Con una regular cadencia que habíamos olvidado, la naturaleza descarga su flamígera espada sobre los seres humanos. Entonces sufrimos, nos equivocamos, nos rompemos, morimos. No hay nada indigno en ello. Lo único indigno, por ser como somos el único ser vivo reflexivo, es que no saquemos las oportunas conclusiones de la debacle. Lo único imperdonable sería no emular a Abraham Lincoln, quien en Gettysburg y en medio de la espantosa carnicería que se autoinfligió su pueblo, supo plantarse y decir que somos nosotros, los todavía vivos, «quienes hemos de mostrar una inquebrantable resolución por conseguir que sus muertes no hayan sido en vano». De modo que por una vez —y ojalá sirva de precedente— tendremos que hacer algo no por nosotros mismos, sino, como dijo Lincoln con una altura de miras que no podremos encontrar en nuestros mandatarios y tendremos que autoexigirnos, por los demás, por «estos muertos a los que honramos» y por quienes, aun conservando la vida, han sido y serán arrasados por esta disrupción extrema.

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Cuando nos abran las calles, tendremos que decidir qué vamos a hacer con lo inaceptable. Hemos tenido demasiada paciencia con la basura, la mezquindad, el egoísmo, la intestina miseria de los sectarios. Hemos consumido ideología por encima de nuestras posibilidades. Hemos ensuciado las más nobles luchas —por la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, por una educación liberal que nos eleve a todos, por un mundo menos violento, por tantas cosas que ya perdimos la cuenta— para fortificar nuestras respectivas parroquias. Hemos renunciado a mudar de opinión y a reconocer errores a cambio de prebendas y de la imbécil seguridad que da corear mentiras. Hemos repetido demasiadas veces el gesto de Esaú, vendiendo nuestra primogenitura —nuestra libertad, nuestra honradez y nuestro honor— a Jacob por un mísero plato de lentejas.

Cuando nos abran las calles, descubriremos que nada es gratis. Que nuestras instituciones y nuestros derechos tienen un precio, y que no basta con tener pulmones para exigirlos, sino que además hay que tener arrestos para defenderlos

Cuando nos abran las calles, descubriremos que nada es gratis. Que nuestras instituciones y nuestros derechos tienen un precio, y que no basta con tener pulmones para exigirlos, sino que además hay que tener arrestos para defenderlos. Reconoceremos que el modo de vida occidental, basado en la libertad y la democracia, está en franco retroceso, y que el miedo, una vez arrellanado en nuestros salones, es la amenaza más seria que siempre afrontaremos. También que Europa no es lo que un puñado de burócratas determine en Bruselas, París o Frankfurt, sino una idea moral sobre la sociedad y el individuo que requiere de nuestra protección activa. Ya hemos empezado a alabar, pandemia mediante, a la dictadura china, que con sus doscientos millones de cámaras sigue punto por punto el guion de Orwell en 1984; si no nos hacemos más fuertes y críticos, si no nos enorgullecemos de lo que tenemos, lo perderemos enseguida.

Cuando nos abran las calles, recordaremos que son las comunidades unidas y las emociones civiles las que nos ofrecen un suelo, y no el Estado. El Estado es un acuerdo de mínimos; el contrato social es la última línea de defensa contra la barbarie. Pero no es el Estado el que nos va a devolver nuestras vidas, cuando nos abran las calles. Van a ser nuestras familias, los amigos verdaderos, los capitanes de empresa profesionales y corajudos y los proyectos de bien que se manchan las manos con los más débiles. Los entornos virtuales, los cien mil pseudoamigos de Facebook y el resto de los simulacros seguirán con su cháchara vana, es decir, desaparecerán en un fundido en negro. Será el momento de ignorar el ruido de lo vacuo y retornar al parsimonioso silencio de lo auténtico.

Cuando nos abran las calles, leeremos de nuevo a Simone Weil. La oiremos explicarnos que, en el origen de la moral, es decir, de la justicia, están los deberes, y no los derechos. Subrayaremos, en L’enracinement: «Un derecho no es eficaz por sí mismo, sino solo por la obligación que le corresponde. El cumplimiento efectivo de un derecho no depende de quién lo posea, sino de los demás hombres, que se sienten obligados hacia él». Sabremos que la vida no es una extensa hoja de reclamaciones, sino una interminable relación de deberes incondicionados que hay que cumplir con alegría y coraje. Entonces nos dejaremos de hashtags, likes y recogidas virtuales de firmas y nos pondremos a hacer lo nuestro, día a día y en el mundo de carne y hueso. Y recordaremos que, a diferencia de los filósofos de salón, demasiados tertulianos y demás vendedores de crecepelo, Weil averiguó estas cosas en las muelles de Marsella, entre la gente más pobre y rodeada de muerte y padecimientos, jugándose el pellejo.

