Al hilo de la noticia de que el museo del Louvre había recibido más de 10 millones de visitantes en 2018, se abrió un debate en las redes sociales sobre hasta qué punto es razonable aceptar esa cantidad de personas en un espacio cultural como un museo.
La primera crítica que se hacía era hacia los propios visitantes, que acudían al Louvre, en su mayoría, por ser uno de esos lugares que uno debe conocer y, en especial, ver la Gioconda, más allá de que no se vaya a ver ningún otro cuadro, ni siquiera los que comparten sala con la Mona Lisa.
La segunda crítica versaba sobre el malestar que sufrían los otros visitantes del museo al tener que compartir con la muchedumbre lo que debía ser una experiencia cultural, de aprendizaje única. Sí, no decían muchedumbre. Hablaban de masa, manadas, ignorantes, desinteresados, incapaces…
La tercera crítica giraba sobre la obsesión de los gerentes del museo por tener más visitas, con ello, más ingresos y, por tanto, estar mercantilizando la cultura (como si un artista no deseara vender su obra).
Sólo en último lugar, había espacio para reflexionar sobre la conservación de las obras de arte, que podían verse en peligro por la gran cantidad de visitantes.
En todos los casos, se abogaba por un modelo de museos muy restringido: para un grupo minoritario, intelectualmente preparado
En todos los casos, se abogaba por un modelo de museos muy restringido: para un grupo minoritario, intelectualmente preparado, que debía disfrutar del espacio cuyo coste podía ser equis, que cómo se financiara ese coste no importaba mucho, y todo por el supuesto bienestar de las obras de arte.
Si recorremos los perfiles de las personas que abogaban por ese concepto restringido, en la mayor parte de los casos son individuos que abogan por la educación como fuente de desarrollo, el respeto a los derechos sociales, o el valor de la cultura como una forma de progreso. Puede parecer contradictorio que quien aboga por el crecimiento personal de los otros quiera poner trabas a la llegada del público a un museo.
Bien es cierto que todos hemos conocido un lugar especialmente atractivo, poco transitado, donde pasamos un momento muy agradable (puede ser un museo, pero también, un templo, una playa o una cafetería) que perdió parte (o todo) su encanto cuando se puso de moda y fue descubierto por la mayoría.
En última instancia, utilizaremos esa cuarta excusa de la obra de arte (o el paisaje, o la comida) para afirmar que se irá al traste por esa alta densidad de usuarios. Y quizás en algún caso llegue a ser cierto. Sin embargo, la pregunta, en el caso de los museos, antes de abordar su número de visitantes, es ¿para qué sirven?
No voy a entrar en la carga ideológica que encierran los museos, sobre todos los grandes museos nacionales como el Louvre, en gran medida constituidos para ensalzar los Estados que los financian. Me voy a quedar con las funciones básicas que se esperan de un museo: coleccionar, conservar y difundir una serie de ejemplos significativos de la cultura material de una sociedad, ya sean cuadros, esculturas, máquinas, sellos o minerales (en este caso, la cultura material se refleja en que esos materiales ya responden a una clasificación realizada por los seres humanos).
Si un museo sólo sirviera para coleccionar objetos y nada más, sería un depósito
Si un museo sólo sirviera para coleccionar objetos y nada más, sería un depósito. Si sólo conservase, sería un taller de restauración. Si sólo difundiese, sería una escuela. Los depósitos, los talleres y las escuelas son lugares nobles, pero no son museos.
Bien, tenemos esa triple función de coleccionar, conservar y difundir. Para llevarse a cabo, todo esto ha de ser financiado. No necesariamente ha de haber una financiación exagerada para que el museo cumpla con su misión, pero sí hay unos mínimos que garanticen la preservación del museo y sus obras (desde el punto de vista del paso del tiempo, pero también de la seguridad), así como la difusión del acervo que contiene.
Tampoco me quiero extender ahora en si la financiación ha de ser pública o privada. No necesariamente los museos de financiación pública están mal gestionados (aunque el museo de Arte colonial de la Antigua Guatemala es uno de los ejemplos más significativos de una nefasta gestión pública), ni los museos con financiación privada han de ser los más exitosos (en mi opinión, uno de los mejores museos del mundo es el Nacional de Antropología de México y es público).
La clave es sí hay una relación entre financiación y cantidad de visitantes. Si queremos garantizar un uso adecuado del museo, tenemos que garantizar una financiación apropiada, y, en gran medida, esa financiación depende del número de visitas.
No porque sea con el dinero recaudado por las entradas que pagan los visitantes que se vaya a mantener el museo. Sino porque el interés demostrado por un gran número de visitantes hará que ese museo resulte más atractivo para las autoridades públicas o los donantes privados que quieran dedicar dinero a ese centro.
