Los años transcurridos desde la muerte de Franco pueden categorizarse de muchas maneras, pero no cabe demasiada duda de que, desde el punto de vista de los ciudadanos, hemos atravesado dos etapas muy distintas, una primera de ilusión con la democracia, aunque muchos hablaron muy pronto de desencanto porque la UCD había ganado las dos primeras elecciones, es decir que el PSOE las había perdido, y una segunda, ya bastante larga, de temor porque la democracia se ve reducida a fórmulas que muestran un alto nivel de autoritarismo y las políticas empiezan a basarse en nuevos dogmas, que convencen a unos, pero repugnan a no menos.
En 2025 estamos viendo cómo el gobierno aspira a tenerlo todo controlado, el parlamento, por supuesto, los medios de comunicación (quieren crear otra cadena para sus más desacomplejados partidarios y lo harán antes de las nuevas elecciones), las empresas con la excusa de hacerlas más nacionales y, por descontado, todas las instituciones en las que hasta ahora había prevalecido, al menos, un cierto reparto con la oposición.
La izquierda y el pluralismo nunca se han llevado bien del todo, porque la izquierda se basa en la idea de que la sociedad está mal porque se empeña en no seguir sus instrucciones
Pues bien, mi impresión es que esto que nos pasa tiene bastante que ver con el hecho de que nuestra clase política, tanto a la derecha como a la izquierda, ha interpretado la democracia como un instrumento de legitimación del poder, pero se ha olvidado, por completo, de las exigencias que deben respetarse en cualquier democracia, separación de poderes, cumplimiento de las leyes vigentes, pluralismo social y cultural, respeto intelectual y moral al que piensa de manera distinta, destierro del fanatismo y de la polarización etc.
¿Por qué nos está pasando esto? En el fondo, los que redactaron la Constitución pensaron que su espíritu de concordia nunca nos iba a faltar y que ese espíritu sería compatible con el hecho de que el poder político debiera ser protegido frente a la tendencia de los españoles a desmandarse, en concreto que la institución de la presidencia del gobierno, debía estar especialmente fortalecida por una serie de normas que asegurasen su estabilidad. Ahora es fácil ver que no acertaron con el remedio y se equivocaron en sus suposiciones más benevolentes porque el espíritu de concordia se ha evaporado y el gobierno actúa como si fuese el único poder legítimo y se dedica a sujetar, por las buenas o por las malas, al resto de poderes. Es un hecho que controla de manera vergonzosa el legislativo, que debiera controlarlo a él, y se opone como fiera a la autonomía e independencia del poder judicial.
Detrás de esta historia está el prejuicio autoritario de que los españoles somos gentes ingobernables y que es necesario tener bien sujeta la vara del que manda para que no reine el caos. Esta idea que era esencial al régimen franquista se coló de manera disimulada en el entramado legal del nuevo sistema y ha bastado que llegue al poder un personaje tan desinhibido como Pedro Sánchez para que veamos a la autoridad del gobierno actuar sin ninguna clase de límites. Incumple mandatos constitucionales, como elaborar cada año un presupuesto, se salta los mecanismos de poder horizontal como los previstos para acordar la financiación de las autonomías y concede a Cataluña favores que sólo ocultan la necesidad de mantener el apoyo de votos en el Congreso, compra con nuestro dinero el poder en grandes empresas y perpetra mil trapisondas y arbitrariedades más que están en la mente de todos.
Nuestra Constitución no se escribió, por desgracia, pensando en proteger a los ciudadanos y a las instituciones del poder político y sus excesos, sino con la idea de proteger el poder del gobierno frente a los ciudadanos y sus tendencia a la anarquía y el desorden, que es lo mismo que el franquismo argumentaba para sostener su poder, el miedo a la libertad política que podría ser la antesala de nuevos conflictos sangrientos, lo que se defendía en base a la interpretación histórica de nuestro siglo XIX que, en efecto, fue muy belicoso y sangriento.
