Se despedía una firma de un diario tras casi una década de formar parte de la cabecera. Lo hizo con un último artículo en la que daba las gracias por todo lo aprendido y recibido y colocaba en un pedestal al editor, cuyas tropelías habían dejado tras de sí un sinfín de cadáveres. Como se suele decir en el mundillo: “se despidió como un señor”, haciendo uso de esa inteligencia emocional que consiste en no cerrarse las puertas, ni siquiera las del infierno, porque del mañana nada se sabe.

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Esta es la regla informal que impera especialmente en el entorno de la prensa y la política, donde los malos usos y costumbres que atenazan a la sociedad se hacen tan evidentes que se vuelven paródicos, pero está prohibido decirlo si eres uno de los nuestros.

En un entorno dominado por reglas perversas, el individuo intelectualmente dotado hará un cálculo coste-beneficio, y tenderá a utilizar su inteligencia, no para remover esas reglas, sino para usarlas en su propio beneficio

La informalidad de esta ley es, precisamente, lo que la hace temible al convertirla en la más insoslayable y ubicua de las leyes. No se puede abolir porque no tiene titularidad definida y oficialmente no existe. Sin embargo, está en todas partes, disuadiendo de su incumplimiento mediante una penalización inasumible que, llegado el caso, todos los partícipes aplicarán diligentemente al infractor. De ahí que, a la hora de despedirse de un diario, se opte por hacerlo con la elegancia del elogio, pero, sobre todo, con la discreción de un artificiero desaprensivo que, tras cruzar un campo de minas y sobrevivir, lo abandona sin señalizarlo.

Lo señorial, lo educado es, pues, mentir con elegancia, esto es, escribir graciosamente lo contrario de la verdad. Al fin y al cabo, la verdad es grosera, impertinente e incluso resentida. Pero, sobre todo, tosca. No es sutil ni encantadora; mucho menos diplomática. No se acomoda a los falsos elogios.

Esto no quiere decir que haya que ser un Robespierre que aporrea constantemente a los demás con la virtud en mayúsculas. A menudo, para relacionarnos, necesitamos posponer la verdad, endulzarla, suministrarla en pequeñas dosis o reemplazarla por mentiras piadosas. Pero esto no quita que sea necesario mantener un equilibrio entre la necesidad de modular la verdad y su negación absoluta. Si este equilibrio no existe, la mentira acaba abarcándolo todo.

Jean-François Revel escribió, a propósito de la prensa y la democracia, que “sólo en las sociedades abiertas se puede observar y medir el auténtico celo de los hombres en decir la verdad y acogerla, puesto que su reinado no está obstaculizado por nadie más que por ellos mismos”. Y se preguntaba: “¿cómo pueden actuar hasta tal punto contra su propio interés?”.

El interés al que Revel se refiere es un interés elevado, invisible a la visión de corto plazo, pero, sobre todo, incompatible con esa inteligencia del gen egoísta que, para alcanzar un fin particular, se mimetiza con el entorno. Lo que explica por qué “los mejores” no son necesariamente los más inteligentes.

La inteligencia es una condición deseable pero no suficiente. En realidad, es un recurso que puede servir a los fines más diversos, también para hacer el mal. Los personajes más malvados de Shakespeare no son estúpidos, al contrario: son muy inteligentes. En un entorno dominado por reglas perversas, el individuo intelectualmente dotado hará un cálculo coste-beneficio, y tenderá a utilizar su inteligencia, no para remover esas reglas, sino para usarlas en su propio beneficio porque su cálculo le indica que le sale a cuenta. La forma de compensar esta tendencia es acompañar la inteligencia con la virtud de la valentía.

Ocurre que, a su vez, la valentía necesita de un reconocimiento social. En un entorno degradado, donde sólo prosperan los grupos de intereses, los sujetos percibirán la valentía como una cualidad problemática y demasiado costosa. Por el contrario, en entornos donde los sujetos comparten una serie de valores y recompensan la valentía, nos encontramos con la “paradoja del valor suicida”.

La paradoja del valor suicida nos remite a las sociedades guerreras, donde el sujeto valiente, al asumir mayores riesgos, tenía más probabilidades de morir. Siguiendo las leyes de la selección natural, lo lógico es deducir que a medio plazo los sujetos valientes perderían la competición genética en beneficio de los que no lo eran, por lo que el gen del valor debería extinguirse con el transcurso del tiempo.

Sin embargo, no sucede así. La razón es que la valentía no es exclusivamente genética, sino que está relacionada con la educación dentro del grupo. Antes, las historias de actos heroicos dentro de la comunidad se transmitían como actos ejemplares y valiosos, mientras que la cobardía era secularmente rechazada. Lo cual constituía un poderoso incentivo: mejor actuar valientemente que huir y ser despreciado por todos.

Evidentemente nuestras sociedades ya no son guerreras, pero la valentía del guerrero se adaptó a los nuevos tiempos. Para afrontar los desafíos y las adversidades con entereza evolucionamos de la cultura del honor a la cultura de la dignidad.

Lamentablemente, como decía, la valentía, se base en el honor o la dignidad, necesita de un reconocimiento social. Y lo que prolifera en nuestros días es un oportunismo cada vez más extremo que ha acabado dejándonos al albur de reglas informales perversas, de tal suerte que las relaciones entre sujetos ya no son espontáneas, sólo lo parecen. Así, si bien es cierto que los más inteligentes son los que más opciones tienen de mejorar su posición, la sociedad en su conjunto se muestra cada vez más abatida.

Volviendo al filósofo y periodista francés, Revel afirmaba que la democracia no puede vivir sin una cierta dosis de verdad. No puede sobrevivir si esa verdad queda por debajo de un umbral mínimo. Yo dría más, la sociedad que se acomoda en la mentira está incapacitada puede progresar, mucho menos ser libre. De hecho, deja de ser sociedad para convertirse en grupos de intereses, en tribus o clanes donde los individuos se alistan para poder prosperar individualmente a costa de los demás. Sobre todos ellos se impone el poder político y la mentira como elogio.

Foto: Ruthson Zimmerman.

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