Bajo el mandato de Xi Jinping, China muestra al mundo su poder, no solo económico, sino sobre todo político. Su expansión en América Latina no es una simple inversión, sino una estrategia geopolítica que cambia el equilibrio de poder en toda la región. La estrategia china combina préstamos, infraestructura, tecnología y diplomacia para convertirse en el socio número uno de casi todos los países de la región. China en su astuto plan de colonización de Hispanoamérica ha dejado de lado relatos ideológicos optando por acciones directas mediante contratos carentes de transparencia. Hispanoamérica, azotada por la pobreza, la violencia y los gobiernos corruptos, se ha convertido en un campo de acción ideal. China llega con una aparente generosidad —trenes, centrales eléctricas, fábricas, tecnologías modernas—, pero a cambio erosiona lentamente libertades, autonomía y principios democráticos. ¿El resultado? Una dependencia económica y política que compromete el futuro de la región, dejando en evidencia que venderse al mejor postor no sale a cuenta. Hispanoamérica repite un patrón histórico: aprendió poco o nada de la época de las secesiones y las llamadas ‘independencias’, que se lograron a costa de endeudarse con el mundo anglosajón, y hoy continúa subsistiendo hipotecada y dependiente del gigante asiático.

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China no está ofreciendo desarrollo, sino comprando obediencia.
Lo que se vende como progreso es en realidad dependencia

La relación entre China y América Latina reproduce un viejo patrón: dependencia disfrazada de cooperación. Al igual que en la órbita soviética, ninguna gran decisión económica o estratégica se toma sin medir la reacción de Pekín. La clave está en los contratos: opacos, llenos de cláusulas de confidencialidad, condiciones de cancelación ventajosa y garantías que ponen a China por encima de cualquier otro acreedor. No se trata de simples préstamos, sino de un mecanismo de control. El mensaje es claro: quien se atreva a cuestionar a Pekín arriesga créditos, mercados y estabilidad financiera. El resultado es un desarrollo hipotecado, más cerca de la sumisión que del progreso. Los ejemplos hablan por sí solos. En 2010, Bolivia firmó contrato de crédito de 295 millones de dólares con el Banco de Desarrollo de China para el satélite Túpac Katari, puesto en órbita a finales de 2013, un proyecto costoso que aún genera dudas sobre su utilidad. Venezuela recibió entre 2008 y 2016 más de 62.000 millones de dólares que debieron pagarse con petróleo, supuestamente destinados a modernizar el sector energético. Sin embargo, la corrupción y la connivencia con empresas chinas transformaron ese dinero en un saqueo monumental. Argentina entregó soberanía financiera y tecnológica: un tercio de sus reservas ya están en yuanes y China controla una base satelital en Neuquén a la que los argentinos apenas pueden acceder una vez al año. Cuando Mauricio Macri intentó renegociar los términos, Pekín respondió con amenazas comerciales directas sobre la carne y otros productos de exportación.

En Perú, la dependencia es aún más grave: China controla el 100 % del sistema eléctrico de Lima, el 25 % del cobre nacional y, con el puerto de Chancay, logró que el Congreso modificara leyes a su medida. Hoy maneja el 70 % de la transmisión energética del país, en flagrante contradicción con la normativa vigente. Nicaragua, bajo el régimen de Ortega, ilustra cómo la influencia china se expande con mayor facilidad en contextos autoritarios. Tras romper con Taiwán, el país firmó 13 memorandos de entendimiento y un tratado de libre comercio con Pekín en 2023. El China Index 2024 lo resume sin rodeos: Nicaragua está “altamente expuesta a la narrativa de la RPC” y el margen para la disidencia es prácticamente nulo. Los proyectos chinos se multiplican y todos cargan el mismo patrón: ganancias para Pekín, dependencia para Managua. Desde la construcción de 12.000 viviendas con dinero nicaragüense pero mano de obra china, hasta concesiones mineras por más de 15.000 hectáreas en territorios indígenas miskitos; desde la cadena minorista “Casa China” que desplaza a comerciantes locales, hasta la expansión de la base aérea de Punta Huete convertida en aeropuerto comercial; pasando por la red ferroviaria Managua–Masaya–Granada y megaproyectos energéticos como Mojokola, Tumarin y San Benito, todos bajo el paraguas de inversión china. El escenario es preocupante: opacidad, endeudamiento, control de sectores estratégicos y capacidad de imponer condiciones políticas. China no está ofreciendo desarrollo, sino comprando obediencia. América Latina corre el riesgo de hipotecar su soberanía a cambio de créditos fáciles y promesas vacías.

La tecnología se ha convertido en uno de los instrumentos más poderosos de la influencia asiática en Hispanoamérica. En China no existen empresas realmente privadas: todas están subordinadas al Partido Comunista mediante células internas y mecanismos de “fusión cívico-militar”. Esto significa que cualquier infraestructura digital instalada en el extranjero puede ser utilizada por el gobierno y el ejército chino. Huawei y ZTE lideran el despliegue de redes 5G en la región, ofreciendo precios bajos que seducen a gobiernos dispuestos a priorizar el costo sobre la seguridad. Pero estos contratos no son inocuos: abren la puerta a riesgos de espionaje, manipulación de datos y control de información estratégica. Huawei, en particular, se ha convertido en una de las empresas más influyentes de la región, con presencia en proyectos de cooperación con universidades e institutos. En noviembre de 2021, por ejemplo, firmó un contrato con el Instituto Nacional de Formación Técnico Profesional de República Dominicana para brindar capacitación técnica en IT (El Dinero, 2021). Los casos se multiplican:

  • En Costa Rica, el sistema 5G depende de Huawei.
  • En Ecuador, todo el sistema de atención de emergencias (ECU911) fue desarrollado por empresas chinas.
  • En Chile, en 2019, Huawei invirtió 100 millones de dólares en un data center que centraliza almacenamiento de redes y big data en la nube (Reuters, 2019).

