Que ante unas negociaciones parlamentarias (en realidad, partidistas) para lograr acuerdos que permitan la investidura de un presidente se hable de que han de desarrollarse con discreción, como ha repetido de forma insistente la prodigiosa Yolanda Díaz luciendo la mejor de sus sonrisas, debiera resultar alarmante, y que no lo sea es un indicador clarísimo de hasta qué punto se consideran libres de cualquier atadura moral o política los que ejercen nuestra representación en el Congreso.
Para calibrar con cierta acuidad el tono de lo que se trata de apartar de la mirada pública basta con recordar el realce y el trapío con el que la mentada Yolanda revistió su visita al santuario separatista de Waterloo: si entrevistarse con un prófugo de la Justicia que sigue empeñado en romper, al precio que sea, la unidad de España, no exige ningún disimulo ni precaución, ¿qué no será lo que mercadeen en conciliábulos cuya mera existencia pretenden negar y de cuyas materias consideran necesario apartar la morbosa atención de los ciudadanos?
El partido dominante no aspira a gobernar por un período, sino a hacerlo por siempre jamás porque dice hacerlo en nombre del pueblo, de ese pueblo deseablemente silente al que hay que narcotizar con discreción porque si se entera de lo que están haciendo puede amargarles el festín del poder sin límites y sin temores
¿Es esto democracia? Pues parece que sí, al menos para los que entienden que una vez que el ciudadano ha depositado su voto hay que suponer que ya no hay que tenerlo en cuenta para nada. No hay que informar, hay que hacer pedagogía, catequesis, propaganda, retórica, apología de los peligros del fascismo, etc. etc. La acción política se ha contagiado tanto de la publicidad que se ha convertido en pura comunicación, es decir en ocultación de verdades comprometedoras y en exageración de los méritos y las virtudes de las huestes que se atribuyen en exclusiva la misión de procurar el bien y la felicidad pública, sin que nadie pueda osar a criticarlos, eso sería fascismo, golpismo o cosas peores si las hubiere. Ellos desarrollan políticas inclusivas, como suelen decir de otros asuntos, en las que se da por hecho que la voluntad de los ciudadanos está incluida por entero y sin excepción alguna en las decisiones que adopten los mandos naturales, los políticos progresistas de turno.
Con la discreción, los sustos se hacen menores y se consigue el apaciguamiento de cualquier clase de pretensiones o derechos. Todo sucede como si nunca pasase nada y cuando tiene que pasar se advierte de que todo continúa con la normalidad habitual, que nadie se altere. Al parecer, basta con no pronunciar una palabra para que la realidad que nombra deje de existir, lo que es como si dijésemos que el cazador bien pertrechado y al acecho de su inconsciente presa no está de caza porque todavía no ha disparado a ningún animalito.
Ahora, los españoles estamos a punto de obedecer, aunque sea un poco arrastrados, las órdenes políticas que emanan de quienes han obtenido, como mucho, el seis por ciento de los votos emitidos en el pasado mes de julio y esa enormidad, que reviste forma de auténtico chantaje, debe ser disimulada con la máxima discreción para no irritar a la amplísima mayoría que parece haber optado por posibilidades bastante distintas. Esta discreción se extiende a tolerar que, por ejemplo, Junts y ERC se permitan hablar en nombre de todos los catalanes, de Cataluña dicen ellos, ocultando que solo han obtenido catorce de los cuarenta y ocho escaños en pugna, menos de un tercio, pero la discreción ya nos ha acostumbrado a tragarnos semejante bola sin apenas rechistar.
Yolanda recomienda discreción porque es lo que le viene bien a su señorito. Como eso no es nada agradable para la subminoría podemita, a la que oculta bajo sus poderosas alas sumatorias, la lideresa se ha encargado de tener a los otrora vocingleros podemitas a una dieta de silencio rigurosa, veremos cuánto dura el tratamiento.
Discreto en grado sumo ha sido Sánchez que ni siquiera ha hablado en contra de Feijóo, para eso tiene bien adiestrados a sus secuaces. No es que los secuaces hayan sido discretos, porque el señor Puente ha sido todo lo contrario, ha vomitado a gusto y de forma estruendosa cuanto se le ha ocurrido y cuanto le han mandado, pero es que esa misma tormentita de grosería demagógica y malas maneras sirve para acentuar la discreción sobre lo esencial. La discreción todo lo cubre, de modo que hasta un compi de canasta de Sánchez ha decidido darle unos pescozones al alcalde de Madrid para obtener otra portada de prensa y poder seguir con la tónica discreta. Hay ejércitos bien entrenados que sabrán decir que llueve, si fuese menester, cuando nos ciegue el más abrasador de los soles.
Estos señores de la discreción entienden la política como un juego entre amigos y una guerra sin cuartel contra los enemigos en la que nada juegan los que se supone están obligados a ser indiferentes, los ciudadanos con los que hay que ser discretos, no sea que nadie se alarme más de la cuenta. La política es una profesión y todas las profesiones tienen sus reglas piensan. Lo que menos importa es la sustancia, qué tipo de polis se está construyendo, qué futuro se nos depara: lo único que interesa es quién manda, quién lleva la batuta, quién reparte los beneficios de la empresa, a quién hay que obedecer sin desmayo ni disculpa.
Vargas Llosa ha hecho famosa la pregunta sobre cuándo se jodió el Perú. La respuesta en el caso de España me parece bastante clara. Entre unos y otros se han ocupado de hacer que la democracia, el gobierno del pueblo a través de instituciones sometidas a leyes justas, se haya convertido en un ideal perverso, en una ensoñación. Los partidos políticos tratan de controlar en su beneficio exclusivo cualquier virtud de la democracia y tratan de reducirla a un torneo de póker que se juega en la oscuridad. Con el voto popular han vuelto a construir un sistema despótico que ahora se dispone a desactivar los mínimos resortes que podrían poner coto a su voluntad omnímoda. Fíjense en lo que ha acabado un parlamento que se salta sus propias reglas, que renuncia a sus funciones, que se deja suplantar por las ejecutivas de los partidos, es decir, por el ejecutor.
Por eso cuando un partido pierde, siente que lo pierde todo, porque su rival lo quiere encerrar en un recinto del que no vuelva a salir nunca. El partido dominante no aspira a gobernar por un período, sino a hacerlo por siempre jamás porque dice hacerlo en nombre del pueblo, de ese pueblo deseablemente silente al que hay que narcotizar con discreción porque si se entera de lo que están haciendo puede amargarles el festín del poder sin límites y sin temores. La batalla no ha concluido, queda alguna esperanza, pero debiéramos empezar por pedir que cesen los chanchullos y que se pueda llamar a las cosas por los nombres que emplea el común de los mortales “en román paladino, en la cual suele el pueblo fablar a su vecino”, como lo dijo bellamente Berceo, pero con tanta discreción no se puede hablar de nada y se acaba por no tener nada que decir, justo lo que quiere Yolanda, que nos fijemos en sus modelitos, cumbre del progreso, la libertad y la igualdad bien entendida, y así da gusto, tan felices y discretos todos.