Se escucha mucho últimamente hablar de crisis de la democracia o, al menos, de un cierto descontento o desconfianza de la población con su funcionamiento. Y los motivos son variados. Desde la selección perversa de los gobernantes, realizada por los partidos sobre todo en Europa Continental y especialmente de España, a una paulatina desaparición de los controles y contrapesos que limitan la acción de los gobernantes y previenen contra la arbitrariedad, es decir, el debilitamiento de la separación de poderes.

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También se atribuye a unas élites políticas y económicas mediocres o corruptas o a una intelectualidad severamente inclinada a venderse al mejor postor. Sin olvidar la influencia de unos medios de comunicación que, más que proporcionar información relevante para votar racionalmente, siguen su propia e interesada agenda de adoctrinamiento o de conversión de la noticia en acontecimiento sensacionalista o en mero entretenimiento.

Pero existe otro elemento al que se presta menos atención aun resultando bastante relevante para el pobre funcionamiento de las democracias actuales: el crecimiento desmesurado de subvenciones,  transferencias discrecionales, colocación de partidarios en puestos de la administración, todos esos gastos que no tienen una justificación clara.

Son actividades que multiplican el número de ciudadanos dependientes económicamente de decisiones políticas. Es lo que se viene a denominarse clientelismo, el intento de comprar o influir en el voto de ciertos grupos. Casi siempre, se resaltan sus consecuencias económicas: una constante tendencia hacia el déficit público y la deuda. Pero pocas veces las graves consecuencias sobre el sistema político.

En nuestra democracia moderna, o representativa, los gobernantes disponen de cierta autonomía para tomar decisiones, siempre dentro de las leyes y sometidos a determinado controles y contrapesos. El voto ciudadano constituye un mecanismo de control último, que debería incentivar a los gobernantes a tomar buenas decisiones con el fin de resultar reelegidos. En teoría, el votante no elige entre medidas concretas sino entre paquetes de ellas, o programas, que deben poseer cierta coherencia interna.

¿Qué hay de lo mío?

Pero si el votante tiene un interés demasiado intenso en alguna decisión política concreta, por pertenecer a un determinado grupo  que depende de ella, receptores de ayudas o subvenciones, no es difícil que caiga en la tentación de olvidar el resto de las medidas para centrarse únicamente en la que más le afecta. Se debilita así el control democrático que ejerce el voto sobre los programas y sobre la acción política general y, finalmente, son los gobernantes quienes acaban controlando a los electores a través del presupuesto… y no al revés.

El clientelismo convierte a muchos votantes en seres monotemáticos, despreocupados de la política general, sólo con una preocupación: ¿qué hay de lo mío?

El clientelismo es una estrategia de los políticos para contentar a buena parte de los electores ofreciendo dádivas a ciertos grupos con el fin de obtener su voto. Pero es un fenómeno especialmente dañino porque subvierte los principios de la democracia: convierte a muchos electores en seres monotemáticos, dependientes del favor de los gobernantes. Esos votantes dejan de ejercer control sobre la política general pues sólo tienen una pregunta en mente: ¿qué hay de lo mío?  Aun siendo perniciosa para la sociedad, esta vía es muy tentadora para los políticos pues un partido podría ganar las elecciones defendiendo intereses puramente grupales: prometiendo transferencias, ayudas, ventajas o prebendas a cada una de las facciones.

Es lo que se conoce como coalición de minoríasun concepto descrito en 1957 por Anthony Downs en su clásico An Economic Theory of Democracy. El votante valora el beneficio concentrado en su grupo mientras desdeña el coste de la financiación, que se reparte entre toda la sociedad. Pero, al final, los ingresos de unos son costes para otros, en un juego donde los verdaderos ganadores son los gobernantes.

Los políticos aprovechan ventajosamente la asimetría, la diferente percepción que la gente tiene de impuestos y ayudas. Muchos impuestos son borrosos, casi invisibles para gran parte de los contribuyentes. Los asalariados suelen olvidar la retención, esa parte del sueldo que existe aunque pocos se toman la molestia de comprobarlo. La mayoría considera directamente su salario neto, olvidando los impuestos. Y pocos consumidores se detienen a calcular los impuestos indirectos que pagan (el IVA) cada vez que compran.

