nucleares, pueden tener fugas radiactivas. En estos días hay una fuga especialmente notable en Cataluña. Y, como ocurrió en Chernobyl, se ha producido precisamente por la mentira. Al final, el reactor nuclear de Chenobyl explotó. Nosotros no hemos explotado todavía. Esa es la principal diferencia.

Entre nosotros, españoles del siglo XXI, la mentira no es excepción, es norma. Mentimos en nuestro sistema educativo cuando llamamos Institutos de Enseñanza Secundaria a centros docentes donde, precisamente, lo secundario es la enseñanza; o cuando rebajamos la exigencia académica hasta el escándalo y expedimos titulaciones que no valen nada.

A la verdad le da igual nuestros buenos o malos sentimientos; le da igual el gobierno o las elecciones, si somos de izquierdas o de derechas, si somos ateos o creyentes. Es paciente y pertinaz, y siempre nos espera a la vuelta de la esquina

Mentimos cuando decimos memoria histórica, a sabiendas de que la memoria es siempre subjetiva y sentimental y no tiene nada que ver con la Historia. Mentimos cuando decimos nación de naciones, porque una nación política no puede estar constituida por otras naciones políticas, por la misma razón ontológica que el Sol no está hecho de soles, ni la Luna de lunas.

Mentimos cuando decimos delito de odio. E igualmente mentiríamos si dijésemos delito de ira, de miedo, de tristeza o de asco, porque las emociones no pueden delinquir. Mentimos cuando asumimos que un chico es una chica tan solo porque desea serlo. Mentimos cuando afirmamos que cualquier agresión a una mujer es una agresión por ser mujer.

Y, lo que es más grave aún, nos mentimos a nosotros mismos cada vez que escuchamos una mentira y seguimos nuestro camino con toda normalidad como si fuese verdad. Son solo algunos ejemplos, pero existen muchos más. Mentimos como respiramos: sinceramente y con una sonrisa; a todas horas y en todo lugar y, mayormente, para que la gente sea feliz. Así de buenos somos.

La mentira mueve el mundo, decía Jean-François Revel y hoy, especialmente, mueve a la civilización Occidental. Pero en España tenemos un plus: nuestros políticos normalizaron la mentira en la Transición y la convirtieron en hábito después.

Mentían cuando decían que las autonomías nos traerían más libertad, prosperidad y solidaridad. Y mentían con alevosía cuando, año tras año, veían que no era así y seguían diciéndolo. Mentían cuando decían que en las escuelas catalanas no había discriminación lingüística a los alumnos que hablaban castellano. Mentían cuando nombraron a Jordi Pujol español del año, y continuaban mintiendo cuando todos se felicitaban en público por ello. Mentían cada vez que transferían una competencia a la Generalitat en nombre de la democracia: a más competencias transferidas, más democráticos éramos. Las competencias transferidas eran, precisamente, el pago a plazos de esa mentira.

Aun nos siguen mintiendo. Quizá mienten por miedo, con buena intención, para no entrar en el terreno peligroso en el que nos situaría de repente la verdad. Pero la cuestión es que ya estamos en terreno peligroso, y lo estamos precisamente por la mentira.

Cuando la verdad ofende o simplemente no nos gusta, mentimos. Pero mentimos también porque alguien se ocupó a conciencia de enseñarnos a hacerlo: en los medios de comunicación que dominan la opinión pública desde hace décadas siempre hubo buenos maestros de la mentira.

Mentimos cada vez que llamamos a los secesionistas de Cataluña independentistas catalanes (solo en un territorio colonizado puede haber verdaderos independentistas), mentimos cada vez que llamamos Parlament a una asamblea regional y Govern a un equipo de consejeros autonómicos; por ende, todos ellos funcionarios del Estado español. Mentimos cuando decimos Cataluña y España en lugar de Cataluña y el resto de España; o cuando decimos Cataluña y el Estado, como si las instituciones catalanas no perteneciesen al Estado. Mentimos cuando llamamos antifascistas a los verdaderos fascistas y tildamos de ultraderecha a un grupo de manifestantes arropados con la bandera de España. Mentimos cada vez que repetimos, como un hipnótico mantra, que hay que dialogar, cuando a estas alturas todos sabemos que no hay nada que dialogar.

Quizá mentimos sin darnos mucha cuenta de que lo hacemos, y porque nos da mucha pereza darnos cuenta. Quizá mentimos solo por comodidad, por costumbre, porque casi todos lo hacen. Pero mentimos. Mientras tanto, la verdad sigue estando ahí. Y con cada mentira que contamos, la deuda con la verdad se hace más y más grande. ¡Algún día tendremos que pagarla!

A la verdad le da igual nuestros buenos o malos sentimientos; le da igual el gobierno o las elecciones, si somos de izquierdas o de derechas, si somos ateos o creyentes. Es paciente y pertinaz, y siempre nos espera a la vuelta de la esquina.

Nuestros gobernantes temen pagar el precio de la verdad, que a estas alturas debe de ser muy alto; pero es porque no han hecho un cálculo correcto. Es mucho más alto el precio de la mentira: en Chernobyl costó miles de muertos.

La vida es dura, y la mayoría de las veces la clase política que padecemos la hace un poco más dura con su cobardía e incompetencia. Pero estamos acostumbrados a resistir. Nuestro grado de tolerancia al miedo, al mal que nos inoculan y a los dolores que nos sobrevienen es muy grande, somos más fuertes de lo que pensamos. Pero no podemos ya con tanta mentira. Dos gramos más de mentiras y saltamos por los aires.

Foto: Amort1939


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