Roger Tullgren, un ciudadano de Hässleholm, Suecia, tenía un grave problema. Su extremada afición a la música heavy metal le causaba multitud de conflictos laborales. Por asistir a todos los conciertos a su alcance, casi trescientos al año, faltaba al trabajo con demasiada frecuencia. Y su necesidad de escuchar música en horario laboral acababa exasperando a sus compañeros. Pero finalmente en 2008, con 42 años cumplidos, encontró la solución. Tras solicitarlo con insistencia, y mediando el informe de tres psicólogos, el Servicio de Empleo Sueco accedió a calificar su adicción al heavy metal como una discapacidad, una patología por la que no podía ser discriminado en el puesto de trabajo. La Administración le proporcionó una compensación dineraria por los días que, por asistir a conciertos, faltaba al trabajo. Y también el derecho a escuchar su música favorita mientras ejercía de lavaplatos en un restaurante. Eso sí, declaró, «no subo demasiado el volumen cuando hay clientes«.
Algunas décadas atrás habría resultado inconcebible alegar adicción a la música como excusa para no acudir al trabajo. La gente hubiera tachado a Roger de holgazán, excéntrico o poco voluntarioso. Y habría tenido que elegir entre su desmedida afición al heavy metal o un empleo remunerado. Pero todo ha cambiado radicalmente en los últimos tiempos. No sólo se ha incrementado notablemente la prevalencia de patologías como la depresión; también ha surgido un enjambre de nuevas enfermedades, síndromes o patologías mentales, antes desconocidas.
Se ha difundido la creencia de que los individuos son emocionalmente muy vulnerables, incapaces de gestionar sus sentimientos. No sólo eso, los familiares, las amistades, los conocidos, no serían adecuados para ayudar al sujeto a resolver estos graves y generalizados problemas: es imprescindible la ayuda de un experto. Es lo que se conoce como Cultura Terapéutica.
La cultura moderna ha convertido en patologías lo que antes no eran más que respuestas emocionales desagradables ante las presiones de la vida
La Sociedad Terapeutica tiende a identificar infinidad de sucesos como amenazas para el bienestar emocional de los individuos. Una simple fracaso, decepción o rechazo constituirían detonantes de baja autoestima, una enfermedad invisible que, según este enfoque, menoscaba la capacidad de las personas para tomar las riendas de su vida. Como señala Frank Furedi en Therapy Culture (2004): «la cultura moderna ha convertido en patologías lo que antiguamente no eran más que respuestas emocionales desagradables ante las presiones de la vida. Ha impulsado a los individuos a sentirse traumatizados y deprimidos por experiencias que hasta ahora se consideraban rutinarias«.
Los expertos se inmiscuyen en la vida privada
Así, la terapia psicológica se ha introducido en multitud de ámbitos que la gente resolvía antaño por sí misma o con la ayuda de familiares y allegados. Los padres, los abuelos esas figuras con experiencia vital, a las que se recurría en busca de consejo, han desaparecido como referentes, sustituidos por burócratas y expertos. Así, la emoción se politiza, esto es, las instituciones y los expertos se inmiscuyen en la vida privada de las personas, en sus relaciones familiares, de pareja, de amistad, fomentando que ciertas intimidades salgan a escrutinio público, a juicio de los expertos.
La pareja, la familia se describen como ámbitos de violencia, abuso, lugares peligrosos especialmente para mujeres y niños
La cultura terapéutica presiona para que los sujetos no gestionen sus sentimientos con recursos propios, creando un ambiente que alimenta la sospecha sobre las relaciones privadas no controladas. La pareja, la familia, la amistad o la vecindad se describen como ámbitos de violencia, abuso… lugares peligrosos especialmente para mujeres y niños. Y se considera a los padres como sujetos carentes de las dotes necesarias para criar y educar correctamente a los hijos sin asesoramiento profesional. Multitud de puertas se abren a la intervención pública.
En su actitud recelosa hacia las relaciones interpersonales espontáneas, sean comunitarias o familiares, la invasión terapéutica tiende a erosionarlas, implantando la profesionalización, la vigilancia continua. Con ello, socava el sentido de intimidad necesario para los lazos personales y genera un círculo vicioso de vulnerabilidad porque son precisamente estas estructuras sociales las que ayudan al sujeto a superar las circunstancias difíciles de la vida.
