El número es abrumador: durante el año 2021, 47,4 millones de estadounidenses renunciaron a su empleo voluntariamente. A menor escala, el fenómeno se ha repetido en algunos países desarrollados y en sectores profesionales a lo largo de todo el mundo. ¿Cuáles serían las razones que podrían explicar este fenómeno?
Quien intentó avanzar en una respuesta ha sido Anthony Klotz, psicólogo organizacional y profesor en la Universidad de Texas A&M quien hacia mayo de 2021 le puso nombre a esta tendencia: “La Gran Renuncia” (“The Great Resignation”). En una entrevista para el Washington Post publicada el 24 de septiembre de 2021, Klotz afirma que hay cuatro razones a tener en cuenta para explicar lo que está sucediendo: la primera es la acumulación de renuncias puesto que, en 2020 y ante el temor que había a no conseguir un nuevo trabajo en un horizonte de total incertidumbre, la cantidad de renuncias que se producen normalmente había disminuido; la segunda es un fenómeno de agotamiento generalizado que se explica también por las condiciones de estrés extra que supuso la pandemia. Hasta aquí, nada demasiado interesante. Pero Klotz agrega como tercera razón lo que llama las “epifanías pandémicas”, esto es, el shock que significó para muchas personas lo ocurrido en los últimos dos años: crisis existenciales, preguntas por el sentido de seguir trabajando, puestas en tela de juicio de rutinas naturalizadas, etc. Conectada a esta razón, la cuarta refiere a aquellas personas que realizaron su trabajo de manera remota y que no aceptan un regreso al formato tradicional. Se trataría, desde mi punto de vista, de otra suerte de epifanía, esto es, la que muestra que se puede ser tanto o más productivo desde casa, manejando los propios tiempos, estableciendo otro tipo de rutinas con la familia, etc.
No sabemos si será a través de algún desastre natural o, como algunos advierten, a través de los cada vez más frecuentes sabotajes o hackeos, pero casi no podemos imaginar lo que sucedería en el mundo si nos desconectaran apenas unas semanas
Por supuesto que esta idea de “Gran Renuncia” solo puede ser efectiva en países donde existe casi pleno empleo, crecimiento económico y capacidad de ahorro. En países pobres o en vías de desarrollo no hay “Gran Renuncia” porque no hay “Gran Trabajo”. Pero hecha esta aclaración, seguramente usted podrá reconocer algo de esta tendencia en su país; incluso puede que usted haya pensado en renunciar o al menos se haya replanteado su manera de trabajar. Asimismo, agreguemos que también los empleadores pueden ver en este fenómeno una oportunidad. Así, si a la “Gran Renuncia” sobrevendrá una “Gran Reorganización”, es posible que ésta suponga, por ejemplo, una profundización de un modelo mixto o directamente la transformación completa hacia un modelo de teletrabajo pues eso permitiría tener trabajadores más productivos (seguramente con más horas implícitas de trabajo), supondría un ahorro en locaciones, en tanto los pisos enteros de oficinas ya no serán necesarios y, en el caso de grandes empresas, dificultaría más la organización sindical puesto que en muchos casos nuestro compañero de trabajo es apenas un avatar que escribe correos electrónicos desde algún lugar remoto de la galaxia. A propósito de eso, agreguemos que el trabajo remoto puede ayudar a combatir las consecuencias del proceso conocido como “gentrificación”, esto es, la expulsión hacia los márgenes de las grandes ciudades de aquellos vecinos que ya no pueden hacer frente al alto precio de las propiedades y los alquileres. Al tener que mudarse a las afueras, la gente pierde mucho tiempo viajando hacia su lugar de trabajo (en ciudades como Buenos Aires, por ejemplo, hay quienes deben viajar hasta cuatro horas para ir y volver de su trabajo). Otro aspecto que puede ser favorecido por el trabajo remoto se está dando especialmente en los países subdesarrollados o en vías de desarrollo con ingresos en dólares muy bajos. Siguiendo con el caso de Argentina, que en este momento reúne profesionales de alta calificación con remuneraciones en dólares bajísimas, se comprueba un aumento exponencial de profesionales que trabajan para empresas de distintas partes del mundo y reciben un salario en dólares. Por último, trabajar a través de un ordenador cumple la fantasía de las generaciones sub 45, “millennials” y “centennials”, las cuales se diferencian de las generaciones de sus padres y sus abuelos en cuanto a la relación que tienen con el trabajo. Hoy muchos prefieren el “freelancismo” y los contratos temporales a la estabilidad laboral. Presunta mayor libertad a cambio de menos derechos laborales. Insisto: no se trata solamente de tener que aceptar las nuevas condiciones de un mundo flexible. En muchos casos, es la propia “fuerza de trabajo” la que impulsa este tipo de vínculos con el empleador porque en el mundo líquido la estabilidad tiene mala prensa.
