Se ha insistido hasta la saciedad que las pasadas elecciones en el País Vasco son una demostración de que los ciudadanos de ese territorio español quieren pasar página y mirar hacia el futuro con la mirada limpia y esperanzada. Atrás, añaden, quedaron los días de plomo, del tiro en la nuca, de las bombas lapa, los secuestros y el impuesto revolucionario, ese eufemismo con el que los canallas se referían a la extorsión y el chantaje. Por fin la normalidad democrática, en definitiva, se habría impuesto a los violentos. Y aquí paz y después gloria.

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Pero ¿esto es así realmente? En absoluto. De entrada, ahora los violentos están dentro de las instituciones y con serias posibilidades de convertirse en un futuro cercano en un poder hegemónico vestido con los encantadores ropajes democráticos. Ya no matan, faltaría más, pero las ideas y objetivos que los llevaron a hacerlo y, sobre todo, su fanatismo no ha cambiado. Lo que ha cambiado es la estrategia. Pero aún mantienen comportamientos que distan mucho de ser cívicos. Porque la violencia política no sólo consiste en liquidar físicamente al adversario, también se manifiesta con determinadas actitudes, entre ellas, la exaltación de la violencia pasada, de sus asesinos, a los que se celebra como héroes, y sus crímenes, muchos de ellos aún por resolver.

Eso que se llama pluralismo y es parte fundamental de cualquier democracia que se precie, para los muy democráticos nacionalistas es una provocación

Esa exaltación de la violencia es también una velada amenaza, un recordatorio de que, si es preciso, su vehemencia los llevará de regreso a la estrategia anterior —¡pero si ni siquiera entregaron las armas! —. Es más, la impronta violenta sigue estando presente en el muy normalizado País Vasco. La prueba la tenemos en que allí defender la doctrina secesionista, la idea de un pueblo vasco con un destino manifiesto, es infinitamente más fácil que defender la unidad de España, que a su vez es defender la idea de España como nación. Lo segundo está tácitamente prohibido.

Pruebe, si no, a dar un mitin, españolista, como dicen allí. No me refiero a hacerlo en un recinto acotado y custodiado por las fuerzas de seguridad, sino a pecho descubierto, en plena calle, de manera informal. No necesitará acompañarse de unas siglas malditas. Le bastará con ejercer su derecho a la libertad de expresión y manifestación para percibir la crispación y, probablemente, algo peor. Y, ya en el colmo de lo temerario, atrévase a hacerlo con la bandera de España. Eso que se llama pluralismo y es parte fundamental de cualquier democracia que se precie, para los muy democráticos nacionalistas es una provocación.

La institucionalización de la anormalidad

El País Vasco moderno y normalizado es todo diversidad, esa palabra de la que tanto abusa la izquierda y que la derecha mema ha interiorizado como primer mandamiento del catecismo democrático en detrimento del pluralismo. Pero esta diversidad está condicionada a no significarse en la dirección equivocada. La sociedad vasca tiene permitido ser diversa, es más, tiene el deber moral de serlo, aunque sólo sea de boquilla, pero no tanto ser plural. Se puede escoger entre una amplia variedad de opciones que no cuestionen el nacionalismo o lo defiendan a ultranza, de izquierda, extrema izquierda o de derecha y extrema derecha. Y hacerlo de forma ostentosa, con orgullo. Pero si se escoge fuera de esa oferta mejor disimular, hacerlo en la estricta intimidad e ir a votar con el sobre bien cerrado, porque este nacionalismo democrático y normalizado que nos quieren vender hay que sufrirlo en silencio, con recato.

