Gracias a la repercusión del discurso de Milei en Davos, tan opuesto a los tópicos colectivistas que circulan con mayor soltura, han menudeado los debates amistosos, o no tanto, sobre las causas económicas del malestar social que se padece en el mundo que consideramos desarrollado. Las explicaciones de quienes defienden las políticas “sociales” suelen ser bien oídas por su pregonada intención moral, y por eso se han impuesto con demasiada facilidad y generalidad.
El núcleo de su argumentación descansa en suponer que la desigualdad creciente en la que se está viendo envuelto el sistema capitalista, además de su supuesta inmoralidad intrínseca, crea el caldo de cultivo necesario y suficiente para que el malestar social crezca. Tomo la expresión de esta idea de una entrevista que ha hecho Miguel Ors en The Objective a Ronald Cohen quien no es ningún político socialdemócrata sino el fundador del fondo Apax; pues bien, Cohen afirma lo siguiente “La brecha que se ha abierto entre ricos y pobres es enorme. Hace 40 años, la relación entre el salario medio de un director general y el de un empleado medio era de 40 veces. Hoy es de 359 veces y eso, en una democracia, se convierte en terreno fértil para el populismo”. Tomemos esas cifras como genéricamente válidas y excusemos la vaguedad inevitable del término populismo, para discutir si de tales hechos cabe deducir semejantes consecuencias, o si hay más, como Milei sospecha.
Estas políticas, despóticas y nada ilustradas, que nos infringen y sobrellevamos con demasiada paciencia, además de ser un pésimo tratamiento, son cada vez más caras y nos hacen día a día más pobres
Contrapondré esa afirmación con otra de Peter Turchin en una entrevista de González Férriz en El Confidencial a propósito de Final de partida un libro de Turchin muy recomendable; Turchin no cree que la desigualdad sea el factor decisivo en el desencadenamiento de un malestar social explosivo porque como dice, no sin ironía, “Excepto algunos economistas, nadie sabe lo que es la desigualdad. Lo importante es el empobrecimiento. Vivir peor que tus padres. Eso, la gente sí sabe lo que es”.
Creo que la apreciación de Turchin, es muy interesante porque cifra en otros fenómenos sociales el desencadenamiento de procesos de disolución social como los que se están viviendo en muchas partes. Todo se entiende mejor, a mi gusto, si se repara en el empobrecimiento y se deja de mirar, por más que se presuma de manejar complejas ecuaciones, hacia la desigualdad. Hablamos de empobrecimiento porque el mundo capitalista, algo que reconocen tanto Cohen como Turchin, nos ha dado la oportunidad de enriquecernos, de vivir como no se había vivido nunca, un proceso que ha florecido en todo el Occidente con tal que no haan estado al timón gobiernos comunistas o colectivistas empeñados en imponer la igualdad a toda costa (y con notables excepciones hacia los del partido, como ya denunció Orwell).
No deja de ser una notabilísima paradoja que tanto el empobrecimiento como la desigualdad se estén haciendo notar cuando en el mundo entero predominan los gobiernos intervencionistas de todos los partidos, cuando los Estados no dejan de crecer al tiempo que no se mejora gran cosa el bienestar social, y eso cuando no empeora de manera alarmante. Hay que estar muy ciego para no ver cómo el aumento de los presupuestos públicos se separa con inusitada frecuencia del crecimiento del bienestar en cuyo nombre pretende justificarse. Hay rubros en los que el crecimiento del gasto es constante y la mejora de los resultados decrece casi con la misma intensidad, y eso que son legión los que se ocupan de que las estadísticas no nos amarguen la fiesta. Como se sabe, el ser demasiado escrupuloso con los números le costó recientemente el puesto al director general del Instituto nacional de Estadística basándose en un razonamiento implícito del siguiente tipo: la mayoría política no va a consentir que unos números nos amarguen el éxito obtenido.
