¿Por qué tengo que dar las gracias a esa persona que me cede el paso en la entrada del ascensor? ¿Por qué he de solicitar por favor para que me pasen el salero en la mesa? ¿Por qué he de pedir perdón cuando interrumpo la conversación entre dos personas?

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Es algo que en el mayor parte de la sociedad occidental se espera que haga la gente bien educada. Hace dos siglos, habría sido extraño imaginarse a un rico propietario dirigiéndose a un sirviente con un por favor, un perdón o un gracias. Es más, muchos de los otros ricos propietarios habrían afeado al cortés ese acercamiento hacia la plebe.

Hoy esta actitud es poco habitual y te choca cuando ves, por ejemplo, como tratan muchos de los árabes (saudíes, emiratíes, omaníes…) a sus trabajadores indios, pakistaníes o bengalíes (y algunos guatemaltecos de la capital al personal de servicio indígena).

Sin embargo, ese curioso consenso de crear fórmulas de cortesía no se genera de un día para otro, ni son el resultado de una imposición de la autoridad. Se convierte en una forma de educación social donde los miembros de una comunidad van entendiendo que las buenas maneras logran más que la imposición.

La cortesía sin más puede ser una mera fórmula sin fondo que no llegue a la profundidad de crear una sociedad de respeto

Tampoco hemos de engañarnos, la cortesía sin más puede ser una mera fórmula sin fondo que no llegue a la profundidad de crear una sociedad de respeto. De nuevo, volviendo a Guatemala, la misma persona que te pedirá las cosas en el restaurante por favor una docena de veces luego podrá conducir cincuenta kilómetros de noche con las luces largas sin preocuparse de los conductores que vengan de frente. Después de todo, los por favores de la mesa eran una forma de aparentar cortesía, pero una vez encerrado en tu carro y sin que nadie te reconozca, ya te da igual. No te importa esa sociedad de respeto.

Igualmente, ¿por qué he congratularme con los cristianos cuando celebran la Navidad? ¿O con los judíos, en los tiempos que viví en Jerusalén, cuando conmemoraban el Rosh Hashaná (o si voy a esa fiesta con un grupo de israelíes en Madrid)? ¿O con los musulmanes, en los años que pasé en los países árabes, cuando festejaban el final del Ramadán? ¿Por qué he de hacerlo si no soy creyente?

De nuevo, hasta hace algunos siglos, un ateo habría sido condenado por cualquier grupo religioso. Hoy, en Occidente, se puede ser ateo sin problema. Pero, además, hace siglos un cristiano no habría felicitado con mucho ánimo a un musulmán por el final del Ramadán. Posiblemente, se habría liado a mandoblazos entre ellos.

Una vez más ha sido el resultado de una evolución social la que ha permitido entender que respetar las creencias distintas del otro, siempre que ese otro no quiera imponértelas, es una vía de entendimiento más útil que liarse a bofetadas.

Esto no quiere decir que todas y cada una de las costumbres que vayamos incorporando a este consenso social de respeto sirvan, funcionen o se hayan de conservar. Hace un siglo, siempre pensando en la cultura occidental, un hombre debía demostrar su educación a partir de una serie de principios de caballerosidad con las damas, como cederles el turno, ayudarles a sentarse, o evitar que cargaran con bultos pesados, principios que hoy han pasado de moda, esencialmente, porque las mujeres no son un grupo de seres humanos débiles que exijan el apoyo continúo de los hombres. Aún recuerdo, cuando fui a estudiar a Francia, con mis veinte años, que yo caminaba por un pasillo, abrí la puerta para dejar pasar a las dos señoras que venían detrás de mí y éstas me hicieron ver que el pasillo era muy estrecho, que difícilmente ellas podrían pasar conmigo bloqueando la mitad del lugar, y que mi gesto, aparentemente gentil, demostraba mi poco dominio del espacio.

Incluso tuve una colega que insistía en que ella desconfiaba de los hombres que eran demasiado caballerosos, pues al final los gestos de estos señores eran más para demostrar su cortesía que por hacer un favor a la dama. Y regreso aquí el ejemplo de algunos de mis guatemaltecos maleducadamente corteses.

Pero lo realmente interesante de decir por favor, gracias, perdón y felicitar las fiestas ajenas (o las victorias del club rival o el nacimiento de un niño del que tienes una ligera referencia o el condolerte por el fallecimiento de una persona de la que no sabes nada) es que en todo caso es el resultado de una construcción social, de una entente silenciosa y espontánea entre personas, al que se ha llegado en el empeño por buscar la forma más adecuada para vivir en comunidad de forma armoniosa.

Quisiera empujar más lejos esta reflexión sobre la búsqueda de ententes. ¿Qué ocurre cuando descubres que en tu comunidad hay alguien que está enfermo y no tiene como pagar las medicinas o el médico? ¿Qué sucede cuando sabes que ese viejito se quedó sin nada y no le queda para pasar los últimos años de su vida? ¿Cómo hacer para ayudar a esos vecinos que viven en el fondo del valle y cuyo acceso es realmente dificultoso?

Quizás el enfermo sin dinero para medicinas o el viejo sin ahorros para el futuro están así por la mala gestión de sus recursos. Quizás los vecinos del fondo del valle se fueron a vivir allí por mera cabezonería.