Ahora bien, aun cuando deba aclararse una y otra vez que este fenómeno se circunscribe a economías del primer mundo y que, en todo caso, puede ampliarse a sectores de profesionales y clases medias y altas de grandes ciudades de países en vías de desarrollo, cabe preguntarse cuáles son las disputas que vienen y aquí aparecen otros fenómenos asociados a esta “Gran Reorganización” del mundo del trabajo.
Si nos restringimos al universo de quienes pueden realizar su trabajo a través de su ordenador, no hace falta devenir marxista para intuir que el conflicto seguirá siendo el de la relación entre productividad y tiempo. De hecho no casualmente observamos a lo largo del mundo cómo una de las banderas levantadas por los sindicatos es el “derecho a la desconexión”. Parece un argumento de historia distópica digno de Bradbury, Dick o Ballard pero una de las grandes luchas en la actualidad es conseguir una normativa que le permita a los trabajadores no responder correos electrónicos o mensaje de whatsapp fuera del “horario” laboral. Sin ir más lejos, en noviembre del 2021 el diario El País de España se hacía eco de un estudio de GlobalWebIndex que indicaba que el 74% de los que realizan teletrabajo revisa su correo electrónico fuera del horario laboral, frente al 59% de los que realizan el trabajo de manera presencial. En esta misma línea, un informe de la Fundación Europea para la Mejora de las Condiciones de Vida y de Trabajo (Eurofound) también indicaba que los teletrabajadores son el doble de propensos a superar jornadas semanales de 48 horas, a no tener el suficiente descanso y a trabajar en su tiempo libre.
Estos datos parecen reforzar la idea de que la contracara de poder manejar nuestros propios tiempos es que nuestro jefe puede disponer de nosotros en todo momento: podremos ir a buscar a nuestro niño a la salida de la escuela, vivir en pijamas y comer con nuestra pareja al mediodía pero a las ocho de la mañana y a las once de la noche estaremos haciendo lo mismo: trabajando. Agreguemos a esto la distorsión en la vida familiar que puede generar el hecho de que los adultos prácticamente no abandonen la casa durante toda la semana. Bajo las circunstancias puntuales de la pandemia era una imposición dada por razones externas pero como modelo de vida abre al menos algunos interrogantes. De hecho, como indicamos que hay mucha gente que no quiere volver a su oficina, también debemos decir que hay muchos que piden a gritos retomar su vida laboral prepandémica, salir de casa y romper la rutina endogámica. Agreguemos también que empiezan a multiplicarse los casos de enfermedades asociadas a condiciones de estrés laboral entre aquellos que trabajan de manera remota y, como indicaban los informes mencionados, acaban conectados y produciendo mucho más que las ocho horas de trabajo presencial que tenían antes de la pandemia.
La gran dificultad es que este fenómeno de explotación laboral no responde al modelo de explotación clásico sino que se da en el marco de una presunta flexibilidad y está asociada a toda una serie de categorías a la moda como “empoderamiento”, “emprendedorismo”, etc. Así, no debería sorprendernos que en breve los centennials del mundo unidos organicen una movilización virtual exigiendo su derecho a ser libremente explotados.
Si la pandemia terminó siendo, como diría Klotz, una suerte de epifanía para mucha gente que de repente pudo visibilizar que la rutina laboral que había naturalizado era una de las tantas fuentes de su malestar, cabe imaginar qué tipo de fenómeno inesperado pudiera tener la potencia para advertir el modo en que la lógica de la conexión permanente es un modelo que merece al menos discutirse. No sabemos si será a través de algún desastre natural o, como algunos advierten, a través de los cada vez más frecuentes sabotajes o hackeos, pero casi no podemos imaginar lo que sucedería en el mundo si nos desconectaran apenas unas semanas. Sin internet, sin whatsapp, sin redes sociales, el mundo se nos presentaría mucho más chiquito que lo que fue estando encerrados durante 2020 pero también expondría hasta qué punto ha crecido la exigencia de productividad y conexión. Si bien pareciera que con el regreso a la normalidad las cosas vuelven a acomodarse, la ola de renuncias resultó una señal a tener en cuenta. Con todo, si hablamos de una transformación todavía más radical capaz de desnudar la reconfiguración de la relación entre el tiempo y la productividad, más que una “Gran Renuncia” lo que verdaderamente sacudiría el mundo del trabajo sería una “Gran Desconexión”.
Foto: Michael Dziedzic.