Comprendo y en cierta medida comparto las razones de fondo que llevan a muchos analistas a criticar acremente las pretensiones del presidente del gobierno español de otorgar indultos a los golpistas del procés. Sin embargo, estoy en franco desacuerdo con las conclusiones que extraen de este estado de cosas. Los más maliciosos de ustedes barruntarán que me sitúo en esa tesitura cínica que recomienda no hacer nada cuando el adversario mete la pata y propugna dejar que persevere hasta que la pringue le llegue al cuello. Y no negaré que algo de eso hay. Pero también creo, modestamente, que mis razones son más profundas. Trataré de explicarlas.
Entre la avalancha de libros de los últimos años sobre la cuestión catalana, hay un brillante ensayo que ha pasado relativamente inadvertido: 1917. La crisis que cambió España (editorial Deusto). Su autor, David Jiménez Torres, sostiene que la crisis actual es indisociable de una premisa tan importante en nuestro sistema democrático que él la denomina la Premisa y reza más o menos así: el sistema autonómico es la solución ideal para integrar los nacionalismos subestatales hasta tal punto de que, incluso cuando esta integración levante tensiones, estas se terminarán resolviendo de modo natural. El corolario: aunque parezcan tensar la apuesta, los nacionalismos periféricos jamás romperán la baraja. Ni qué decir tiene que la clase política española de ayer y hoy, empezando naturalmente por PSOE y PP, cree en este principio como dogma de fe o, si prefieren una formulación más laica, como que todos nos tenemos que morir.
Esta opción de plegarse a las exigencias nacionalistas se asemeja mucho a la imagen de un tren sin frenos despeñándose cuesta abajo por una vía muerta. La pregunta no es si nos estrellaremos sino cuanto tiempo queda para despeñarnos
Ustedes argüirán con más razón con un santo que el principio antedicho estaría vigente en todo caso hasta 2017 e incluso serviría para explicar muy bien la pasividad de Rajoy y su troupe, que siempre creyeron que los independentistas “no se atreverían”. Pero desde el año de marras y, sobre todo, desde los sucesos de octubre, tenía que caérsele al gobierno español la venda de los ojos o sufrir su particular caída de Damasco (o del burro, más bien). Pues hete aquí que, contra todo pronóstico y contra toda evidencia, resulta que no, que la Premisa sigue operando como elemento taumatúrgico. Ho tornarem a fer, dicen, repiten, amenazan y vociferan desde Barcelona. No, no lo harán más, responden los de Madrid. Y aún añaden estos últimos: con los indultos abriremos un nuevo período de diálogo, concordia y entendimiento.
Los más ingenuos pretenderán que se distinga entre PSOE y PP, dado que el primero propone los indultos y el segundo se opone a ellos. Que cada cual se acoja a la devoción que le pete, pero yo hace ya tiempo que perdí la virginidad política: concedo que aún hay clases y que el PP difícilmente llegaría al grado de abyección de la izquierda pero, con todo y con eso, su política no sería en el fondo muy distinta. Es verdad que los populares no concederían los indultos -porque incluso para esto se necesita lo que la derecha no tiene: determinación, confianza en sí misma y audacia- pero seguirían la misma senda de paños calientes que han mantenido hasta ahora. En otras palabras, permanecería inalterable su fe en la Premisa. Si no me creen, esperen a verlo dentro de unos años.
En este punto es inevitable hacer un inciso, pues el debate político en España se ha emponzoñado hasta tal grado que habrá quien pueda entender que la crítica anterior me aboca a propugnar, sin más, una política de fuerza. ¡Hombre, si por tal se entiende la fuerza bruta, la violencia, nada más lejos de mi intención! No creo que estas cosas se resuelvan con los tanques entrando por la Diagonal, camino del Palau de la Generalitat. Ahora bien, ya que he mencionado el concepto, no estaría de más apelar a la fuerza de la ley. Ni más ni menos. La ley o las leyes, para ser más precisos, que nos hemos dado el conjunto de los españoles. Las leyes de la democracia. Sin complejos. Un Estado que no se respeta a sí mismo, empezando por el respeto de sus instituciones a algo tan esencial como la integridad nacional, no merece el respeto ajeno. Ya estamos viendo lo que pasa en estos días con nuestro vecino del sur.
