Haciendo repaso del año 2018 me quedo con un fenómeno que aconteció en sus meses postreros, con la llegada de las borrascas otoñales, cuando el gobierno doctoral y ecofeminista del Reino de España anunció un posible aumento de las horas lectivas dedicadas a la enseñanza de la Filosofía, anuncio que causó alborozo entre grupos de diversa índole pero de la misma especie, los cuales se dieron, veloces, al encomio y la exaltación, algo tontiloca, por cierto, de una decisión que no podría sino redundar en la mejora moral y epistémica (aunque nunca quede del todo claro en virtud de qué atávico o mágico mecanismo) de los futuros receptores de tales enseñanzas.

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Que los mayores regocijos, las más sonoras ovaciones y las más poéticas loas al proyecto hayan provenido, en buena medida, del colectivo de los propios graduados en dicha disciplina (quienes, por otra parte, son sus potenciales beneficiarios en tanto que docentes del mencionado incremento lectivo, cuya consecuencia previsible resultaría en una mayor disponibilidad de plazas a favor de estos especialistas) es un hecho en el que, por supuesto, solo gentes más bien mezquinas, torvas y algo resabiadas, con el entendimiento estragado por todo tipo de envidias y frustraciones (o por la consabida mezcla de lo uno y lo otro) podían reparar, lanzando a renglón seguido la predecible acusación de corporativismo o incurriendo en la no menos consabida imputación de intereses turbios a un grupo profesional, por lo demás, devotamente entregado a la promoción del bien común y a la efusión de todo tipo valores, sin duda imprescindibles para el progreso espiritual de nuestra alegre juventud, siempre asediada por males y peligros de toda laya, entre los que especialmente destacan aquellos que la férrea mano del dios mercado inflige en sus aún inmaculadas carnes y en sus nunca suficientemente valoradas meninges.

Los pupilos de la secundaria carpetovetónica desarrollan sus habilidades humanísticas mediante la postergación, no menos secular y castiza, de los ámbitos científicos y matemáticos

Que todas estas acusaciones carecen de elegancia alguna es cosa bien sabida de todos, casi tanto como el hecho palmario de que quienes las profieren tienden a ser mentes proverbialmente romas, dadas a una prosa magra, profusa en datos y apelaciones a los tan banales “hechos”: gentes ancladas en la esclavitud tecnocrática del estadístico que enarbola las conclusiones del último informe PISA (2015) sobre el sistema educativo español, con el mismo ardor que el fundamentalista religioso proclama la verdad revelada por el respectivo libro sagrado. Y así el acusador elevará su grito proclamando que las carencias del sistema educativo español, sus déficits más arraigados y profundos, residen en ubicarse por debajo de las medias de la OCDE y de la UE en lo que a habilidades matemáticas y cuantitativas toca, siendo sin embargo su igualación patente en las competencias científicas en el ámbito de la OCDE (aun manteniéndose por debajo de la media de la UE), no obstante lo cual el acusador seguirá enunciando, transido de santa cólera, que los estudiantes españoles superan con holgura las medias de competencia lectora tanto de la OCDE como de la UE, demostración última de que los pupilos de la secundaria carpetovetónica (país de celestinas, lazarillos, buscones, voceros de andanada y sénecas tabernarios, ya se sabe) desarrollan sus habilidades humanísticas mediante la postergación, no menos secular y castiza, de los ámbitos científicos y matemáticos, si antaño perseguidos y denostados por lo más cerril de la reacción antimoderna, hogaño agostados y yermos merced al dominio que aún ejerce en la programación escolar la presencia degradada y humillantemente lúdica del trívium medieval.

