Su currículo, querido lector, no vale nada. Es poco más que una promesa. Un brindis al sol. No importa cuantas orejas cortara la pasada corrida. No importa su palmarés de copas de Europa, transmutadas en Champions League, sus victorias en Hungaroring o en Monza. Tendrá que torear el toro que le pongan, lidiar al recién ascendido que planta el autobús y pelearse la pole en los entrenamientos, luego ya se verá.

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La vida no nos debe nada por llamarnos García o Martínez. Ni siquiera nos tiene por qué pagar los éxitos cosechados. El campeón del año anterior tiene exactamente los mismos puntos que el último clasificado en el mismo instante que suena el silbato en el último partido. Todo se reinicia y siempre partimos de cero. Desde luego que se cobra el cheque, se levanta el trofeo y se celebra, pero en esos momentos de celebración estamos ya, sin remisión, en la casilla de salida, con el marcador a cero.

La cuestión es si cada título que ponemos en liza refleja unos conocimientos que aporten valor

Esto es una verdad evidente, empírica, impepinable. Es ridículo pensar que podemos escapar de este círculo, que ni es vicioso ni virtuoso, que simplemente es, por lo que se me escapa como tantos y tantos mortales hacen oídos sordos a esta realidad. Parece que todos entendemos la mecánica deportiva que uso como metáfora, sin caer en la cuenta de que es el deporte el que copia a la vida, el que refleja una realidad que no creó, porque ya existía.

No importa demasiado si es máster y doctor en lo suyo. Puede que sea extremo izquierdo de toda la vida y le toque ganarse el pan como central tuercebotas. Su equipo o su vida no le quieren donde dicen los papeles que debe jugar. Le necesitan donde es usted más útil y aporta más al resto de la sociedad. No deja de resultar curioso que eso que tanto afean los ignorantes anticapitalistas y los detractores del libre mercado a los que lo defendemos sin tapujos esté tan alejado de la realidad. El mercado, cuando es libre, nos premia por servir mejor a nuestros conciudadanos. El mercado premia el valor que aportemos a nuestros vecinos. A mayor aporte, mayor premio.

Ante estas circunstancias solo puede entenderse desde el más absoluto de los totalitarismos ese afán idiotizador de los sistemas educativos modernos. Preparar a los alumnos para enfrentarse a la vida, que debiera ser la luz que guía de cualquier ordenamiento del asunto, debería llevar remachado en la solapa esto que planteo. No tiene demasiada importancia lo que se hiciera ayer, solo importa lo que se pueda demostrar hoy. Así, unas credenciales, pueden manifestar que algo se hizo con anterioridad, presumiendo que eso mismo se puede repetir en un futuro, lo que no traspasa los límites de una promesa. Unos conocimientos no significan más que unas capacidades previas para hacer algo, no la constatación de que ese algo vaya a iterar infinidad de veces en el futuro. Hechos son amores, que decía el refrán.

Por muy encorsetada que se pretenda mantener a la sociedad, se ha demostrado que los mercados se abren paso incluso al margen de la legalidad. El mercado negro, el estraperlo siempre están ahí, aun en las dictaduras más sangrientas acaban por asomar la patita. Es decir, que por mucho que se empeñen los poderosos, el intercambio de valor es inherente al ser humano. Las personas que nos relacionamos pacíficamente intercambiamos valor en forma de objetos servicios o sentimientos, si se quiere.

Este intercambio de valor es el que permite progresar a la humanidad y mantenernos vivos como la especie más exitosa del planeta. Las personas comprenden – o quizá solo intuyen – que aportando servicios u objetos que solucionan problemas o que nos facilitan la vida, pueden resolver la suya, así aparece ese instinto empresarial y emprendedor que lleva a muchos seres humanos a crear de la nada, imaginando nuevas formas de comerciar, nuevos productos con los que surtirnos o mejoras en los procesos para ponerlos a nuestro alcance, lo que les hace mejores a los ojos de aquellos que solicitan sus servicios.

Quien lo consigue, los Roig y los Ortega, los Bezos o los Gates, acumulan a lo largo del tiempo muchísimo dinero, como contrapartida a la enormidad de facilidades, de productos, de valor en definitiva que han sabido poner al alcance de toda la sociedad.

Qué es lo que demanda la sociedad, por desgracia, o quizá por suerte, no lo sabemos a ciencia cierta. Quizá también por esto la vida es un eterno círculo de logros y fracasos, que te llevan directamente de nuevo y sin solución de continuidad a la casilla de salida, donde empieza un nuevo reto. De estas condiciones de contorno no podemos escapar.

Sin embargo, preferimos acumular títulos porque ante un nuevo desafío, nos facilitan el acceso a un mejor puesto de trabajo, que duda cabe. Es necesario formarse, porque esa formación nos permite entregar mayores cantidades de valor y por lo tanto obtener mayores recompensas. La cuestión es si cada título que ponemos en liza refleja unos conocimientos que aporten valor. Si ese valor es el mismo recién obtenido el título o una vez obtenida la experiencia. Si cambia el valor de una certificación académica con el paso del tiempo y se requiere reciclaje.

En mis tiempos de estudiante circulaba el rumor de que existían anuncios de trabajo que solicitaban Ingenieros Industriales como yo, pero que se abstuviesen los licenciados por la Universidad de Castilla La Mancha. No recuerdo haber visto ese anuncio –no niego que exista tampoco– pero el rumor existía, lo cual viene a reafirmar lo que yo afirmo. Sus títulos académicos, querido lector, son solo promesas y las promesas se las puede llevar el viento.

Foto: Joshua Hoehne


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