En lo que al trauma se refiere, no suelen ser tan determinantes los acontecimientos vividos como la forma en que los sujetos los entienden e interpretan. Así, la sociedad desarrolló estructuras espontáneas para amortiguar las experiencias más duras, unos mecanismos que la Sociedad Terapéutica ha ido desintegrando. De hecho, la gente podía responder a la adversidad volviéndose más resistente si percibía apoyo en su comunidad. Al romper los lazos, al fracturar las estructuras sociales, la cultura terapéutica se convierte en una profecía que se cumple a sí misma: los sujetos pierden fortaleza, resiliencia, se vuelven mucho más vulnerables ante acontecimientos desfavorables.
El advenimiento de la sociedad terapéutica comenzó en los años 60 del siglo XX y se consolidó en los 80. El sociólogo norteamericano Christopher Lasch fue uno de los primeros en percibir esta tendencia cuando señaló en The Culture of Narcissism (1979): «atormentado por la ansiedad, la depresión, una confusa insatisfacción y una sensación de vacío interior, el ‘homo psicologicus’ actual no busca el engrandecimiento individual ni la trascendencia espiritual, sino la paz interior. Se dirige a los terapeutas para alcanzar el equivalente moderno de la salvación: la ‘salud mental’. Así, la terapia se ha convertido en la sucesora de la religión«.
Terapia: uso frente a abuso
El problema de la terapia no es el uso, generalmente beneficioso para el tratamiento de enfermedades mentales y casos patológicos, sino el abuso, la recomendación generalizada para amplios segmentos de la población y el desplazamiento de las estructuras y soluciones que antaño permitían a las personas afrontar la adversidad.
Al ir convirtiendo cualquier conducta inconveniente en una patología, en un problema de salud, esta cultura va desplazando la responsabilidad individual. Ya no hay culpables sino enfermos; ya no hay responsables sino individuos con personalidad adictiva. Y dado que la infancia y sus traumas determinan el futuro de cada persona, la familia y la sociedad acaban siendo los responsables de cualquier comportamiento torcido; no el sujeto. Así, el concepto de culpa individual se difumina, se traslada a la sociedad, a los grupos: se convierte en culpa colectiva.
Pero esta no es la única consecuencia. Dado que sentirse bien es el objetivo último, ciertas cualidades y virtudes antes valoradas, como el esfuerzo, el altruismo, el sacrificio o el compromiso tienden a devaluarse por causar frustración o infelicidad. Y el ideal de individuo extremadamente vulnerable impulsa a muchos grupos a reivindicar y adquirir al papel de víctima a la que, por definición, no se puede exigir responsabilidad alguna.
Socava las bases de la democracia
En Therapeutic Governance (2001) Vanessa Pupavac sostiene que «el paradigma terapéutico se ha convertido en la forma en que las instituciones estatales se relacionan con los ciudadanos: en la vida pública se generaliza la ‘política del sentimiento’; en la educación, la autoestima desplaza a la formación intelectual; en la familia se profesionalizan las relaciones y la crianza de los hijos. Este paradigma ha redibujado la relación política entre ciudadano y Estado«. Al fomentar la intervención de los poderes públicos en la vida privada, en la familia y en los espacios más íntimos, la cultura terapéutica va suprimiendo uno de los elementos esenciales de la sociedad abierta: la separación de los ámbitos público y privado.
El ciudadano se convierte en un sujeto vulnerable, merecedor de una actitud paternal por parte de las autoridades
La transformación del ciudadano en paciente socava las bases de la democracia. El individuo ya no es racional, ni posee capacidad para controlar al poder, ni puede actuar con libertad; es un sujeto vulnerable que requiere cuidados, merecedor de una actitud paternal por parte de las autoridades. El Estado tiene el deber de controlar su vida privada para evitar el sufrimiento pues es la Autoridad Terapéutica quien mejor conoce lo que conviene a las emociones.
El enfoque terapéutico contribuye a crear una ciudadanía débil, asustadiza, vulnerable, infantil, un tipo de persona que, como Roger Tullgren, no puede perderse un concierto de heavy metal sin sufrir un trauma. Conduce a una sociedad fácilmente controlable por políticos, burócratas y expertos.
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