El legado de #MeToo ha sido mixto. La campaña ha tenido algunos efectos muy positivos. Ha despejado el camino que transita desde el abuso, desde la invasión violenta de la intimidad ajena, hasta los tribunales. Ha hecho que varias empresas adopten ciertas normas de conducta que limitan la incidencia de los abusos.

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Los mayores éxitos de la campaña #MeToo se han cosechado en el vertedero moral de Hollywood. Epítome de la lucha contra los abusos al amparo del #MeToo, el productor Harvey Weinstein vive en la cárcel esperando la condena ejemplar que le va a caer encima. Weinstein tiene que estar muy sorprendido. Ha traficado con sexo y carreras profesionales, como se ha hecho en la principal industria del cine desde sus inicios. ¿Por qué me tiene que tocar a mí?, debe de pensar.

El tribunal de la opinión pública, carente de garantías, moldeable por la prensa, zarandeado por las oleadas de las modas, sumiso a los designios del poder, puede dictar sentencias de consecuencias más duras que las de unos años a la sombra

El otro artículo recordaba las cínicas palabras de Elia Kazan sobre el tráfico de favores sexuales por favores profesionales; un tráfico que convierte a profesionales a las dos partes del acuerdo. Muchas de las actrices que han triunfado en la pantalla, y a las que admiramos, y que probablemente nos hayan reconvenido a todos en nombre del medio ambiente, las injusticias de este mundo, o de la moral, han participado de ese juego. Hoy se les llama “supervivientes”. Las normas del juego son injustas, y no las han elegido ellas. Pero las han asumido. Otras, no sabemos si muchas o pocas, han rechazado ese negocio, a costa de su carrera.

Con el estallido de la campaña #MeToo, se creó la organización Time’s Up. El objetivo declarado era el de recabar testimonios contra el productor neoyorkino, acabar con su carrera, y convertirse en un instrumento contra el abuso. La organización recibió torrentes de dinero; 22 millones sólo en los diez primeros meses. La prensa se recreó. Apoyó Time’s Up como si fuera una iniciativa propia. Pero las peleas internas han acabado por detener la actividad de la multimillonaria organización en sólo tres años.

El conflicto sobre los objetivos de la asociación se podría haber resuelto si se ciñera a facilitar la denuncia de casos concretos ante los juzgados y ante la prensa. Pero esa labor se combinaba con un propósito más ideológico, y es difícil combinar una y otra, o poner coto a una denuncia potencialmente universal.

También cabe pensar que Time’s Up hubiera podido ir más lejos si se hubiera creído lo que la prensa decía de esa organización. Pero, claro, ¿quién cree hoy a la prensa? Lo que no iba a permitir Time’s Up es que el movimiento #MeToo molestara a los amigos. Y Andrew Como, gobernador de Nueva York, habitual en los saraos neoyorkinos con los famosos, era amigo de medio Hollywood. Y demócrata. De modo que Time’s Up trabajó afanosamente para cubrir las denuncias que se acumulaban en su contra; no para lo contrario. Que el tiempo se haya acabado para Time’s Up justo cuando tenemos al presidente más tocón de la historia de la república, quizás tenga que ver también con esto.

El movimiento #MeToo no hubiera surgido si el sistema judicial hubiera sido más efectivo. Pero #MeToo no ha nacido para romper las barreras de poder o influencia para que el tránsito de la comisión de un posible delito a su sometimiento a un juicio contradictorio sea más rápido y efectivo, sino como plataforma para proclamar una guerra entre sexos.

Ante la ley, en los países en los que subsiste lo que nos resta de civilización, un ciudadano es inocente hasta que no se demuestre lo contrario. El movimiento #MeToo invirtió la carga de la prueba. Asumió la idea de que hay un machismo estructural que nos convierte a todos los hombres en culpables y a todas las mujeres en víctimas.

Un ejemplo de ello es la famosa “canción” Un violador en tu camino. Una banda de mujeres repite el estribillo “el violador eres tú” con una venda en los ojos. El sentido es decir que no saben quién eres, ni lo que has hecho, pero puesto que utilizan el género masculino, sí saben que se dirigen a un hombre; a cualquier hombre. Y saben que es un violador, porque todos lo somos.

Esto es parte de un movimiento que quiere substituir las garantías de los procesos judiciales por la opinión, mudable, inconsistente y maleable, de la opinión pública. Como dice Guadalupe Sánchez en Disidentia.com:

“En este escenario alternativo quien dicta sentencia es la opinión pública, mucho más moldeable que juristas y jueces y más propensa a asumir la idea de que los principios y garantías procesales como la presunción de inocencia, tan aburridos y técnicos, son algo que sólo se aplica por los tribunales y no rigen en la vida cotidiana. Se trata de un escenario en el que el Derecho es sustituido por la Sociología, de forma que los artículos periodísticos se convierten en juicios, los periodistas se autoproclaman fiscales acusadores que exponen su caso ante una audiencia erigida en juzgados populares, en los que se equiparan estándares periodísticos con garantías procesales y se sustituyen los fundamentos jurídicos por discursos moralistas y soflamas a favor de conductas ejemplificantes”.

Al amparo del movimiento #MeToo se han destrozado las carreras de varios hombres notables, de los que la Justicia no ha dicho otra cosa, sentencia tras sentencia, que son inocentes. Pero el tribunal de la opinión pública, carente de garantías, moldeable por la prensa, zarandeado por las oleadas de las modas, sumiso a los designios del poder, puede dictar sentencias de consecuencias más duras que las de unos años a la sombra.

Esta inseguridad tiene consecuencias. En diciembre de 2018, no hubo que esperar mucho, Bloomberg hizo un reportaje basado en las entrevistas a numerosos dirigentes de Wall Street. La confianza, las relaciones normales entre empresario y trabajador, han dado paso al miedo: “Se acabaron las cenas con las colegas. No te sientes a su lado en los vuelos. Reserva tu habitación en diferentes pisos del hotel. Evita toda reunión uno a uno. De hecho, como dijo un asesor de patrimonio, contratar a una mujer en estos días se había convertido en ‘un riesgo incalculable’”. No es que las mujeres no hayan avanzado en este tiempo; es que se han convertido en una amenaza para algunos.

Eso no es todo. Si vemos lo que ha pasado con las mujeres en este lustro de acusaciones indiscriminadas, el panorama no es muy halagüeño: “Cinco años después de #MeToo, las mujeres viven en un mundo en el que los hombres pueden entrar en sus cuartos de baño, en sus vestuarios, en sus celdas de prisión y en sus refugios. Quejarse por ello no sólo implica el despido, sino ser cancelada por hablar contra esas invasiones y asaltos”, dice Daniel Greenfield. Propio de una sociedad desnortada.

Foto: Paul Hudson.


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