Cuando pensábamos que ya se le había tomado la medida a la corrección política en sus vertientes más conocidas y beligerantes, ésta ha emergido con fuerzas renovadas a través de dos acontecimientos trascendentales y singulares. Uno, la epidemia del coronavirus, y otro, las polémicas elecciones presidenciales de 2020 en Estados Unidos. En ambos asuntos parece imponerse de nuevo esa disposición a señalar, a descalificar, a amedrentar al ciudadano por el simple hecho de que éste exprese dudas razonables sobre ambos sucesos y cómo son tratados.
No es necesario siquiera caer del lado de la conspiranoia para convertirse en un paria o, como se dice ahora, en un negacionista, basta con mantener una cierta independencia y suspicacia para ser arrojado a la hoguera. Se está forjando así una nueva y falsa democracia —tal vez sea eso la nueva normalidad— donde el debate, la discrepancia, la discusión no serían parte de su esencia, sino ingredientes tóxicos que deben ser depurados.
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