Quizás poco puede sorprender ya a estas alturas a nadie la displicente indiferencia, cuando no menosprecio, con que los poderes fácticos vienen maltratado –o tempora, o mores!– no ya a un gremio (el de los profesores de filosofía), sino a todo un conjunto de ellos en los que no son menor hermandad historiadores, geógrafos, filólogos y lingüistas, tan ascéticamente comprometidos con saberes de poderosa y áurea reputación, de los que hoy en día solo gentes muy cegadas por el avieso espíritu plutocrática de los tiempos, podría dudar o sospechar, por más que con la urgencia de la acalorada apología de la utilidad moral o cultural de tales conocimientos (o del encendido panegírico sobre el excelso don de su inutilidad), a veces estos discursos acumulen de modo un tanto sonrojante todo tipo de lugares comunes, trillados formulismos y supercherías más o menos exóticas y enternecedoras acerca de la importancia de valores que, en realidad, cualquiera en el correcto desempeño de su disciplina, sea de la índole que sea, resultaría capaz de encarnar y transmitir (aunque probablemente lo único honesto en el fondo fuera reconocer que dichas virtudes han sido siempre fruto de la paciente y callada labor de unos padres severos).

Tan sufrido combinado de profesionales se encuentra hoy, al socaire de las sucesivas reformas educativas que comenzasen con el ministro Maravall, a finales de los ochenta, más bien demediado

Ciertamente, tan sufrido combinado de profesionales se encuentra hoy, al socaire de las sucesivas reformas educativas que comenzasen con el ministro Maravall, a finales de los ochenta, más bien demediado. Los filósofos, en mayor medida, sin duda, que el resto de los mencionados, han tenido que ver y soportar, con no poco pavor e incredulidad, cómo el objeto de su trabajo reducía su presencia en las aulas de modo alarmante, ocupando su lugar las horas dedicadas al aprendizaje utilitarista de materias tan poco lustrosas como la lengua imperial o la iniciación en el desempeño de las no menos anglosajonas tecnologías que condicionan nuestro presente.

Pero dejando de lado el descrédito y la torva sospecha respecto de ciertas celebraciones rudamente corporativas, que siempre y en cualquier lugar están contaminadas por el ánimo de prosperar en términos bien poco conceptuales, más merecedora de atención resulta la naturaleza de las estrategias argumentativas con que los celebrantes han vuelto a alzar las voces en defensa no ya de la filosofía sino, en general, de las humanidades concebidas bien como un edificante contrapeso imprescindible a la tecnificación de la sociedad y del ámbito educativo, bien como un eficaz foco de resistencia intelectual frente a esa misma tecnificación, cuyo despliegue normalizador vendría a anular la capacidad crítica del ciudadano, reduciéndolo a la cruda condición de súbdito.

La primera concepción, como ya ha sido denunciado en múltiples ocasiones por los defensores de la segunda concepción, es propia de gestores culturales, especialistas en marketing y expertos en recursos humanos, y vendría a explicitarnos el carácter vicario de las humanidades, en especial de la filosofía, entendidas no tanto como disciplinas poseedoras de un contenido científico valioso en sí mismo, sino, más bien, como una suerte de habilidades que, en la mejor tradición de las artes liberales, dotarían al individuo de una serie de competencias que le facilitarían disponer de una convincente elocuencia, es decir, harían del especialista bregado en las áreas tecno-económico-científicas al uso un buen rétor, capaz de maximizar sus logros profesionales con una notable dosis de brillantez argumental y de defender la excelencia de los bienes y servicios de que se trate en cada caso, con una nada desdeñable habilidad dialéctica, cuyo objeto último no sería otro que el de obtener mayores cuotas de negocio. A esta concepción, tal vez, podría llamársela “hipótesis utilitarista de la filosofía y las humanidades”. Su aceptación supone, básicamente, dos cosas: en primer lugar, reconocer la nula aportación de estos saberes al marco científico general, subrayando con ello su naturaleza de mero instrumento sofístico, cuando no directamente de oropel discursivo. Y, en segundo lugar, sentar la pretensión, más dudosa aún que la anterior, de que sin el socorro de estas habilidades filosóficas y humanísticas un profesional de otro campo habrá de sentir capitidisminuidas sus facultades de comunicación, pasando a convertirse en alguien poco convincente tanto para sus iguales como para sus competidores.