A estas alturas resulta increíble que tengamos que insistir en lo obvio. En el sistema político español –tan imperfecto como se quiera, pero no más que otros muchos que despiertan un ridículo papanatismo- no se persigue a nadie por ser nacionalista, ya sea nacionalista catalán, vasco o de Villanueva de Abajo. Ni tampoco por ser independentista. Eso sí, lo único que se debía exigir a todos –y no se hace- es el cumplimiento de la ley, como sucede en cualquier otro ordenamiento constitucional. Por supuesto, las minorías, críticos o discrepantes deben tener siempre la posibilidad de que se atiendan sus aspiraciones de cambio o reforma, respetando en cualquier caso los cauces establecidos. Resultaría difícil hacerle entender a un extranjero ajeno a nuestra realidad cómo principios tan simples parecen aquí ideales inalcanzables.
Comprenderán mejor ahora por qué dije al comienzo que, estando de acuerdo con el fondo de la crítica a los indultos, no suscribía empero sus conclusiones. Por supuesto, los indultos no van a resolver nada. Ni siquiera la amnistía serviría. Este tipo de medidas de gracia se asemejan mucho a darle carne al tigre hambriento. Una vez que huela sangre, el felino ya no parará. Querrá más y más. Cuantas más facilidades obtenga por parte de unos y otros, mayor será su audacia. Adelante. Satisfagamos peticiones, una detrás de otra. Serán cada vez más onerosas. Quedaremos en sus manos, como le sucede a quien sufre chantaje y atiende la primera petición.
¿Cuánto tiempo necesita una sociedad para tomar conciencia de sus problemas y de sus posibles soluciones? Llevamos ya casi medio siglo atendiendo las demandas abusivas de los nacionalistas, mientras nos escupen en la cara su deslealtad y su desprecio. Está claro que para el conjunto de la sociedad española aún no es suficiente. Supongo que tendrá que llegar un momento en el que la mayor parte de la ciudadanía diga basta, pero ese momento aún no ha llegado. Prefiero, por tanto, que se quemen etapas: indultos, sea. Amnistía, vale. Diálogo, por supuesto. Más transferencias, aquí están. Muchas más partidas presupuestarias: de acuerdo. ¿Y luego?
Reférendum de autodeterminación. ¿Uno? No, los que sean precisos hasta que salga el sí. Después, independencia. Constitución de un estado nacionalista, autoritario y xenófobo. Expulsión de los españoles no catalanistas o, al menos, coerción permanente hasta que abandonen –voluntariamente, dirán- el nuevo país. Conflictos de todo tipo con lo que quede de España. Reivindicación de los Països Catalans. ¿Quién establece los límites? Esta opción de plegarse a las exigencias nacionalistas se asemeja mucho a la imagen de un tren sin frenos despeñándose cuesta abajo por una vía muerta. La pregunta no es si nos estrellaremos sino cuanto tiempo queda para despeñarnos.
Dejen, pues, a Pedro Sánchez que conceda indultos. Veremos qué le piden luego. Dejen que alimente al tigre. Más carne fresca. Es verdad que el riesgo lo asumimos todos los españoles. No estoy hablando simplemente de una política equivocada sino de una política suicida para el Estado. Pero el conjunto de la sociedad española –empezando por la gran parte que se considera de izquierdas o progresista- parece empeñada en seguir creyendo en la Premisa. El coste será tremendo pero no se atisba otra opción que apurar la copa hasta las heces. Cuando constatemos por fin que la complacencia es una vía muerta y que la Premisa era falsa, solo quedará aplicar la ley, ni más ni menos. Solo entonces descubriremos que el tigre nacionalista era un tigre… de papel.