¿He de preocuparme por ellos? ¿He de buscar una fórmula de consenso para no parecer un tipo que no tiene ninguna empatía por los problemas de su vecino? ¿He de generar una solución cortés que me permita demostrar que, mal que bien, puedo alcanzar una entente armoniosa?

Bien, ese sistema existe ya y es el sistema de impuestos que cobran las diferentes administraciones públicas y que en muchos casos sirven para pagar la sanidad, las jubilaciones o las infraestructuras.

Puedo pagar impuestos porque soy un tipo con un alma solidaria o porque soy un profundo egoísta que prefiero evitar que el vecino me asalte porque no tiene para comer.

Sí la pregunta es si me gusta vivir en sociedad ahí diré que sí y seré consciente de que tengo un peaje que pagar en forma de por favores

Pero si me preguntan que si me gusta pagar impuestos responderé que no. Igual, si me preguntan que si me gusta tener que pedir cada cosa por favor, dar las gracias por todo, felicitar por fiestas que me traen sin cuidado o eventos familiares que no me interesan también mi respuesta será no.

Ahora sí la pregunta es si me gusta vivir en sociedad ahí diré que sí y seré consciente de que tengo un peaje que pagar en forma de por favores, gracias, felicitaciones e impuestos.

Sin embargo, sería un error pensar que no puedo debatir sobre fórmulas de cortesías y tasas fiscales. De la misma forma que antes decía que tras cierto tipo de gestos sociales en realidad se puede esconder gente muy mal educada (el tipo que mantiene las luces largas), tras el discurso de los impuestos como medio de redistribución que garantice una armonía social, puede darse una serie importante de abusos o, sencillamente, de sin sentidos.

La mayor parte de mi actividad profesional gira en torno al mundo del patrimonio histórico, un campo en el que parece necesario que los estados inviertan. No entiendo por qué. O sí lo entiendo, pero soy consciente que la razón que me dan no es la buena.

Los estados no financian museos, ciclos de música clásica, preservación de yacimientos arqueológicos o subvenciones al cine nacional por la necesidad de ofrecer una educación (lo llaman cultura) a sus ciudadanos, sino como modo de reforzar las identidades estatales (el patrimonio de la nación) y, con ellos, garantizar la existencia de ese Estado, o como fórmula para generar grupos de adictos subvencionados.

Lo que comento sobre la cultura, podría extrapolarlo a las subvenciones estatales para partidos políticos, la financiación de muchos organismos administrativos (incluyendo el mundo universitario o de la investigación), todo tipo de observatorios, ayudas al desarrollo y demás.

¿Puedo llevar más lejos mi reflexión hasta campos más controvertidos como la educación o la sanidad? Sí, pero no para acabar con la financiación pública de los hospitales o las escuelas (o los centros culturales o los laboratorios), sino para abrir el debate de hasta dónde se debe financiar.

Hace años se creó en España la casilla para decidir si un porcentaje del impuesto de la renta de las personas físicas iba para los proyectos sociales de la Iglesia católica o para proyectos de ONGs. ¿Por qué no colocan varias docenas de casillas más? Sería un primer punto de partida muy revelador de lo que los ciudadanos quieren y no quieren pagar. Un primer punto de un debate muchísimo más amplio.

El repetido anuncio de la muerte de la socialdemocracia no supone el fin del Estado de bienestar

Pero el error es pensar que nos vamos a vestir de liberales y vamos a desmontar de un plumazo el sistema de impuestos, que vamos a reducir la financiación pública de los servicios comunitarios al mínimo, que vamos a lograr que la mayor parte de la sociedad esté de acuerdo con estas medidas.

El repetido anuncio de la muerte de la socialdemocracia no supone el fin del Estado de bienestar. Los movimientos populistas que van tomando el poder en algunos países (ya sea López Obrador en México, ya sea Bolsonaro en Brasil) o que intentan tomarlo (Podemos y Vox en España, el antiguo Front National en Francia), no hablan de eliminar el Estado, sino de dedicarlo solo a los suyos, con una definición muy singular de quiénes son los suyos (los que nacieron en el mismo país, o los que comulgan con determinadas ideas…).

Siglos de la búsqueda de un consenso social, en forma de por favores, felicitaciones o impuestos, pueden transformarse a mejor haciendo evolucionar en el camino correcto ese consenso o hacia peor, reservando ese consenso para unos pocos.

Pero pensar que el camino es romper con ese consenso y empezar de cero es la garantía de que no sólo muy pocos seguirán esa senda, sino que todos los demás que sigan la contraria terminarán por imponernos nuevos por favores (pido por favor que me perdonen por ser hombre blanco y heterosexual), nuevas felicitaciones (al amado líder) o nuevos impuestos (a las agencias que garanticen la limpieza moral, racial o ideológica de los miembros de la comunidad).

Foto: Arthur Yeti


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Alberto Garín
Soy segoviano de Madrid y guatemalteco de adopción. Me formé como arqueólogo, es decir, historiador, en París, y luego hice un doctorado en arquitectura. He trabajado en lugares exóticos como el Sultanato de Omán, Yemen, Jerusalén, Castilla-La Mancha y el Kurdistán iraquí. Desde hace más de veinte años colaboro con la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala, donde dirijo el programa de Doctorado.