No sólo la idea de España se repliega en todas partes, también retrocede la libertad. Pues lo primero no puede suceder sin lo segundo y viceversa

Podemos engañarnos y adherirnos a la mentira de que los resultados de las elecciones vascas, con Bildu batiendo todos los récords, son una prueba de normalización y que por lo tanto hay que pasar página. Pero lo cierto es que el País Vasco está muy lejos de estar normalizado. Al contrario, la liturgia del voto lo que ha institucionalizado es la anormalidad. De entrada, se ha permitido el acceso a las instituciones democráticas a organizaciones que, como Bildu, en muchos países europeos con constituciones tanto o más democráticas que la nuestra y con una tradición de libertad bastante más asentada que en España, serían declaradas ilegales. Y nadie levantaría la ceja. Aquí, sin embargo, una propuesta en este sentido presentada por la extinta UPyD fue rechazada por todos los partidos.

Esta anomalía democrática, que en buena medida también se reproduce en Cataluña, hay que agradecérsela no sólo al Partido Socialista, aunque sea este partido el que la ha llevado hasta sus últimas consecuencias, sino también al Partido Popular. Ese perro del hortelano que ni come ni deja comer. El mismo en el que su líder es capaz de desdoblarse de la postura formal de su partido y declarar no desear la prisión para el prófugo Puigdemont, a quien anteriormente calificó de persona respetable, y para quién Begoña Gómez, a la sazón esposa del presidente del Gobierno, no debería ser objeto de señalamiento…porque no es su estilo. Como si las esposas de los líderes políticos fueran alguna clase de alter ego sin voluntad y no sujetos jurídicos de pleno derecho con sus propias obligaciones ante la ley.

Con todo, lo peor es que esta normalización de lo anormal no se circunscribe al País Vasco y Cataluña. Su impulso ha trascendido las fronteras de estos territorios y amenaza con convertirse en el canon nacional. Lógico cuando el gobierno de España ha devenido en una coalición de poder en la que participan de forma decisiva los más encarnizados enemigos de nuestra nación. No sólo la idea de España se repliega en todas partes, también retrocede la libertad. Pues lo primero no puede suceder sin lo segundo y viceversa. Es lo que tiene no haber defendido lo que debía defenderse en los momentos y lugares oportunos.

El nuevo statu quo

Dicen que el Estado ha desaparecido de Cataluña y el País Vasco, que poco a poco fue haciendo mutis por el foro. No es verdad, el Estado no desapareció, simplemente cambió de manos. Lo que desapareció en esas regiones y está desapareciendo en el resto de España es lo que debía animarlo, darle sentido y utilidad; esto es, el reconocimiento formal de los derechos naturales de cada español y su salvaguarda en todas partes.

Era cuestión de tiempo que el sistema pariera un Sánchez y que, a su vez, Sánchez y los secesionistas estuvieran condenados a entenderse, como también el Partido Socialista estaba condenado a entenderse con Bildu: todos ellos eran conscientes de que el auge de su poder y el aseguramiento de su impunidad dependían del desprestigio de la libertad

En un penúltimo giro de guion, con Pedro Sánchez de presidente, esos derechos no es ya que esté amenazados, es que se reconocerán o no en función de la filiación de cada cual y, sobre todo, según la jerarquía, pues no merecerá el mismo trato el delito de un ciudadano común que el de quien ostente un cargo público. Por ejemplo, si usted malversa el dinero de una empresa y le descubren, con toda seguridad irá a prisión, pero si un cargo público malversa el dinero de una institución como la Generalidad de Cataluña la ley no se aplicará con el mismo rigor. En esto consiste precisamente el “muro de progreso” de Sánchez, en separarnos según seamos devotos o no del nuevo statu quo que se ha hecho carne en su persona Y en clasificar, además, a los devotos según categorías.

La anormalidad convertida en normalidad es una herida que con el tiempo se ha hecho llaga gracias a la desidia y el cálculo político. La prueba es que, desde el principio de la Transición hasta el presente, jamás existió voluntad de combatir al nacionalismo vasco y catalán sino el interés de utilizarlo para llegar al poder. Era, pues, cuestión de tiempo que el sistema pariera un Sánchez y que, a su vez, Sánchez y los secesionistas estuvieran condenados a entenderse, como también el Partido Socialista estaba condenado a entenderse con Bildu: todos ellos eran conscientes de que el auge de su poder y el aseguramiento de su impunidad dependían del desprestigio de la libertad.

