Una de las sentencias que se conservan de Heráclito, que, pese a ser tenido por “el oscuro”, en esto fue muy claro, afirma que “extinguir la insolencia es más importante que apagar un incendio”. Se pensará, sin duda, que es un aforismo aristocrático, pero con las vueltas que ha dado el mundo podemos afirmar con total certeza que los insolentes ya no desafían a los supuestamente mejores, sino que, hábilmente instalados en el poder, como los cínicos, según recordaba recientemente Dante Augusto Palma, se ciscan en los derechos más elementales del ciudadano, que más que en resistir al poder, se aplican a macizarlo.
El poder anónimo y exangüe de la legislación es un artilugio mortífero, está reduciendo insolentemente a nada los más elementales y verdaderos derechos, y eso se ha logrado día a día, pasito a pasito, publicando esos cientos de miles de páginas de la veintena de boletines oficiales que padecemos y que, a cada momento, acrecientan la inseguridad jurídica, pues, por descontado, están llenas de atropellos, de contradicciones, de brutales agresiones al más elemental buen sentido.
El poder anónimo y exangüe de la legislación es un artilugio mortífero, está reduciendo insolentemente a nada los más elementales y verdaderos derechos
¿Cómo es posible que eso suceda y que lo consintamos sin alarma aparente? Porque se amparan en la industria que generan y se defienden con una pléyade de argumentos benéficos, de ensoñaciones de las almas bellas, que en realidad son como las vírgenes necias del evangelio, que no se fijan en que tras esas toneladas de buenísimas intenciones se oculta un brazo criminal y despiadado, un poder enloquecido capaz de arruinar a cualquiera.
Lo hace de dos maneras, acrecentando los aparatos burocráticos y las instancias sancionadoras, y así, ahora mismo, pese a los supuestos recortes, volvemos a padecer y pagar a más empleados públicos que hace seis años, pero también estableciendo penas dolorosísimas para aquellos que se atrevan a contravenir cualquiera de las insolentes arbitrariedades que entronizan como normas de obligado cumplimiento. Con la disculpa de protegernos, se nos ata cada vez más corto, con la excusa del bien común, se nos priva de cualquier independencia.
Cómo se puede entender que a un vecino de El Escorial, un municipio de la provincia de Madrid, le haya caído una multa de 100.000 euros por talar un fresno enfermo en una parcela de su propiedad
Díganme, si no, cómo se puede entender que a un vecino de El Escorial, un municipio de la provincia de Madrid, le haya caído una multa de 100.000 euros por talar un fresno enfermo en una parcela de su propiedad, una ejemplar sanción que ha sido ratificada por el Tribunal Supremo al considerar que los informes aportados por la defensa de esa víctima de Leviatán han sido redactados con posterioridad a los hechos delictivos. Al tiempo ha incurrido en un sobrecoste de cuarenta mil euros adicionales por la demora en el pago.
Es de manicomio que una noticia como esta no encienda el ánimo de los indefensos, que somos, si no todos, la mayoría, pero eso no ocurre porque poderosas congregaciones y cofradías se encargan de criminalizar, nada desinteresadamente, a cualquiera que descrea de las nuevas religiones, del ecologismo, del naturismo, del feminismo o de cualquiera de las innumerables memeces que encuentran su acogida en el templo de los valores que se suponen unánimemente compartidos. Y como la ética se ha reducido ya a la legislación, la libertad se ha de reducir a la obediencia.
Se simula proteger a los fresnos, pero lo que realmente se hace es amordazar y maniatar a los ciudadanos
¿Qué tienen de especial los fresnos, se preguntará el lector que todavía conserve un adarme de buen sentido? La respuesta es muy simple, nada, nada en absoluto. Son árboles amables y extremadamente normales, no son ninguna especie en peligro de extinción, pero han servido de escabel, como miles de especies inocentes, para apurar una legislación criminógena que, con la excusa de proteger la naturaleza, lo que realmente hace es abolir la conciencia, el buen sentido, la libertad y la propiedad, todo un programa político perfectamente rechazable por cualquier persona mínimamente despierta, que se ha colado de matute en una legislación tan supuestamente bien intencionada como realmente nefasta.
Se simula proteger a los fresnos, pero lo que realmente se hace es amordazar y maniatar a los ciudadanos, hacer que estén pendientes y temerosos de que cualquier día pueda caer sobre ellos la dura condena que la buena conciencia dominante reserva para los muy criminales que osan hacer lo que les parece oportuno.
La legislación administrativa es un cáncer cada vez más poderoso, y no solo destruye la buena administración, como señaló brillantemente Alejandro Nieto en La organización del desgobierno, sino que nos tiene en libertad vigilada, nos cataloga como delincuentes con mil etiquetas de todo tipo, desde las alimentarias a las ecológicas, y ahora pretende extenderse hasta protegernos de las mentiras fabricadas, de todo aquello que no sale de la boca del nuevo Señor. El joven Bertrand Russell recomendaba pasar una noche en la cárcel para comprobar en qué clase de sociedad se estaba viviendo, es muy probable que de seguir vivo y habitar en esta España adormecida le bastase con recomendar una somera lectura de esa literatura oficial que bajo promesa de protección nos echa la soga al cuello.
Existe una propuesta en change.org para ayudar a esta familia a la que el ayuntamiento de El Escorial ha arruinado tan alegremente.
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