La cooperación tecnológica entre China e Iberoamérica no deja de crecer. En varias ciudades argentinas, sistemas de reconocimiento facial se implementaron con el supuesto propósito de combatir la pandemia, facilitando la detección de síntomas de COVID-19. En 2019, ZTE firmó un contrato con Jujuy por 30 millones de dólares para instalar cámaras, centros de monitoreo, servicios de emergencia e infraestructura IT (Garrison, 2019). Por su parte, la plataforma C-TRIP acordó con el Ministerio de Turismo y empresas del sector nuclear, como Conuar y Nuclearis, colaborar en el sector energético (Ámbito, 2021). Todo esto forma parte de la Ruta de la Seda Digital (RSD). Bajo la fachada de “cerrar la brecha digital”, China busca imponer estándares tecnológicos propios, expandir la cooperación en ciberseguridad y replicar mecanismos de control estatal similares a los que aplica dentro de sus fronteras. Su supuesto propósito es fortalecer la infraestructura de Internet, impulsar la cooperación espacial, desarrollar estándares comunes y mejorar la eficiencia de los sistemas de seguridad de los países socios. Sin embargo, estas medidas muestran un claro anhelo de control geopolítico a través de las herramientas tecnológicas condicionando la infraestructura digital, la información y la seguridad de los países hispanoamericanos. Lo que se vende como progreso es, en realidad, una estrategia para influir y dominar de manera sutil, pero efectiva.

China libra una carrera global por recursos estratégicos: energía, alimentos, agua y minerales. En Hispanoamérica, su mirada está puesta en el litio del triángulo formado por Argentina, Bolivia y Chile, indispensable para la transición energética. Pekín sabe que estos recursos son clave para sostener industrias tradicionales basadas en petróleo y carbón. Pero detrás de los contratos millonarios, los proyectos chinos esconden falta de transparencia y graves daños ambientales. En Ecuador, la hidroeléctrica Coca Codo Sinclair, construida por Sinohydro, presenta más de 8.000 fisuras y ha generado un impacto ambiental y financiero devastador. Además, la presencia de flotas pesqueras chinas cerca de Galápagos muestra cómo Pekín impone condiciones comerciales a cambio de tolerar actividades extractivas. China construye fábricas y centrales eléctricas sin dejar beneficios reales a la población local: no hay transferencia de conocimiento ni creación significativa de empleo para los ecuatorianos. La información sobre estos proyectos es escasa o manipulada. Los chinos no solo invierten a través de canales oficiales del estado, sino de empresas pseudo-privadas que en realidad dependen del régimen comunista o mediante compañías extranjeras, p.ej. españolas que invierten, pero el beneficiario final es China. Eso demuestra una gran debilidad en el control y en la evaluación de las inversiones en los países hispanoamericanos, así como, una dependencia creciente de Pekín, cuyos beneficios quedan casi siempre fuera de la región.

El avance chino no se limita a la economía ni a la tecnología. La diplomacia de Pekín ha incidido directamente en la política interna de varios países. En Brasil, durante el gobierno de Bolsonaro, la presión de China contribuyó a la salida del canciller Ernesto Araújo, crítico de las vacunas chinas. En el mismo país, el yuan ya supera al euro en importancia financiera. En Guatemala, cuando el gobierno felicitó al nuevo presidente de Taiwán, Pekín respondió bloqueando exportaciones de macadamia por 80 millones de dólares. Este ejemplo revela cómo el comercio con China está sujeto a condicionamientos políticos. En paralelo, Pekín impulsa su soft power a través de los Institutos Confucio y de alianzas con universidades hispanoamericanas. Académicos y políticos comienzan incluso a difundir la idea de que el “modelo tecnocrático chino” sería más eficiente que la democracia liberal, ocultando la realidad de un régimen autoritario y controlado por el Partido Comunista.

China ha sabido leer con precisión las vulnerabilidades de las democracias hispanoamericanas. Corrupción, debilidad institucional y la falta de separación real de poderes han abierto la puerta a un modelo tecnocrático que se infiltra bajo la apariencia de cooperación y desarrollo. Donde las leyes e instituciones son manipuladas en beneficio de élites y redes de poder, Pekín encuentra terreno fértil. Su estrategia combina infraestructura y tecnología en un “pseudo-desarrollo” financiado a crédito, que limita la autonomía de los países y transfiere soberanía a cambio de obras y préstamos a corto plazo. La competitividad de la región frente a potencias como China sigue siendo limitada. Mantener una autonomía estratégica requiere priorizar a las empresas nacionales, invertir en sectores clave como tecnología, industria y energía, y no ceder terreno a actores que buscan exportar un modelo autoritario. La respuesta de la región no debe ser un rechazo total a las relaciones internacionales, sino la exigencia de una cooperación transparente, mutuamente beneficiosa y estrictamente económica; de lo contrario, lo que hoy se presenta como desarrollo será mañana un lastre que hipotecará el futuro de la región.

*** Marzena Kożyczkowska es investigadora hispanista, traductora, profesora y analista del mundo hispanohablante. Graduada en Filología Hispánica por la Universidad Ateneum de Gdańsk (Polonia), licenciada en Lenguas y Literaturas Modernas, está especializada en Estudios Hispánicos en la Università degli Studi di Palermo (Italia) y tiene el Máster en Estudios Hispánicos Superiores de la Universidad de La Rioja (España).

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