Una operación de agitprop

Gracias a este devenir nos encontramos ahora en una democracia que ha reemplazado el pluralismo por el mucho más conveniente «nostros contra ellos», cuyo máximo exponente hasta la fecha ha sido Pedro Sánchez. Por eso, antes de marcharse, Sánchez nos está regalando cinco días de agitación.

Para explicar lo que está sucediendo hay diferentes narrativas. Una de ellas sería que Sánchez no se ha retirado cinco días para meditar si continúa o no como presidente. Lo habría hecho para concentrarse en ver la manera de seguir siéndolo contra toda contingencia, sea ésta la justicia española, el Estado de Israel, el Pegasus o lo que cada cual prefiera imaginar. Sin embargo, parece que algo importante ha debido suceder más allá de nuestro conocimiento para que el sonriente presidente que hace unos días recibía a Su Majestad con las manos en los bolsillos del pantalón de su chaqué mudara en 24 horas a una expresión enervada, tensa y con evidentes signos de nerviosismo y ansiedad. Y que poco después haya forzado un tiempo muerto, no ya mediante solemne comparecencia en el Congreso, sino con la publicación de una carta alucinante en las redes sociales.

Lo que en un primer momento podía parecer el preludio de una despedida, según pasan las horas y los días empieza a parecer otra cosa muy distinta

Según esta narrativa, lo que en un primer momento podía parecer el preludio de una despedida, según pasan las horas y los días podría parecer otra cosa muy distinta. Sánchez no se habría reservado este tiempo para reflexionar sobre su continuidad, sino para ver la manera de desafiar una vez más a la suerte poniendo en marcha una operación de agitprop que le consagre como presidente indiscutible, casi un caudillo, de tal forma que no ya la inviolabilidad de su amante esposa, sino su propia impunidad esté garantizada. Estos cinco días podrían ser el epílogo de nuestra democracia, el broche de oro de un devenir condicionado por el nacionalismo y los oportunistas que, lejos de combatirlo, se han valido de él para tocar poder.

Hay una opción, sin embargo, que vale la pena contemplar. Tal vez Sánchez de verdad quiera marcharse porque hay causas mayores que el compelen a hacerlo. En ese supuesto, todo este circo sería más bien cosa de su núcleo duro, que ha desertado del amado líder y anda más preocupado por su propio porvenir. Esta pandilla habría decidido hacer con Sánchez como con El Cid, atar su cadáver político a la silla del caballo para que cabalgue una última vez a lomos de esa polarización que tantos réditos le ha dado al PSOE desde que Zapatero dijera aquello de que «nos conviene la crispación». Esto significaría que, en efecto, Sánchez se va, por fin, doblegado por sus temerarias decisiones y con los tejemanejes de su esposa como guinda del pastel, pero que el problema son las actitudes que se han hecho carne en el PSOE y que estas peligrosas actitudes no morirán con él.

Sea como fuere, hay que permanecer serenos porque todo apunta a que Pedro Sánchez ya es un cadáver político que hasta sus más fieles edecanes están deseando enterrar. La manifestación de Ferraz apenas ha podido congregar a unos centenares de militantes, muchos de ellos con alguna función o remuneración relacionada con el PSOE. En total, no más de 100 autobúses a medio llenar venidos de todos los lugares posibles. Más que una demostración de fuerza son unas exequias travestidas de sublevación. Como Stalin, Sánchez está muerto pero todavía nadie se atreve a decírselo, no por miedo sino por conveniencia. Se trata de ganar tiempo. El caso es que este gran Narciso pronto será historia, una historia lamentable, surrealista, absurda y corrosiva. Ocurre que todo lo demás que nos aflige no desaparecerá con él. Esa ya es otra historia que posiblemente está a punto de comenzar.

Foto: PSOE. Manifestación de apoyo a Pedro Sánchez.

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