A la segunda concepción, quizás, cupiese denominarla como “hipótesis paraboloide hiperbólica de la filosofía”, pues pretende que ese saber es un tipo de superficie alabeada que se extiende indefinidamente en todos los sentidos, albergando en sí la respuesta perfectamente crítica a cualquier incógnita que la llana realidad pudiera lanzarle; concepción que, de suyo, detenta la particularidad de ser la defendida, con no poco denuedo, aparato de prensa y golpes de pecho, por quienes siendo practicantes de las áreas humanísticas, y dando muestras habitualmente de no poca ironía, inteligencia y escepticismo a la hora de reflexionar más calladamente acerca de la naturaleza de sus propias disciplinas, sin embargo, investidos con los ropajes del gremialismo o la toga del nacional-catedracismo y dotados con la dudosas ventajas de la columna de opinión, se afanan profiriendo todo tipo de simplezas lacrimógenas y de proclamas delirantes sobre las ventajas de sus saberes para armar al ciudadano en su lucha contra la pretensión del estado y del mercado de reducirlo a una condición servil y postrada, hecho éste que quizás no habría extrañarnos tanto: todos somos dados a creernos la sal de la tierra, al fin y al cabo, así que cuánto más no lo serán gentes tan necesitadas de estos ropajes fastuosos de la lucha y la insurgencia, habida cuenta de su propia tradición mandarinesca, y de la larga historia que les adorna como servidores consumados de los más variados poderes fácticos que en el mundo han sido.

El lector de clase media progresista, ávido de mitología y que se entusiasma con este tipo de soflamas sea también proclive a olvidar la insondable distancia que media hoy día entre los verdes campus universitarios y el páramo de las enseñanzas medias

Probablemente, el lector de clase media progresista, ávido de mitología y que se entusiasma con este tipo de soflamas sea también proclive a olvidar la insondable distancia que media hoy día entre los verdes campus universitarios (donde los inciensos del docto refinamiento intelectual y la devota fe ilustrada acaban por nublar las mejores mentes) y el páramo de las enseñanzas medias, o al menos lo sea tanto como para comulgar con semejante visión auto-sublimatoria del oficio humanístico, como si la ideología dominante se dejara domesticar por el alto ejemplo de los sabios o por la beatífica penitencia de los ascetas… ¡cunto más indiferentes aún se mostrarán los hijos de la época ante la desmañada dicción, la notable pobreza sintáctica y el balbuciente ademán con que los otrora adalides de la lucha anti-Bolonia, en sus días universitarios de vino y rosas (previamente consumados logseros que optaron por el bachillerato humanístico como medida de último recurso) proferirán todo tipo de jaculatorias revolucionarias que, en el mejor de los casos, conseguirán despertar un bostezo en un auditorio bregado en la mucho más efectiva retórica audiovisual.

Por cierto, que algo así vino a recordar el comentarista deportivo y divulgador filosófico Fernando Savater, preguntándose, en un artículo publicado en la Prensa del Movimiento, si es que quienes no estudian filosofía se encuentran incapacitados para pensar.

Para concluir, tomadas de la mano ambas concepciones es fácil percibir cuánto tienen de impostura, de fin de raza, de animal herido que lanza dentelladas contra un enemigo que, al cabo, le deja desangrarse a prudente distancia. Ambos argumentos son viejos conocidos y ambos nos hablan, más que de la virtud de lo que encarnan y defienden, de la ansiedad de quienes los esgrimen ante su propia poquedad en el marco epistémico prevalente, condenadas a un humillante ocaso, semejante al de la aruspicina, la astrología, la alquimia u otras artes milenarias que en no pocas ocasiones anduvieron en paralelo al elegante florilegio humanístico, eso por no mencionar a la teología, su antigua señora. Y, sin embargo, que todos estos temores no son más que vanidad de vanidades resulta meridiano para quien mire la situación desde una cierta parsimonia temporal. No en vano, y probablemente a pesar de sus más infatuados y empalagosos apologetas oficiales, aún recordamos los nombres de Homero y de Platón sin que, por el contrario, nos preocupe lo más mínimo la incapacidad de mencionar al individuo que talló el primer bifaz.

Foto: Echo Grid


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