De la misma manera que seríamos razonablemente escépticos ante la aparición de una secta médica que asegurase la salud permanente y la próxima llegada de la inmortalidad debiéramos someter a una revisión muy honda los supuestos que sostienen sin mejores argumentos que el aumento del gasto es siempre socialmente beneficioso y que el incesante crecimiento de los aparatos públicos es una conquista que nadie sensato debiera discutir. Milei apoyó su discurso, además de en argumentos, en un experimento natural de primer orden, lo que ha pasado con Argentina que lleva décadas bajo la inspiración peronista según la cual cada deseo debiera convertirse en un derecho, algo muy parecido a lo que repite, cuando se la entiende algo, nuestra vicepresidenta fashionista. Argentina ha perfeccionado con rara habilidad los procesos de empobrecimiento hasta el punto de que puede suceder que el poderoso rechazo que ha llevado a Milei al poder acabe naufragando a manos de la sentimentalidad y la retórica colectivista convertida en credo inmutable de las almas más bellas.
Los españoles tendríamos que estar seriamente preocupados por la forma que está adquiriendo la configuración política de la desvergonzada y oportunista coalición que nos gobierna, por cómo se van poniendo palos en las ruedas a los poderes moderadores, por cómo se atreven a juzgar a los jueces que aplican la ley en vigor, y por cómo una igualdad supuestamente proclamada se convierte con descaro en protectora de los privilegios más inauditos. Aquí, como ha sucedido en Argentina es hora de gritar ¡viva la libertad!, y eso debería empezar a preocupar a los partidos que supuestamente la defienden.
En España, en apariencia sin querer, el centro derecha se está dejando involucrar en una mera pelea por los sillones sin proponer nada claramente distinto, cuando habría que empezar a preguntarse si tantos sillones oficiales sirven para algo o sería mejor arrojarlos por la ventana y ahorrarnos un pastizal para que pudiera ir a parar a otras manos más creativas y emprendedoras que los cientos de miles de funcionarios de todo a cien que no dejan de crecer y multiplicarse.
Los españoles estamos embarcados en un proceso acelerado de declive económico que es muy preocupante, llevamos años de retroceso en términos reales, y nos amenaza un panorama aterrador, pero la mayoría de los políticos niegan la mayor y nos recuerdan que nuestros verdaderos problemas son de tipo teológico, salvar el planeta, llamar discapacitados a los que se llamaba disminuidos, avanzar en la igualdad, acabar con el machismo, ser cada vez más inclusivos, poner en su sitio a Israel y obedecer a Marruecos, todo lo cual es compatible con ser cada vez más pobres.
Para eso y para horizontes aún mejores que nadie concreta se nos dice que necesitamos gastar más y más, crear mucho más empleo público que nos ayude a embellecer las estadísticas, así que no basta con los 250.000 funcionarios mal localizados que ha detectado el nuevo ministerio de Escrivá (vea usted cómo son necesarios más ministerios), es decir, aumentar la deuda y que el último apague la luz. Lo malo es que lo pagarán nuestros hijos más que nosotros y todavía más los que vengan detrás, lo que, dicho sea de paso, no parece muy mal argumento para no traer nuevas bocas al mundo.
La igualdad es un horizonte utópico, el paraíso de la envidia, pero las gentes normales no quieren ser más iguales, sí quieren ser iguales en lo que hay que serlo, ante la ley, cosa que aquí no se lleva nada ahora mismo, sino vivir mejor, ser más libres y poder ser felices sin que nadie nos diga, a todas horas, lo que hay que hacer, ese ideal del que nos quieren librar todos los colectivistas que nos consideran menores de edad cuando no sujetos peligrosos. Estas políticas, despóticas y nada ilustradas, que nos infringen y sobrellevamos con demasiada paciencia, además de ser un pésimo tratamiento, son cada vez más caras y nos hacen día a día más pobres.
Foto: Todd Trapani.
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