Si algo distingue al ser humano del resto de seres del reino animal es la consciencia, la del yo individual y la de ese yo integrado en un nosotros. Durante más de cien mil años, la supervivencia estuvo limitada a tomar de la naturaleza lo que ésta le ofrecía: frutos silvestres, carroña y caza. La vida nómada en busca de alimento llevó a distintos grupos humanos a desplazarse hasta ocupar todas las tierras no cubiertas por las aguas. Un día comenzaron a surgir innovaciones: modificación de la naturaleza para obtener herramientas de caza (tecnología), para sembrar semillas que permitieran cosechas (agricultura), para domesticar animales que ofrecieran una fuente regular de alimento (ganadería). Así nació la vida sedentaria, que necesitó romper el consenso nómada que regía la conducta humana desde hacía más de cien mil años. Las innovaciones que permitieron el sedentarismo propiciaron la prosperidad y el crecimiento del nosotros hasta convertirlo en lo que hoy entendemos como sociedad.
Toda innovación implica una ruptura con los usos existentes hasta ese momento. El mantenimiento eterno de estos usos sin posibilidad de cuestionarlos es un dique de contención que impide el libre flujo de ideas innovadoras. Pretender la unanimidad en el plano político de la existencia humana es algo que no lleva a ninguna parte porque ese es su objetivo, que nadie se mueva.
Todo intento de combatir el consenso ideológico impuesto por el PSOE es estéril si no se da la batalla contra el consenso político que produce el ideológico. La guerra por la hegemonía cultural es esencial, pero es inútil si no está acompañada de un combate contra el statu quo que produce la hegemonía actual
El consenso es la unidad distintiva del inmovilismo político español. Las loas y alabanzas que ha recibido durante cuarenta años lo han convertido en una suerte de religión laica. Cuenta con preces no escritas que sus sacerdotes y sus monaguillos transmiten oralmente a su grey: la democracia que nos hemos dado, la libertad que tanto nos costó, votar es un deber cívico,… Y ay de aquel que tenga el atrevimiento de desnudarlo –y por ende cuestionarlo–, la heterodoxia tiene pena de ostracismo en este culto.
Lo único que sí cambia en el consenso es su arco ideológico. Esto es, las ideas que establece como correctas. Quince años atrás hubiera resultado imposible que un candidato a la Presidencia del Gobierno hubiera aceptado los votos del brazo político de ETA para ser investido. Sin embargo, el golpe a la Nación ejecutado por la Generalidad y el Parlamento regional catalán han sacudido el espectro –conocido como ventana de Overton– de posiciones políticas aceptables. Atacar a la unidad de la Nación es hoy políticamente correcto. Tanto es así, que hasta el Gobierno lo hace. Ahora bien, esta evolución no es el resultado de la acción de los golpistas, sino el corolario inevitable de la inacción del Gobierno cuando rehusó combatir el golpe.
El separatismo había sido hasta entonces una excrecencia de los nacionalismos regionales. Ahora está integrado en el consenso, en un extremo, pero en su seno. Otras incorporaciones recientes a la unidad de pensamiento que impone el poder son el otorgamiento de privilegios en función del sexo y de la orientación sexual, la aceptación de lo ilegal como un estadio previo de un procedimiento que desemboca en la legalidad (sucede con la inmigración ilegal y estamos en vías de que sea aplicado al separatismo), el cambio climático, la conversión gradual del sistema de instrucción pública en una expendeduría de títulos académicos por antigüedad,…
El consenso es propiedad privada del PSOE, partido vertebrador del 78. Esta formación se ha erigido en la autoridad que decide qué puede ser pensado y qué no. Esto es, el rango de ideas aceptables y todas las demás, que son declaradas anatema o, simplemente, tomadas por inexistentes por la máquina de propaganda de su magisterio del pensamiento. Cuando quiera que la ventana de Overton se mueve, lo hace siempre en una dirección, que es la que le interesa a su propietario. Entonces, todos los demás partidos se desplazan en el sentido del movimiento producido de forma proporcional a su posicionamiento previo. Lo ha hecho el PP en el pasado, lo está haciendo Ciudadanos en este momento y lo ha hecho hasta Bildu.
Uno de los más evidentes ejemplos de esta conducta ha tenido lugar recientemente, durante el debate de la moción de censura impulsada por Vox. La posición política de esta formación oscila entre el conservadurismo y el liberalismo. A pesar de este hecho fáctico el consenso le ha colgado la etiqueta de extrema derecha. No lo es en lo sustantivo de su discurso, aunque últimamente cae en el error de asumir el rótulo en lo adjetivo de sus mensajes. En cualquier caso, el PP ha escenificado una huida de todo lo que comparte con Vox para ser parte del consenso. Resultó especialmente llamativo el reproche sobre la legitimidad para presentar una moción de censura: lo dibujó como un privilegio exclusivo del PP que había sido invadido. Fue éste un mensaje en el que se revela la naturaleza del consenso: no importa lo que diga la Constitución, sino lo que unas personas privadas decidan asumir qué es lo correcto y obrar en función de esa asunción.
El rumbo que toma la situación política es muy preocupante. El motor de todo lo que acontece se encuentra en las reglas del juego político establecidas por la Constitución de 1978. Estas reglas constituyen otro consenso, el de lo político. Y aquí nos encontramos con la madre del cordero y el gato al que nadie quiere ponerle el cascabel. El consenso ideológico que hemos descrito más arriba –y al que se adhieren todas las formaciones excepto Vox– se incardina en este otro consenso que sí acepta Vox.
Todo intento de combatir el consenso ideológico impuesto por el PSOE es estéril si no se da la batalla contra el consenso político que produce el ideológico. La guerra por la hegemonía cultural es esencial, pero es inútil si no está acompañada de un combate contra el statu quo que produce la hegemonía actual. Atacar los síntomas no erradica la enfermedad, sólo la disimula transitoriamente. La única defensa fecunda de la libertad es la que pone sobre la mesa la separación de los poderes Ejecutivo y Legislativo. Y para ello bastan dos urnas: una para elegir al Gobierno y otra distinta para elegir a los legisladores.
Los poderes del Estado no se separan porque sean ejercidos por personas distintas ni porque su separación sea verbalizada con palabras llenas de pompa y hueras de contenido. Separación de poderes es separación de sus medios de elección. El día en el que los ciudadanos españoles puedan elegir a su Gobierno de forma directa será el mismo en el que ningún grupo de interés político ni económico tendrá nada que decir en el proceso de formación del Ejecutivo. Lo que la situación demanda con urgencia son actores políticos dispuestos a dar esta batalla innovadora.
Foto: Chase McBride