Ahora es evidente que los españoles no somos así, somos de una mansedumbre extraordinaria, nada que ver con la capacidad, por ejemplo, de los franceses para tomar las calles y poner en jaque a los gobiernos, pero el sistema político que está vigente se basa en esa falsa suposición y culmina con un gobierno inexpugnable. No creo que, hoy por hoy, pueda pasar, pero si este gobierno se negase a convocar elecciones legislativas con la excusa de cualquier gran crisis me temo que nos enfrentaríamos a una situación complicada, sufriríamos más de lo razonable para sostener la lógica esencial de cualquier democracia.
Ahora mismo, dejando al margen el comportamiento ejemplar del rey, sólo el poder judicial y lo que de él depende logra mantener, con grandes esfuerzos, una cierta autonomía frente al autoritarismo del gobierno. El Congreso, como es evidente, está tomado por completo por la extraña coalición de gobierno y el Senado se ve neutralizado una y otra vez y, como nos descuidemos, podrá ser barrido como una anomalía por cualquier ley ad hoc, de la misma forma que la acción popular en materia de justicia está bajo amenaza inmediata con la llamada ley Begoña, por cierto ¿cómo le habrán puesto ese nombre?
La oposición se rige también por el esquema autoritario que emplea el Gobierno y el mandato constitucional de que los partidos sean cauces de participación y respeten la democracia interna produce carcajadas en todos y cada uno de los niveles de gobierno de los partidos. La tendencia a que desaparezcan los mecanismos de participación y control no está ausente en ninguna fuerza política, de forma que la precaria legalidad de todo el entramado se basa en que el presidente pueda ganar las elecciones o se crea que está a punto de hacerlo y con ese asomo de supuesta legitimidad externa se contentan lo que Manuel Jiménez de Parga llamó partidos de empleados, es decir partidos en los que el de arriba no depende de los de abajo, sino justo al contrario.
El caso del PSOE es espectacular, Pedro Sánchez quiere gobernar ese partido, que le está sometido por completo, con una serie de visires-ministros que son impuestos en cada región aplastando de raíz cualquier intento de autonomía de las distintas provincias o agrupaciones. Sánchez llegó al poder en el PSOE con unas primarias, pero desde ese momento no se ha vuelto a hablar de ese sistema porque el partido ya ha dejado de ser socialista, sea lo que sea que eso signifique, para ser sanchista, es decir un partido que aplaude, acata y ejecuta lo que se le pueda ocurrir al líder.
El PSOE quiere emplear el franquismo como fantoche, o eso dice, pero tendría que tener algo de cuidado porque si hay algo que ahora mismo se parezca a la organización política del franquismo es el aparato político del PSOE en el que reza con todo vigor lo que en el franquismo se llamaba la unidad de poder y la ordenada concurrencia de criterios, es decir que todos, del segundo al último, reciben el poder del Supremo y han de actuar con los criterios que de él emanan, aunque sean opuestos por completo a cualquier interés territorial o a cualquier idea que pudiese considerarse socialista. Los socialistas no están para pensar o decidir sino para obedecer las órdenes que reciban como buena falange ordenada que han de ser.
La izquierda y el pluralismo nunca se han llevado bien del todo, porque la izquierda se basa en la idea de que la sociedad está mal porque se empeña en no seguir sus instrucciones y de ahí que, históricamente, no hayan visto gran inconveniente en emplear la fuerza o la coacción cuando creen que se hace necesario reformar cualquier aspecto del orden social. Simone de Beauvoir lo formuló de manera magistral: “la verdad es una y el error es múltiple, por eso la derecha profesa el pluralismo”. Hasta hace poco hemos convivido con un partido socialista que no era tan decididamente ideológico y dogmático como el sanchismo, y por eso apoyó que en la Constitución se reconociese el pluralismo como un valor político esencial, pero desde que triunfó la idea de “no es no”, ese descubrimiento del que Pérez Rubalcava se mofaba por considerarlo propio de un Aristóteles del siglo XXI, las cañas se han vuelto lanzas y el gobierno de Sánchez está empeñado en ejercer a fondo su autoridad para obligarnos a ser lo que él considera decente, en eso estamos.
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