En el debate en las redes se insistía en solo dar paso a los verdaderamente interesados
Podríamos plantear un modelo idílico. Que todos los museos sean de financiación pública, pero con un acceso restringido para aquellos que realmente tengan interés en la colección que alberga el edificio. Sería interesante ver cómo establecer ese interés real. ¿Mediante un título académico vinculado con la colección? ¿A través de un examen a la puerta del museo? No son preguntas retóricas, en el debate en las redes se insistía en solo dar paso a los verdaderamente interesados.
Posiblemente, la mayor parte de los museos serían deficitarios, pero los críticos a los diez millones de visitantes del Louvre tendrían ese espacio exclusivo que reclamaban.
Sin embargo, en esa fórmula que planteo, abundancia de dinero y pocos visitantes, hay un problema ético que se nos escapa. No, no es el déficit en las finanzas públicas, que, a la larga, también es un problema ético, sino el hecho de que un museo tiene como misión última difundir la colección que conserva. En realidad, el gran empeño del administrador de un museo (sé bien de lo que hablo, pues me dedico a ello) es lograr que el mensaje que ese museo quiere transmitir llegue a la mayor cantidad posible de gente. No es una cuestión de tener más ingresos, que también es importante, es la necesidad de que el trabajo que invierten los museógrafos en montar sus exposiciones se convierta en la curiosidad satisfecha de muchas personas.
¿Se imaginan un profesor que no quisiera enseñar? Seguro que conocen alguno, pero hay un problema de definición. Si no quiere enseñar, no es profesor, por muchas acreditaciones que lo certifiquen. Lo mismo ocurre con el museógrafo. Necesita que su trabajo se vea, se disfrute, se difunda. Si no busca esa transcendencia social, no es museógrafo.
Volvamos ahora al Louvre y sus diez millones de visitantes. Esa cantidad se ha alcanzado porque el museo se ha ido adecuando para recibir cada vez más visitantes. A la gran reforma abanderada por Pei (poco estudiada en las escuelas de arquitectura a pesar de su gran valor) en los 1980-1990s, se unieron sucesivas modificaciones posteriores encaminadas a facilitar el ingreso y la circulación de los visitantes por los más de 30 kilómetros de salas (a los que se añaden otros 60 kilómetros de pasillos subterráneos para el desplazamiento de conservadores, personal de mantenimiento y seguridad). Y al desarrollo de una mercadotecnia cada vez más creativa, se añadieron la apertura de sucursales con la marca Louvre (como la de Lens, o la de Abu Dabi).
¿Se está mercantilizando el museo y, por ende, la cultura? No, el resultado es que el edificio puede “aguantar” sus 10 millones de visitantes, que la financiación fluye, que esa financiación permite crear grandes exposiciones generalistas, pero también pequeñas exposiciones muy especializadas, montadas por museógrafos que también aspiran a tener muchos visitantes aunque sólo sean unos cientos (que no sirven para pagar la exposición que bebe de sus hermanas mayores), además del buen estado de salud del École du Louvre (la facultad de historia del arte que funciona dentro del museo) y el cuantioso ciclo de conferencias, de todo nivel y temáticas, que hay cada año.
Posiblemente, sus administradores, conservadores y empleados podrían dar un listado de quejas a resolver. Pero lo que casi ninguno de ellos dirá es que el museo ha de prohibirse a esa “mayoría inculta” que sólo quiere ver la Gioconda
El Louvre cumple con su misión, colecciona, conserva y, sobre todo, difunde. Posiblemente, sus administradores, conservadores y empleados podrían dar un listado de quejas a resolver. Pero lo que casi ninguno de ellos dirá es que el museo ha de prohibirse a esa “mayoría inculta” que sólo quiere ver la Gioconda, reservarlo a la élite conocedora, reclamar sólo el dinero de los impuestos para financiarse, o poner el grito en el cielo por la conservación de las obras. Que un millón de ojos miren fijamente un cuadro, no hace daño al cuadro. Habrá quien diga que el daño lo provoca un millón de flashes. Bueno, tampoco es cierto. Es la luz fija y directa la que daña la pintura, no la intermitente, por numerosa que sea (es algo que aprendí cuando trabajé en el Louvre) y, además, hoy los teléfonos móviles toman ya fotos muy buenas sin flash.
En definitiva, si el museo desarrolló su programa museográfico para difundir su colección, si lo hizo de una manera que puede recibir un número amplísimo de visitantes y si estos visitantes acceden de forma correcta, el motivo por el que van dependerá de cada cual y no podemos establecer limitantes o prohibiciones sólo porque consideremos, desde nuestros prejuicios, que los otros no aprovecharán la visita como lo haría uno mismo.
Foto: Juan Di Nella