Cuando nos abran las calles, no volveremos a pronunciar la palabra «héroe» en vano. Los futbolistas no son héroes; ni siquiera lo son los tenistas ejemplares. No lo son en la primera acepción del término, la que, ahora lo sabemos, verdaderamente cuenta: «persona que realiza una acción muy abnegada en beneficio de una causa noble». A los otros, «personas ilustres y famosas por sus hazañas o virtudes», tendremos que buscarles otra palabra, porque están muy lejos del nivel de los sanitarios, los celadores, los policías y los militares, y también del de los transportistas y los reponedores y los funerarios y toda la gente que tuvo que seguir trabajando ahí afuera acechada por el virus como si nada. Volveremos a admirar con fruición, sin banderías, sin distinguir a «los nuestros» de «los de ellos». Y entenderemos que, a este respecto, los discursos de los demagogos sobran, pues se lo habremos leído a Lincoln en el campo regado de sangre de Gettysburg: «Para el mundo pasará desapercibido lo que hoy aquí se diga, no lo rememorará, y en cambio jamás podrá olvidar lo que ellos hicieron».

Cuando nos abran las calles, ya habremos confirmado que la trivialidad tiene efectos colaterales muy perniciosos. Sabremos que, siendo la parodia un elemento de salud mental y un gozo irrenunciable, una sociedad paródica es en cambio una afrenta. Desbanalizaremos el diccionario; «alarma», «crisis», «emergencia» y «drama» recuperarán sus significados. Ya no nos quedará duda alguna de que los seres humanos necesitamos relevancia, que nuestros actos y los de los demás importen. En Irma la Dulce, esa obra maestra de Billy Wilder, oímos al narrador presentarnos una historia «sobre pasión, masacres, deseo y muerte, todo lo que hace que la vida merezca la pena ser vivida». Eso es lo que queremos y respetamos. Coincidiremos, en definitiva, en que se puede uno reír de todo, pero no con cualquiera, ni en cualquier situación, ni de cualquier manera, y que son las cosas serias (la valentía, el amor, la solidaridad, la verdad) las que aportan la densidad sin la que nuestras vidas se ahogan.

Cuando nos abran las calles, habremos aprendido a distinguir las emociones fuertes de las verdaderas. Será la consecuencia lógica de nuestra redescubierta fragilidad y de habernos inclinado en actitud religiosa ante el inextinguible imperio de lo azaroso. Borraremos todas nuestras hojas de cálculo mientras lloramos a los que ya nunca más veremos. Retornaremos a los afectos que nos fundan y despreciaremos a quienes nos acarician la espalda. Ya no buscaremos la variedad por la variedad, encabalgar experiencias, ni celebraremos los divorcios, ni mercadearemos con nuestros hijos en el tribunal de nuestros amores rotos, ni llamaremos «flexibilidad emocional» a las infidelidades. Nos aferraremos a lo bueno y lucharemos sin descanso por lo que más cuenta, porque la vida, de nuevo, irá en serio. Se disparará la cotización de los abrazos y los besos; ya nunca más los dilapidaremos.

Nos queda, en definitiva, mucho por delante. Habrá que acompañar la reconstrucción económica de una reconstrucción personal e intransferible de nuestras vidas y nuestras sociedades libres. Habrá que concebir una normalidad diferente. La de antes no va a volver, y ya no nos sirve. Tendremos que vestirnos de Lincoln, adoptar su porte y creernos capaces de alumbrar grandeza. Nadie va a hacer nuestra parte; y si, acobardados, nos acogemos a que «no somos Lincoln», el fangoso torrente de la realidad nos arrastrará a su paso. En El viajero sin propósito, escribe Dickens: «Lo importante es estar preparado en cualquier momento para sacrificar lo que eres en aras de aquello en lo que podrías llegar a convertirte». Sobre el altar de nuestro carácter personal y colectivo se va a oficiar este rito. Una gran desgracia es una gran oportunidad, pero la historia no es pródiga en oportunidades, ni misericordiosa con quienes se esconden.


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