Son las 21:45 horas cuando entro por urgencias. Me asomo a ver cómo se encuentra la zona de policlínicas (dolencias leves propias de centro de salud) y veo que el próximo paciente para ser atendido es de las 19:30. Resoplo mientras pienso que va a ser una guardia muy larga, como siempre.

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Prosigo hacia la zona de boxes y mi compañera de la tarde me sonríe con alivio: llego en su rescate. Me da el parte, tengo bajo mi responsabilidad a seis personas en boxes (dolencias que necesitan atención continua y monitorización) y, además, otras dos en el pasillo. Veo que están en situación similar el resto de boxes (20 boxes para tres enfermeras y tres auxiliares de enfermería). Sin olvidar que hay una ambulancia esperando a dejarnos el paciente y otra persona esperando también (insisto, zona de boxes).

Para culminar el inicio de turno, esta noche me toca también entrar en el cuarto de reanimación. Van llegando el resto de compañeros y nos vamos organizando, comienza una historia interminable: un imparable flujo de pacientes que sobrepasa los limitados recursos médicos y crea un estado crítico conocido como Código Negro.

Lo que acabo de relatar brevemente es del todo conocido por cualquier profesional sanitario que trabaje en un servicio de urgencias. Un servicio saturado por la alta demanda de atención y por unas condiciones de trabajo precarias. Hay días más relajados (cuando hay un partido de fútbol) pero abundan los días peores. Es una tónica muy habitual que pasa factura. El sistema es deficitario y trabajar de ese modo nos lleva a quemarnos. Sin olvidar la hostilidad y agresividad, comprensible que no justificable, de algunos pacientes y familiares.

En los últimos años los profesionales sanitarios sufren un aumento del estrés y de los trastornos mentales

El síndrome de Burnout (“quemado”), descrito en 1969 por H. B. Bradley, se produce como respuesta a la exposición prolongada al estrés del trabajo. Fatiga crónica, despersonalización y baja realización personal son algunos de los síntomas. Esta insatisfacción puede dar lugar a un menor nivel de atención, más errores e incluso menos empatía y peores relaciones. En definitiva, es el distrés (angustia) moral que padece el profesional cuando sabe cuál es la manera más idónea de atender a las personas, pero no puede llevarla a cabo por las restricciones que impone la organización y el sistema sanitario. Por ello, si el paciente sufre un daño, los sanitarios serán segundas víctimas.

Segundas víctimas

En los últimos años los profesionales sanitarios sufren un aumento del estrés y de los trastornos mentales. Según estudios llevados a cabo por el SATSE y la Organización Médica Colegial, entre otros, estos problemas de salud guardan una estrecha relación con la sobrecarga laboral.

El Programa de Atención Integral al Médico Enfermo (PAIME) en 2016 atendió a 323 médicos, de los cuales el 29,4% padecían trastornos del estado del ánimo, 19,4% trastornos relacionados con el consumo de alcohol y otras sustancias y 15,4% trastorno de ansiedad. Aunque estas afecciones no tienen por qué derivar directamente del trabajo, sí guardan una relación con las condiciones laborales y las políticas en torno al sistema sanitario. Sea como fuere, el trabajo siempre es nombrado entre los determinantes de la salud y, por lo tanto, a tener en cuenta cuando los médicos experimentan la mayor tasa de suicidio de cualquier profesión.

Atención contra reloj y deshumanizada

Hoy nos encontramos con “consultas de alta velocidad”. En apenas unos minutos, el sanitario tiene que tomar decisiones trascendentales para con los pacientes. Esto y la excesiva presión está perjudicando al paciente, a los sanitarios e incluso al propio sistema sanitario. Evaluar, diagnosticar y tratar en menos tiempo de lo aconsejable y necesario lleva a errores de detección, percepción o prescripción.

Además de las consecuencias sobre el paciente, a veces mortales, supone un coste económico. Según un informe de la Comisión Europea, España es el 5º país europeo que más paga por errores médicos: 1.386 millones de euros. Pero también hay que tener en cuenta que es difícil medir los costes por errores y por efectos adversos dados, porque no existe una metodología común para estudiarlo y compararlo con otros países.

A ese coste sanitario hay que añadir el humano. Y es que nos encontramos con sanitarios que dejan la profesión tras un error grave. Según un estudio, el 3% de los médicos acaban dejando la profesión. Dentro de los errores cabe destacar el concepto “pérdida de oportunidad asistencial” que se da cuando se priva de una prueba diagnóstica o de tratamiento al paciente y sufre por ello, incluso acaba falleciendo. Según la Revista Española de Medicina Legal, de 2002 a 2014 se dictaron 519 condenas por este aspecto.

