Las elecciones catalanas del domingo servirán, con bastante probabilidad, para demostrar que nada es seguro en la política y menos en la española que ahora mismo está aquejada de una catalanitis intensa. Desearía equivocarme y que los comicios del 12 de mayo fueran el inicio de una etapa clara y distinta y, a ser posible, positiva, pero hay muchos factores que lo pueden impedir.

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Las políticas no suelen ser medios de esclarecimiento, más bien de lo contrario, pero hay casos en los que la confusión es demasiado extrema y eso pasa con la Cataluña de 2024. Se presentan multitud de opciones que cubren cualquier espectro posible en los ejes izquierda/derecha y separatismo/continuidad, pero no hay manera de saber qué gobierno podría salir de qué combinaciones ni cuáles serían los tipos posibles de gobierno si no es con un altísimo grado de imprecisión.

El gobierno español depende de forma lastimosa e indigna de quienes, si pudieran, harían que España no existiese, de poco más que siete votos envenenados

Esta clase de situaciones obligan a pensar que hay algo profundamente equívoco en el panorama. Como se trata de confundir, hay múltiples vetos cruzados, pero parece ya una condena que cualquier coalición posible se determinará por intereses que nadie está dispuesto a hacer públicos, no sea que a los votantes les dé un ataque de sentido común. Es muy difícil saber lo que se quiere ser si todo el mundo vive de fórmulas negativas sobre lo que dicen no ser y no querer. Hay muchos menos proyectos que encrucijadas mal señalizadas y eso invita a no moverse.

El primer indeterminante de la situación es que el propósito de romper España, de acabar con cualquier vestigio de unidad de una muy vieja nación, está detrás de unas cuantas listas, pero con matices que muestran que ese propósito es bastante menos que una realidad operativa. Visto lo visto no hace falta ser un lince para entender que la ruptura de la unidad nacional es enormemente difícil, casi completamente irrealizable. Las razones son tres y bastan: nadie en el mundo desearía una cosa así, salvo Putin tal vez en un mal momento; no hay suficiente número de catalanes dispuestos a ese oscuro negocio y, por último, ni el reino de España ni los españoles están dispuestos a que ese proyecto se consume.

Por claro que sea ese asunto hasta ahora no ha funcionado la sensata recomendación de que, ya que no podemos cambiar el mundo, cambiemos al menos de conversación. La conversación sigue viva porque vivo está el proyecto de conseguir otras metas menos gloriosas, pero acaso interesantes para los que acarician de fondo la intención rompedora. Se ha repetido muchas veces: si no se puede sacar a Cataluña de España, sacaremos a España de Cataluña, cosa que algunos avispados piensan que es, a la vez, más fácil y menos traumática.

De momento, ese negocio no parece ir tampoco demasiado bien porque, entre otras cosas, no acaba de estar nada claro qué cosa debiera ser esa Cataluña despojada de España y mira que los políticos españoles de todas las tendencias han dado facilidades para que se definiera el proyecto con cierta claridad. La razón de esta indefinición es bastante simple, el mundo en que vivimos apenas deja hueco posible para esa clase de separaciones. No es cierto, pues, que la imposibilidad de una separación política pueda dejar lugar con facilidad a otro tipo de escisiones y la razón es bien simple, la política no opera en el vacío sino sobre una trama casi infinita de relaciones que no se pueden romper fácilmente a gusto del consumidor.

Lo que está pasando es que en el camino hacia esa ilusoria separación el imaginario político del nacionalismo catalán ha acabado por condicionar de manera grave al conjunto de la política española. Cataluña es, en efecto, lo suficientemente importante como para que cualquier afección política que la aqueje durante años, y así está ocurriendo, afecte al resto de España.

Conozco catalanes que se quejan de que Cataluña no ha sabido ser vista y respetada como lo ha sido el País Vasco y en esa apreciación hay dos circunstancias que pueden tender a olvidarse. La primera, que el País Vasco es una realidad de mucho menor tamaño que Cataluña, la segunda que los políticos catalanes apostaron de forma mucho más sincera y radical que los vascos por el proyecto de 1978. Luego muchos de ellos han querido reescribir su pasado y eso nunca sale bien del todo.

La forma en que el malestar catalán se ha convertido en un malestar español tiene su origen en el recurso del PSOE a los nacionalistas catalanes y vascos para cambiar su apoyo en Madrid por promesas más o menos viables. Pasó con Zapatero y está pasando de manera escandalosa con Sánchez. Zapatero estuvo dispuesto a conseguir que una idea distinta de España (como si España fuese una ocurrencia) se abriera paso dando a Cataluña lo que el PSC pidiera para poder ser más catalanista que los herederos de Pujol. El experimento nunca pudo salir adelante porque era disparatado y hasta Sánchez, en su momento, estuvo en frente, pero las circunstancias políticas hicieron que el propio Sánchez, metido en una crisis electoral de caballo, empezase a dar por buena la fórmula de Zapatero no ya con ERC sino con los herederos cabreados y ofuscados de Pujol, con Puigdemont primero, con Torra después, con quien haga falta para seguir en Moncloa.

Así llegamos al momento presente en que el gobierno español funda su mayoría parlamentaria en una alianza con partidos que, de ser posible, terminarían de un plumazo con la unidad nacional que es un principio que los condena a ser menos importantes de lo que creen merecer. No pueden hacer que el mundo entero reconozca su independencia y que España se resigne a perderlos de vista, pero pueden mantener al presidente español en un régimen de libertad vigilada bastante peculiar y en eso estamos. El gobierno español depende de forma lastimosa e indigna de quienes, si pudieran, harían que España no existiese, de poco más que siete votos envenenados, una situación absurda y penosa que Sánchez trata de disimular con tretas tan imaginativas como la de su reciente crisis moral y existencial.

Las elecciones del 12 de mayo pueden hacer que este panorama sea todavía más enrevesado, entre otras cosas porque, aunque parezca muy paradójico, todavía quedan bastantes catalanes que quieren seguir siendo españoles y abrigan la esperanza de que el voto a Illa sea una garantía de que Cataluña no caiga en las aviesas manos de un Puigdemont crecido al que se le pueda ocurrir cualquier cosa casi irremediable.

Comenzábamos diciendo que ni las elecciones ni las políticas suelen ser medios suficientes de esclarecimiento porque siempre es mejor mantener al elector en un estado sentimental y bien dispuesto a comprar argumentos que no admitiría a un vendedor de coches. El separatismo catalán ha querido hacer de la Barcelona cosmopolita la mera capital de Cataluña. No lo ha conseguido, ni creo que lo consiga, pero nada se arreglará medianamente bien hasta que una mayoría de catalanes sepa que Cataluña no puede operar como si fuera el Brasil la India o la China y que solo admitiendo con claridad los perfiles del mundo real se puede alcanzar a mejorarlo.

Verdades tan esenciales y próvidas como esta han estado muy ausentes de una campaña en la que se ha pretendido curar al enfermo haciéndole creer que el mal es imaginario o que todo se va a arreglar si Sánchez sigue en la Moncloa y sin decir nada que suene a proyecto pensado sólido y verdadero, difícil será, por tanto, que se resuelva nada.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web