Antes de ser Ciudadanos eran Ciutadans. Habían nacido en Cataluña, hace ahora casi tres lustros (2005), como resultado de un impulso intelectual y de una reacción cívica frente al nacionalismo catalán. En este sentido, su denominación no podía estar mejor elegida: se trataba de una rebelión ciudadana que apelaba desde el propio nombre de la agrupación al inicio del famoso discurso de Tarradellas, a su regreso del exilio, desde el balcón de la Generalitat: Ciutadans de Catalunya: Ja sóc aquí!

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Ciutadans de Catalunya: el mencionado discurso no se dirigía a los independentistas, nacionalistas o catalanistas. Ni siquiera –lo que hubiera parecido más justificado- se arengaba a los catalanes en sentido estricto, sino que se ampliaba el campo –el sujeto político- a todos los ciudadanos que vivían en Cataluña y, sobre todo –conviene resaltarlo para la posterior argumentación- se colocaba en primer término la noción de ciudadanía. Ciudadanos como partido supo recoger ese principio político para dar sentido a su surgimiento y primeros pasos.


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Pero hizo –y lo hizo muy bien- algo más difícil: aunar el rechazo al nacionalismo obligatorio con la firmeza de convicciones y espíritu democrático. Ciutadans consiguió llevar a buen término la pedagogía política que grosso modo no supo hacer la derecha (PP) ni quiso hacer la izquierda (PSOE): era posible combatir el catalanismo excluyente respetando el autonomismo y sin caer en un nacionalismo de signo opuesto. Consiguió también –y esto era lo más notable- presentarse como partido de progreso y regenerador del sistema. Esto último fue decisivo para su salto a la política nacional, pues sus objetivos trascendían el ámbito autonómico.

¿Qué ofrece Ciudadanos en términos específicos o novedosos? Muchos españoles no sabrían qué decir al respecto, lo cual es letal para un partido de nuevo cuño

Cuando se desató el 15-M, las mareas de indignados, las oleadas populistas y, en fin, la irrupción de Podemos en el espacio político, Ciudadanos alcanzó a configurarse a ojos de muchos observadores como la gran esperanza blanca del sistema (el régimen del 78, para los más críticos). Frente a la demagogia de las movilizaciones radicales, la crisis del bipartidismo, la corrupción, el desafío independentista y la parálisis política, Ciudadanos emergió como una nueva versión del cambio tranquilo, el recambio del sistema, la transformación desde dentro.

Que aquello fue, más que otra cosa, un espejismo, se puso claramente de manifiesto en las sucesivas elecciones de 2015 y 2016, no porque los resultados fueran en sí malos –más bien todo lo contrario- sino porque distaban mucho de las expectativas y sobre todo porque, lejos de alzarse como fuerza política determinante, se vio obligado a un papel subalterno, primero del PSOE de Pedro Sánchez e inmediatamente después del PP de Mariano Rajoy. Una situación que en nada le beneficiaba a medio-largo plazo en tiempos de fuerte polarización: el centro entonces ya no era lo que fue antaño.

Con todo, el curso de los acontecimientos, en especial el desafío insurreccional del independentismo catalán, parecía abrir otra oportunidad. Las elecciones al Parlament de diciembre de 2017 convirtieron a Ciutadans en la primera fuerza política de Cataluña, aunque sin la posibilidad de formar gobierno. Un año más tarde las elecciones andaluzas arrojaron un resultado más ambiguo (un éxito de carambola de la derecha en su conjunto), obtenido más por las circunstancias políticas que por méritos propios, pero sin que se consumara el objetivo último del sorpasso al PP.

La llegada al poder de Pedro Sánchez con los votos independentistas –el llamado con propiedad gobierno Frankenstein– constituyó, tras el inicial desconcierto, una nueva ocasión para que despegara el proyecto de Ciudadanos. Para ello era esencial aprender de los errores del pasado –programáticos, estratégicos y tácticos- y presentar una alternativa diferenciada e ilusionante de gobierno. Esto es lo que en mi opinión no se ha hecho o no se ha sabido hacer. Más bien se han dado muchos pasos en sentido contrario. A continuación trataré de argumentar por qué, lejos de ser ese revulsivo, Ciudadanos es hoy una decepción sin paliativos.