Para analizar el impacto de los errores de los sanitarios se necesita analizar también la mala praxis institucional

Bajo el grueso manto de los recortes y de las condiciones laborales precarias, se esconde también otro hecho relevante: por cada nuevo paciente quirúrgico que atiende una enfermera, aumenta el riesgo de mortalidad hasta en un 7% en los 30 días siguientes tras el ingreso. Son las consecuencias de intentar hacer más con menos. Cuantos más pacientes se tiene a cargo, menos tiempo hay para atenderles, para lavarse las manos entre uno y otro o para detectar las señales de alarma, por ejemplo. Son tiempos vitales y se reducen cuantos más pacientes hay que atender.

Sin duda alguna, para analizar el impacto de los errores de los sanitarios se necesita analizar también la mala praxis institucional. La falta de organización y de medios y las condiciones en las que se trabaja conduce a errores y eventos adversos en la práctica clínica que dependen de la administración y, por ello, debería tenerse en cuenta sobre todo a la hora de depurar responsabilidades.

Víctimas que son también victimarios

Todas esas condiciones que he descrito no dejan de ser caldo de cultivo para la violencia. Todo ello unido a la politización de la sanidad, donde “el cliente siempre tiene la razón”, ha puesto en segundo lugar a los profesionales de la salud y ha generado situaciones de riesgo: agresiones.

Establecer umbrales bajo los cuales se justifican las agresiones, convierte a todos, pacientes y profesionales de la salud, en potenciales agresores

Es comprensible la frustración que, en un momento dado, puede vivir un paciente y sus familiares. Comprensible el miedo y la sensación de impotencia cuando se tu salud está en peligro y se produce una demora de horas, días e incluso meses. Compresible, pero no es razón para hacer uso de la violencia como medio de resolución de la situación conflictiva o de insatisfacción. Tampoco es razonable convertir esas agresiones al personal sanitario en una consecuencia directa de las decisiones de gestión y de organización. Al igual que tampoco es justificable que un profesional sanitario abuse, menosprecie, ignore o agreda a quien depende de él, por muy “quemado” que esté. Dibujar umbrales bajo los cuales se justifica las agresiones convierte a todos, pacientes y profesionales de la salud, en potenciales agresores.

Salud necesitamos todos

Proporcionar una atención de calidad al paciente requiere tiempo. Sin embargo, la cultura de la demora cero junto con el desgaste personal y la sobrecarga asistencial han deshumanizado la atención sanitaria. Como dijo en cierta ocasión Javier Padilla (médico salubrista), la sensación que tenemos los profesionales de la salud es que sostenemos un sistema que hace picadillo a quienes forman parte de él. Quizá, como dijo Arturo Pérez-Reverte, tenemos la sanidad pública que no nos merecemos. Quizá, como apuntaba Félix (médico de familia de Urgencias), la dependencia de los pacientes es directamente proporcional a nuestra mala praxis cada vez que hacemos medicina defensiva.

La sensación que tienen los profesionales de la salud es que sostienen un sistema que hace picadillo a quienes forman parte de él

Lo cierto es que vivimos una de las mayores crisis de la sanidad, por la que pasamos todos, profesionales y pacientes. Una atención precaria que es enterrada por los conflictos sociales y políticos y que, en consecuencia, pasa desapercibida en la actualidad. El trabajo se hace, salvamos vidas, pero en ocasiones a costa de nuestra propia salud. Mientras no cambiemos el mundo exterior (las condiciones laborales y los factores sociales y ambientales) seguiremos perpetuando un sistema sanitario deficiente que sobrevive a costa de todos. Sólo cabe hacerme una pregunta, ¿cuándo va a empezar el Estado a alinearse con la lógica que los datos, el conocimiento y la sociedad demandan?

Foto: Piron Guillaume


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Cuca Casado
Soy Cuca, para las cuestiones oficiales me llaman María de los Ángeles. Vine a este mundo en 1986 y mi corazón está dividido entre Madrid y Asturias. Dicen que soy un poco descarada, joven pero clásica, unas veces habla mi niña interior y otras una engreída con corazón. Abogo por una nueva Ilustración Evolucionista, pues son dos conceptos que me gustan mucho, cuanto más si van juntos. Diplomada en enfermería, llevo algo más de una década dedicada a la enfermería de urgencias. Mi profesión la he ido compaginando con la docencia y con diversos estudios. Entre ellos, me especialicé en la Psicología legal y forense, con la que realicé un estudio sobre La violencia más allá del género. He tenido la oportunidad de ir a Euromind (foro de encuentros sobre ciencia y humanismo en el Parlamento Europeo), donde he asistido a los encuentros «Mujeres fuertes, hombres débiles», «Understanding Intimate Partner Violence against Men» y «Manipulators: psychology of toxic influences». En estos momentos me encuentro inmersa en la formación en Criminología y dando forma a mis ideas y teorías en relación a la violencia. Coautora del libro «Desmontando el feminismo hegemónico» (Unión Editorial, 2020).