Por el contrario, las ayudas y subvenciones son ostentosas, manifiestas y palpables. El beneficiario las recibe con plena consciencia. Así, llevado a sus consecuencias finales, un sujeto podría sentirse privilegiado al recibir una ayuda del Estado que, en realidad, proviene de su propio bolsillo. La dádiva sería engañosa, un truco de prestidigitación consistente en sustraer disimuladamente dinero de un bolsillo e introducir parte del montante total en el otro con ostentación, jactancia y grandes alharacas.

El discurso político intenta generar confusión entre clientelismo y ayuda a los desfavorecidos. Pero una cosa es apoyar a los necesitados y otra muy distinta favorecer a amigos y partidarios a cambio de voto y apoyo. Y, por el camino, ayudarse a uno mismo.

El efecto de los sistemas de pensiones

Los sistemas de pensiones son un ejemplo paradigmático de mecanismo que puede trastocar el  sistema democrático. Cuando se discute entre un sistema de reparto, gestionado por la administración del Estado y un sistema de capitalización, gestionado por el propio interesado de manera privada, se esgrimen sobre todo aspectos económicos. Pero las repercusiones políticas también son cruciales.

El sistema de reparto permite a los gobernantes cambiar las reglas del juego a voluntad y determinar de manera discrecional el aumento de las pensiones cada año: por eso este sistema se convierte fácilmente en un recurso para captar votos de los pensionistas. En definitiva, en países donde los jubilados representan un porcentaje sustancial del electorado, el sistema de pensiones de reparto desvirtúa, en cierta medida, el control democrático que implica el voto.

Una sociedad civil desvertebrada

Para establecer un sistema clientelar, los gobernantes suelen fomentar la división de la ciudadanía en colectivos diferenciados y, con ciertas argucias, intentan fraccionar los derechos por estamentos promulgando numerosas y enrevesadas leyes. Así, a través de los resquicios, inoculan conflictos entre grupos para socavar la cohesión social y la existencia de una sociedad civil fuerte y activa.

Si existen asociaciones que defienden causas desinteresadas, los gobernantes tienden a subvencionarlas, a comprarlas, desviándolas de sus legítimos  fines. Así, los subsidios acaban ahuyentando a los bienintencionados y promoviendo la permanencia en estas asociaciones de quienes sólo buscan un medio de vida; el idealismo, la generosidad, el ansia de mejorar la sociedad van dando paso al reparto del presupuesto.

La democracia requiere una sociedad civil fuerte, un buen segmento de la ciudadanía que sea económicamente independiente de las decisiones políticas

Además de un equilibrio de poderes, controles y contrapesos, el sistema democrático requiere una sociedad civil fuerte, personas conscientes de sus derechos, preferentemente asociadas en agrupaciones que defiendan el bien común. Necesita que un buen segmento de la ciudadanía sea económicamente independiente de las decisiones políticas. Y que existan muchas personas conscientes de su responsabilidad, con un sentido de la equidad que les impulse a defender aquello que consideran justo, no sólo lo que coincida con sus intereses personales o, como es tan común hoy día, simplemente aquello que les hace sentir bien.

La democracia necesita de los ciudadanos cierto altruismo, disposición a dedicar tiempo y esfuerzo a causas que, no compensando personalmente sobre el papel, beneficien a la sociedad en su conjunto. Precisa individuos que se sientan partícipes y protagonistas en la forja del futuro y que, siendo  conscientes de que controlar al poder es una tarea que requiere mucha información, tiempo y esfuerzo, estén dispuestos a incurrir en esos costes. Sin una sociedad civil fuerte, independiente, la democracia siempre caminará renqueando.

Foto Arnaud Jaegers 


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Juan M. Blanco
Estudié en la London School of Economics, donde obtuve un título de Master en Economía, que todavía conservo. Llevo muchos años en la Universidad intentando aprender y enseñar los principios de la Economía a las pocas personas interesadas en conocerlos. Gracias a muchas lecturas, bastantes viajes y entrañables personas, he llegado al convencimiento de que no hay verdadera recompensa sin esfuerzo y de que pocas experiencias resultan más excitantes que el reto de descubrir lo que se esconde tras la próxima colina. Nos encontramos en el límite: es momento de mostrar la gran utilidad que pueden tener las ideas.