La primera razón es que Ciudadanos se ha desdibujado. Nos gusten más o menos, hay partidos con eso que los sociólogos y politólogos llaman perfil fuerte (VOX, Podemos), mientras que los tradicionales del bipartidismo, aun siendo más versátiles, no necesitan tanto de ese recurso, pues se nutren de una tradición y un firme suelo electoral. ¿Qué ofrece Ciudadanos en términos específicos o novedosos? Muchos españoles no sabrían qué decir al respecto, lo cual es letal para un partido de nuevo cuño. En términos pedestres, ante la duda, muchos terminarán optando por lo malo conocido…

Pero es que hay algo más importante. Ciudadanos abanderó en su momento la propuesta de regeneración política. Fuera ella sincera u oportunista, lo cierto es que muchos pensaron que la necesaria renovación del sistema vendría por ahí… o no vendría. Ciudadanos puede seguir diciendo –opino que con la boca pequeña- que sigue empeñado en ello, pero a estas alturas es difícil creerle. Del mismo modo que Podemos –otro que tal baila- el partido de Rivera, lejos de presentar batalla al statu quo parece más bien fagocitado por las malas mañas de un sistema partitocrático viciado en sus propios fundamentos.

La prueba de ello –ya vamos por la tercera razón- es que reproduce milimétricamente las peores artes del funcionamiento antidemocrático de los partidos existentes. Con la atenuante, es cierto, de no estar aún manchado por una gestión corrupta, pero con el agravante de la hipocresía, como muestran esas primarias penosas en cuanto a la participación y la transparencia. Por lo demás, el funcionamiento del partido muestra que el cesarismo es un mal de difícil erradicación entre nosotros. ¿Dónde están los cuadros medios del partido? ¿Dónde una dirección colegiada? ¿Qué sería de Ciudadanos si desaparecieran Albert Rivera e Inés Arrimadas?

Repito que no es un problema específico de Ciudadanos pero sí una lacra que, como otras muchas, el partido no ha sabido resolver y ni tan siquiera encarar. De esas bases viciadas se siguen más consecuencias indeseadas, como un crecimiento de aluvión, formado por oportunistas y arribistas, cuando no directamente tránsfugas o descabalgados por otros partidos. Un mal pensado diría que en Ciudadanos terminan integrándose los que no hallan cobijo en otro sitio. ¿De verdad podemos creer que un partido así va a acometer la labor hercúlea de sacarnos del actual impasse político?

La quinta razón atiende a la esencia misma de Ciudadanos, su razón de ser, como decíamos al principio. España, como el resto del mundo desarrollado, afronta una delicada situación económica –con una crisis en lontananza más que probable- y una creciente desafección hacia el sistema político establecido, males comunes a todo el entorno occidental. Pero España tiene un problema exclusivo, que ahora se denomina Cataluña -por estar en su fase aguda- pero que en sí se debe llamar más bien desintegración territorial. No poner este asunto en primer plano es un error inconmensurable, cuya factura pagaremos todos.

Por lo pronto, según las encuestas, Ciudadanos ya la está pagando, pues muchos de sus simpatizantes se van a VOX, que tiene una posición mucho más contundente sobre la deriva centrífuga. Por otro lado, la difuminación de sus perfiles hace que muchos votantes de la derecha recelen de un posible pacto con el PSOE. Ya puede Rivera desgañitarse desmintiéndolo, que son muchos los que no se fían. Otro síntoma de lo que vale la palabra de los ¿nuevos? políticos. Y, por otro lado, como Ciudadanos no ha sabido afrontar con valentía su relación con VOX en Andalucía, pierde también crédito en los sectores progresistas.

Así las cosas, las elecciones del 28-A dibujan un panorama poco halagüeño para Ciudadanos, que tendrá que seguir esperando su momento. Pero en este punto, el problema ya no es de Ciudadanos-partido, sino de los ciudadanos que no militamos en partidos y vemos que nuestro sistema político se resquebraja a ojos vista sin que nada ni nadie pongan coto al deterioro. El drama no es tanto la situación aquí y ahora –siendo ella más que grave- sino que no se atisba perspectiva de solución alguna. Estamos pues llamados a las urnas para elegir entre lo malo y lo peor.

Foto: Carlos Teixidor Cadenas


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).